Ruega por nosotros

Mal que bien, abro los ojos. El sol me ha despertado, relámpago o cuchillo. Ha vuelto la sensación, el escombro del yo.
           
Sé que me llamo José Antonio, sé que soy fotógrafo, que he venido con mi esposa de luna de miel a Guatemala, que ayer nos hemos peleado: lo que no sé es donde exactamente estoy, en este momento.
           
Puedo distinguir que me encuentro en una cama barata en un cuarto barato con un bombillo barato, que aún sigue prendido, siendo de día.    
           
Un cuadro de tercera o cuarta cuelga lívido escarlata en una de las paredes.
           
Heme aquí, en una cama inquietantemente poco confortable, en una habitación de hotel sospechosa y venal, y ya es hora de decir que me duele mucho la cabeza.
           
Y entonces, de súbito, recuerdo lo que me dijo la vieja ayer en la iglesia, y entonces instintivamente me toco, me examino el área de los riñones, para saber si aún los tengo allí.
           
Y aún los tengo allí.
           
¿Cómo he llegado hasta este hotel, que no es mi hotel? No sé. No recuerdo. Cuando adolescente, esta clase de cosas, mantos de inconsciencia, ocurrían frecuentemente. Que me ocurran nuevamente a los treinta y tantos ya es irrevocablemente patético.
           
Sí recuerdo, entre imágenes, algunos segmentos queriendo aflorar: que estaba en esa fiesta condenada, y lo que rememoro, por flashes, por veloces intervenciones de la memoria, es que estaba yo con esa excitante chica de pelo tan negro, con finta de diosa sexual. Celeste, que no era exactamente Sandra, mi esposa. Y con quien tomábamos bebidas, no exactamente isotónicas.
           
Luego no recuerdo nada.
           
Pero sí, hay algo: ¿no me subí a un carro, entonces, con esta hembra? ¿no escuché una puerta abrirse, una voz de hombre, antes de desmayarme?
           
Me levanto, con la intención de caminar de vuelta al hotel, el mío. El dolor de cabeza es inmedible. Me lavo la cara con el jabón barato del casi roto lavamanos. Ignoro donde está mi billetera, mi celular, mi cámara. Salgo.



La mañana anterior había comenzado bien. Me había levantado muy temprano para hacer fotos en el jardín del hotel: flores, insectos, una pila de agua.
           
Luego fui a averiguar algo relativo al wi–fi en la recepción del hotel. Me atendió un recepcionista simpático y bajito, que ya había conocido antes, de nombre René, con planta de saberlo todo. El mismo que nos recibiera el día que llegamos al hotel. Estuvimos parrafeando de varias cosas de naturaleza intrascendente. Me preguntó si estaba contento con la estadía. También me comentó de un seguro médico provisional ofrecido por el hotel. Le pregunté el costo. Me informó que era uno de los beneficios del hospedaje. Así que me pidió que llenara un formulario con datos como el tipo de sangre y esas cosas. Llené mi formulario y también el de mi mujer, y mientras lo hacía René me hablaba de la vida nocturna en Antigua, incluso me dio las indicaciones de cierta fiesta que iba a ocurrir por la noche, indicaciones que prontamente apunté en mi celular.

Deseaba beber un poco.
           
Le di las gracias, volví al cuarto, Sandra ya se había despertado, fuimos a desayunar. Luego pasamos la mañana tomando el sol. ¿No es increíble este lugar? dijo Sandra, elongada sobre una toalla, en su perfecto bikini. Y en efecto era perfecto su bikini, y en efecto era increíble este lugar: flores voluptuosas sobre el jardín, visitadas por insectos rasantes, pájaros polifónicos, la piscina ondulante (¡y la maravilla de que no había nadie sino nosotros en ella!) y cuando me metí al agua fría, nadé metódicamente, me sentí varón y vivo, en el diamante del instante. Luego nos fuimos a duchar al cuarto, hicimos el amor, decidimos que teníamos hambre, pactamos que iríamos al lugar que nos habían recomendado, al lado del parque central.
           
Salimos del hotel con una sensación nada oscura, que incluso podía ser celestial. Sandra reía jovial, beata.
           
Sé que caminamos por las calles empedradas de la ciudad de La Antigua Guatemala, escoltada por volcanes de dignidad y silencio. En el camino tomé fotos de unas ruinas coloniales, hasta que Sandra me urgió a que fuéramos a comer, tal era el plan.
           
Sentados ya en el restaurante, muy pronto a gusto entre las columnas de madera con sus plantas trepadoras, la fuente entregándonos su rocío continúo, las mesas al aire libre recibiendo quietamente el oro del día, el murmullo de los extranjeros con acentos irreconocibles alrededor, cavando el espacio del comedor.  
           
De la comida como tal no tengo queja. Fue más bien cuando llegó el café que empezó el enfrentamiento. Me explicaré: yo estaba muy deseoso de salir por la noche a la fiesta que me había indicado René, el recepcionista del hotel. Sandra en cambio quería quedarse en la habitación, junto al fuego de la chimenea. Es arduo constatar que hay cosas triviales de esa naturaleza que pronto se convierten en estúpidas discusiones y pugilismos sin sentido. Y esta fue una de ellas.
           
Sandra terminó diciendo lo que a menudo decía: que siempre hacíamos lo que yo quería hacer. Yo lo negué una vez más con una voz que progresivamente iba tomando el filo de un hacha. Pronto la conversación había subido de tono, hasta llegar a la fanfarria. Ella se levantó, y por herida y por orgullosa, se fue. Yo me quedé pagando la cuenta, entre murmuraciones imprecatorias.
           
Se diría que habíamos llegado a un pico, en términos de la pelea, pero de hecho el pico fue alcanzado luego, en el parque. En efecto, allí fue donde encontré a Sara, quince minutos después, más enojada, más intolerante, diciendo no querer saber nada de mí. Quise resolver diferencias, pero seguramente no funcionó: terminamos gritándonos enfrente de la gente, el colmo.
           
El parque central de la Antigua es un lugar propiamente jovial. Esta uno allí, y ve pasar niños y payasos, y los extranjeros están sentados en las bancas, sin ninguna urgencia o avidez, y todos miran felices y son felizmente vistos y hay una atmósfera de serenidad, una continuación de paz y buena onda alrededor de la gran fuente, debajo de los árboles bonachones. Paz y buena onda que nosotros, Sandra y yo, nos encargamos operativamente de arruinar. Los gritos se oyeron a cuadras, me parece. Todos nos miraban o bajaban la mirada. Había un ambiente de pena ajena, gruesa y sudorosa. Imposible comenzar siquiera a explicar lo vergonzoso que fue este episodio, lo derrumbado que me sentí después del mismo, en nuestra luna de miel, y nada menos.  
           
Sandra se fue por su lado, yo por el mío. Ella, me enteré luego, volvió al hotel, lloró sola en el área de juegos (una de las señoras de limpieza la vio, incluso intercambió palabras con ella). Por mi lado, me puse a deambular por La Antigua. Compraba cervezas en las llamadas tiendas, y después me iba a tomarlas en plazas, parquecitos, innumerables, parecía, salidos de ningún lado. Es tan raro que una ciudad tan pequeña pueda hacerse tan laberíntica, de pronto. En vano intentaba yo encontrar puntos de referencia. Estaba perdido.
           
Y hasta el cielo, en la mañana tan luminoso y soleado, empezó a adquirir tonalidades grises, un aspecto de lluvia.
           


¿Que si esto era lo que habíamos planeado? No, esto no era exactamente lo que habíamos planeado. No era esta miseria, en definitiva, lo que habíamos querido para la celebración de nuestras nupcias.

Y tan felices que estábamos en el departamento considerando nuestras opciones, con la ayuda de la vieja laptop. ¿Iríamos a Buenos Aires, a San Francisco, a Tenerife? Yo le hacía cosquillas a Sandra, Sandra reía pero intentaba hacerse la seria y la hacendosa, como siempre, mientras leíamos reseñas de destinos turísticos y de hoteles y comparábamos precios.
           
Finalmente caímos en ese website de La Antigua Guatemala, y supimos en el acto que ahí (porque cada una de las fotos que veíamos terminaba en un éxtasis, en una promesa de mediodía) era donde iríamos a celebrar nuestra unión.
           
¿Qué nos llamó la atención de La Antigua? La arquitectura seguramente, el poder histórico del lugar, la atmósfera tan religiosa y fotogénica, los indígenas radiantes, los volcanes pétreos bajo el cielo azul intensísimo, las ruinas como eternidades. 



Un auto del hotel nos llevó directamente del aeropuerto a la ciudad.
           
La primera impresión: deslumbrante. Fueron las flores fucsias, acaso; las mujeres mayas vendiendo sus trajes–poemas; todos esos y esas sensuales turistas; las casas coloniales de viejos y actuales colores, añadiendo leyenda y sentimentalismo a nuestras expectativas.
           
Pasamos enfrente de una iglesia y la persona que nos acompañaba por parte del hotel explicó que allí se encontraba la cripta del Hermano Pedro, y la situación era que yo no sabía quién era el Hermano Pedro.

Lo iba a saber después.  
           
No soy una persona que se maravilla fácilmente, pero he de decir que el aliento lo perdí al entrar al hotel. Fueron los jardines verdes y amarillos y tan nítidos, las fuentes dando su sombra líquida, la serenidad ubicua, y ya en el cuarto, la chimenea, la cama, el cuarto todo, gigantesco, holgadísimo, con un espacio privado además para sentarse al aire libre.
           
Todo era calma, era júbilo, era limpieza, detalle, resplandor. Y el servicio, impecable, empezando con el señor de la recepción, una y otra vez amable.



Ese mismo día fuimos a dar un paseo por La Antigua. Fuimos felices en la llamada calle del arco, visitando las tiendas, luego en el mercado, luego en las ruinas, y luego en los museos. También fuimos a todas esas iglesias de cirios incalculables cuyos nombres no recuerdo (¡fueron tantas además!) y al mirarlas Sandra sintió acaso una especie de llamado interior, porque me compartió que estaba muy emocionada en esos lugares.
           
También hicimos la ruta del Hermano Pedro, y así fue como me enteré por fin quién era este religioso.  
           
Pedro de San José de Betancur, franciscano español, canario, del siglo XVII, y considerado como el San Francisco de Asís de las Américas, o algo parecido. Un ser de austeridades que viajara a la América Central y se dedicara a los pobres, a los desheredados, a los enfermos, a quienes buscaba, campana en mano, diciendo: “Acordaos hermanos que un alma tenemos y que si la perdemos no la recobramos”.
           
La Ruta del Peregrino incluye varios sitios seminales en la vida de este santo: recuerdo un monumento, un museo, una iglesia, una calle. Nunca he sido muy religioso, por tanto me excitó menos este itinerario que a Sandra, a quien, pude notar, le surgió un lado pío que yo no le conocía del todo.
           
Pero que el itinerario no me gustara tanto, y tan exactamente como a Sandra, no quiere decir que, de hecho, no me gustara: pude tomar fotos de iglesias y conventos y parroquias y ermitas. Y tomar fotos de la misma tumba del Hermano Pedro, ubicada en el Templo de San Francisco el Grande.
           
Una cripta muy solemne, con escenas en madera, en donde la gente se pone a rezar con señalada y expansiva devoción, mientras los pedazos de luz buscan entrar por los vitrales, para iluminar a la feligresía, siempre deseosa de milagros. Se lee una inscripción: Santo Hermano Pedro ruega por nosotros.     

Rezos continuos, llantos a veces, un niño llorando berrinchudo.



¿Cómo increar lo creado? Si tan solo no hubiéramos tenido esa estúpida pelea, luego de la cual yo partí, tan encarroñado, hacia plazas y bares, para tomar mezcales y tequilas, junto a extranjeros específicamente desaforados. Si tan solo hubiera yo vuelto al hotel, hecho las paces con Sandra, entonces hoy todo sería distinto.
           
Para ser justos, yo sí tenía la intención original de volver al hotel; y estaba a punto de llegar al mismo, cuando empezó a caer una lluvia fervorosa, alucinatoria, con cara de no querer parar.
           
Así es la vida de hampona, de miserable: cuando finalmente recordé a Sandra, cuando me entró por fin el remordimiento, cuando logré salir del bar neonizado en el cual me hallaba soterrado, cuando finalmente decidí regresar a Sandra, y caminé rumbo a ella, una lluvia empezó a quemarlo todo, con su aguacero morado.
           
Me agarró en el camino, por lo cual decidí guarecerme en el templo que ya antes habíamos visitado, el mismo de la cripta del Hermano Pedro.
           
Los santos en las hornacinas, en la entrada, me vieron cruzar el parqueo, ingresar a la iglesia. Adentro, me recibieron los jesuses sangrientos y petrificados, las vírgenes compungidas, algún ángel armado. Todo quedaba como en la atmósfera de una película: un silencio circunspecto, pero en las bancas, algunas mujeres inmersas en sílabas y letanías sin fin, gastándose los dedos con el rosario infinito, y me pareció escuchar a alguna incluso llorando y otra, exaltada, agradeciendo. Me senté en una banca como en una roca, donde observé la arquitectura, los altares, empecé a sentirme menos ebrio y más contento quizá de estar lejos de las humedades frías, exteriores, de la lluvia, y me dije que había hecho bien en venir aquí.   



Algo hizo que me moviera hacia la cripta del Hermano Pedro. Allí no había nadie, por tanto me senté sin violencia en la banca adosada al muro, vi los arreglos florales, recordé un mural que había visto afuera, el otro día, cuando venimos en excursión. Tenía la ropa empapada, pero me obligaba a no sentir frío, mientras veía a ratos mi celular, quizá esperando una llamada redentora de Sandra, que nunca llegaba. Cerré los ojos, en el espacio ahora silencioso, casi insonorizado, de la cripta.  Cuando los abrí allí estaba ella, como ennegrecida: la vieja. 



Me cuesta admitir que es una visión un poco incómoda, ver a esa anciana tuerta y furtiva, bagazo humano, que pronto empieza a verme con mayor insistencia, con su único ojo disponible, mientras reza cada vez más estrafalariamente. Es, el suyo, un ruego con el tono de una condenada.
           
Somos ella y yo y nadie más. Me dispongo a largarme, pero entonces ella me dirige, evidentemente, la palabra (su voz es ronca y trémula y autoritaria y afable y cruda). Así que, contra mi intención original, me vuelvo a sentar, quizá porque la mirada de su único ojo funcional, y algo amarillento, me deja como congelado.
           
Me hace preguntas, finge interesarse por las respuestas. Me pregunta si estoy casado. Ante su porte y suciedad autocrática, respondo que sí.  
           
Así se va dando esta conversación entre ella y yo. A pesar de su aspecto desaliñado (¿no le van a salir gorgojos de la cabellera, de súbito?) y a pesar de su olor infeccioso (huele un poco a orinal) vamos creando nuestro pequeño momento de intimidad, y poco a poco acabamos entendiéndonos.   
           
También me habla del Hermano Pedro. De sus milagros. De sus sanaciones milagrosas.
           
–Usted también debería rezarle al Hermano Pedro. O va a tener problema con eso del riñón.           
           
–¿Qué cosa del riñón? –le pregunto.
           
–Mijo, tiene que darle tres vueltas a la tumba. Es la única manera.
           
Considero que el asunto todo es una broma, una parodia. Pero de hecho y por desgracia la vieja habla muy en serio.
           
Por supuesto, yo no estoy de humor para darle la vuelta a ningún panteón, pero la vieja insiste, y su tono es ya siniestro. Explica que si no lo hago –tres veces, tres veces, dice, dando un asomo de gravedad a estas palabras– no se va ir el asunto ese del riñón.
           
Así que qué diablos, decido seguirle el juego a la vieja.
           
Circunvalo una primera vez al sepulcro.
           
–¡Tres veces! ¡Son tres veces! –escupe casi la anciana de mil años.
           
Circunvalo una segunda vez la tumba.
           
Pero al terminar esta segunda vuelta, compruebo, estupefacto, que la vieja tuerta y endurecida ya no está.
           
Un soplo, una brisa fría es lo que ha dejado.  



Casi en el acto entra una muchedumbre plural y dúctil de feligreses a la cripta: movimiento, bullicio devorador. Sigo en búsqueda de la vieja, porque no es posible que se haya desvanecido así nomás. ¿Es que estoy así de borracho, aún? Procuro localizarla entre rostros y cuerpos, y a ratos me parece que la veo, pero cuando intento abrirme paso entre los creyentes (para enfado de ellos) vuelve a desaparecer. Salgo del espacio de la tumba y la busco en el crucero central. Una misa ha empezado, y ahora es fisgonear entre las bancas, hasta que envían a alguien a decirme que estoy molestando a la audiencia, que estoy interrumpiendo la misa. Me piden, en resumidas cuentas (me lo pide un pequeño duende de traje patético), que abandone la iglesia. No me queda más remedio que salir, ante la mirada enjuiciadora de los cristianos presentes, quienes antes que yo apareciera vivían en el mejor de los mundos posibles. Verdad es que ya he tenido suficiente.



Agradezco respirar un pedazo del aire refrescado de La Antigua, y me cierro bien la chaqueta. El árbol de la lluvia ha terminado. Solo han quedado los charcos, a medio hacer. Considero ir al hotel –después de todo es hora de reconciliarse con Sandra… Pero por otra parte no tengo ganas de pelearme con ella, nuevamente. Recuerdo la fiesta de la cual René, el tipo de la recepción, me habló por la mañana. Compruebo que tengo los datos de la misma apuntados en el celular. He decidido ir. Una decisión estúpida, como habría de enterarme luego.



Para llegar a la fiesta, tomo uno de esos mototaxis o tuc tucs. Doy la dirección de la fiesta al chofer del mismo, un humanoide estéticamente atrofiado: un homúnculo. “Agárrese”, creo recordar que dijo, y ya vamos a toda velocidad, apasionadamente, por las calles empedradas, irregulares, dentadas, irreconocibles. Entre la risa y el miedo le pido que vaya más despacio, pero no parece tomar nota. Finalmente, se detiene enfrente de un restaurante mexicano. “Allí es”, dice. Pago, y procedo a ingresar al restaurante. Aprendo que la fiesta (me lo indica un mesero) no toma ni tomará lugar en el restaurante, repleto por demás de gringos grasientos: sube uno por una escalerillas discretas, y así se llega a un segundo piso, y luego de pasar por una puerta que un señor muy fornido y con cara de pocos amigos me abre, he llegado a una suerte de ático, y allí el ambiente es completamente distinto al de abajo: una suave música electrónica ha sido liberada en el aire; luces tenues van creando atmósferas penumbrosas y subterráneas; hay un olor unánime a incienso fino; una mujer absolutamente exquisita y sensual, ligeramente vampírica, me ofrece una bebida que no reconozco pero cuyo gusto, sí, aprecio. Me siento en la  barra, porque se sabe que la barra es un buen lugar para sentarse cuando no se conoce a nadie. Yo bebedor, pronto estoy tomándome otro alcohol, y después otro más. De los raros, de los extraños, de los enfermos, de los melancólicos y los pervertidos quizá es esta reunión, y pronto empiezan a haber más y más de ellos. Es una fauna ígnea y sexual. Pronto adivino que la mujer que me recibió con una bebida es de hecho una drag queen, luciente, magnífica. Todos consumen abiertamente droga. Alguien me da a fumar algo, y en ese momento qué sensaciones miríficas recorren mi cuerpo. Comience la orgía, pues. Bailo en la sombra, untado de éxtasis. Bailo solo, con lesbianas, con otros hombres, en una oscuridad que gorjea de placeres y excitaciones mordientes. Me encuentro en un país sobrenatural, en una región disparatada, impúdica. ¿Acaso ignoro, por completo, que estoy casado? No, pero cada vez que aparece en mi mente la imagen ríspida, residual de Sandra, vuelve a disolverse en la suave música del antro. ¿Dónde he dejado mi cámara? ¿En la iglesia? No recuerdo, no me importa, da igual. Una mujer, la cosa más estimulante y palaciega que he visto en vida, se acerca y baila conmigo. Pronto nos estamos besando, sin conocernos, en silencio. Envueltos en la música, que nos lleva al baño en donde le subo la falda, la penetro un poco. Estoy indeciblemente excitado. Ella dice: todavía no. Por tanto volvemos a la pista de baile, seguimos bailando, comulgando uno con el otro, en un rito quemante, perfumado, indecible. Hasta que ella dice querer una cerveza. Ofrezco ir a buscársela. Prefiere ir a buscarla ella, eso dice. Se pierde en la muchedumbre. Sigo bailando, para mi mismo, en la música nacida de la penumbra, escapada de algún crepúsculo de este ático ya sin forma. ¿Será que hay algo afuera de este ático y de esta música? De pronto, alguien me toca suavemente el hombro: es ella, me ha traído una cerveza, que bebo con increíble gozo, con, se diría, concupiscencia. Nos continuamos besando (Celeste, así dijo llamarse) y dándonos más de mil caricias, en la pista de baile. Me siento elevadísimo, afásico, ya borroso. Es como si me fuera a desmayar. Ella me pregunta si estoy bien. Los rostros se presentan ante mí distorsionados, poco certificables. Me tropiezo con la gente. Casi me caigo. Me caigo. No puedo levantarme, me cuesta levantarme. Ella me ayuda, y ya estamos bajando por las escalerillas, hacia el restaurante, y de allí hacia fuera, hacia el carro suyo. Te llevaré a mi hotel, dice. Sí, respondo, pero ya no sé nada, ya no entiendo nada, no puedo dejar los ojos abiertos, siento que algo me succiona, me voy. Escucho apenas una puerta del carro abrirse. Y una voz de hombre, vagamente familiar: ¿ya estuvo? ¿se lo diste? Se lo di, contesta ella. Agregando: ya está tronado. Qué bueno, qué bueno, dice la voz masculina, y antes de desvanecerme por completo, reconozco la voz de René, el recepcionista del hotel, menos afable que en otras ocasiones.



Mal que bien, abro los ojos. El sol me ha despertado, relámpago o cuchillo. Ha vuelto la sensación, el escombro del yo.
           
¿En dónde estoy? ¿Qué pasó?
           
No, no me han quitado un riñón. Me encuentro en un cuarto de hotel que no es mi hotel. No tengo billetera, tampoco celular. Al parecer, tampoco mi cámara de fotos. Me lavo la cara. Salgo al corredor, hasta llegar a lo que parece ser la recepción. Allí hay un tipo de rostro afeado y cainita, en cuyos ojos leo cierta oligofrenia. El tipo me explica que en la noche de ayer unos amigos míos me vinieron a depositar al cuarto, pagando por adelantado la noche.
           
–Usted estaba muy borracho –agrega, sin mover la vista de un pequeño televisor.

           

Desde este hotelucho amarillo y mugriendo he corrido, como un desequilibrado, hasta llegar al hotel, ahora sí el mío, el propio, el verídico, en búsqueda de Sandra.
           
Me encuentro con que Sandra no está en el cuarto. Sus cosas están allí, no ella. Continúo rastreándola afuera del cuarto, pregunto gesticulante a empleados y empleadas. Una de ellas me dice que la vio ayer llorando en el área de juegos del hotel, por la tarde. El señor de la recepción (que no es René) me ayuda, como puede. Ya he probado llamarla al celular, pero la llamada envía ominosamente a buzón. ¿Dónde puede estar? ¿Es que se ha ido, enojada? ¿Pero sin sus cosas? ¿Le ha pasado algo? Siéntese, me dice el recepcionista, no vaya a ser que le de algo. Pero yo ya estoy saliendo ya del hotel.



Durante todo el día me dedico a buscar a Sandra, en cada ruina, en cada iglesia, en cada maldito lugar que se me ocurre. La busco, la estoy buscando en todos lados. Y es inútil. Con el anochecer me rindo, me desplomo en una banca. Sandra no está por ningún lado. Es como si hubiera desaparecido de la realidad. El sentimiento es parecido a la muerte.



¿Es verdad que estoy en la comisaría de La Antigua? Es verdad, y una sensación de seguridad, de confort, no puedo encontrar en esta oficina. Será por el ambiente claustrofóbico y cerrado, o será por el ligero tufo a aguardiente que emana de uno de los policías que me está atendiendo. Pero he pasado ya por tantas cosas, tenido tantos percances, que todo esto ya muy poco me importa.
           
Sin comer, sin billetera, en un estado de crisis nerviosa, con las carnes sucias y aspecto de cloaca, me he desplazado hoy por la mañana al presente lugar, para decir que mi esposa ha desaparecido. Son dos policías los que me atienden (uno de ellos, como ya he dicho, un poco borracho) mientras voy dando mi reporte. Ellos toman notas, y dicen que van a hacer todo lo posible para encontrar a Sandra, pero me basta verlos para saber no es verdad.
           
Terminado el trámite, vuelvo al hotel, con un sentimiento de abatimiento profundo.



Lo cierto es que al día siguiente aparecen en el hotel dos agentes fiscales. Les ofrezco asiento. Entonces me cuentan, me repiten así una y otra vez, como si yo no entendiera, como si yo no computara nada, el suceso horroroso: que encontraron a mi mujer en una casa derruida en un pueblo cercano; que una mujer oyó de lejos sus gritos; que cuando al fin entendió de donde venían, pidió ayuda. Echaron la puerta abajo, y encontraron todo un escenario. Al parecer, le habían sacado un riñón, a Sandra, y allí la tenían en una cama amarilla, mugrienta. La nefrectomía dejó una incisión de unos doce centímetros. Un trabajo profesional, dadas las condiciones. Ella misma habría de contarnos luego, en uno de los pocos momentos suyos de lucidez, cómo la encañonaron, le trabaron la inyección en el cuello, secuestrada en un carro polarizado.
           
Sandra fue trasladada por los bomberos locales a un hospital, cuyo nombre, técnicamente, me rehúso a recordar.



Hemos venido reconstruyendo los sucesos con los investigadores. Un dato puntual: el día que secuestraron a Sandra, ese día, se fue, para no volver, el recepcionista del hotel, René.
           
René, el mismo que me diera los datos de la fiesta, el que dijo llamarse René, ese Calígula.

También el mismo que entró en contubernio con Celeste, la sensual y escalofriante Celeste, para que esta me sedujera, entonces, la noche de la fiesta, poniéndome un narcótico en la cerveza. Sé que me sedaron, me dejaron durmiendo en una habitación de un hotel, a la salida de La Antigua, y mientras yo dormía por la droga, ellos extraían un riñón, un pan sangriento, del costado de mi mujer. 
           
Sandra nos dijo, en otro de sus exiguos momentos de consciencia, que este René la había engañado con una mentira, aquel día. La fue a buscar al cuarto y alarmó diciéndole que algo me había ocurrido, que yo estaba malherido en un bar, que yo mismo había llamado al hotel, pidiendo ayuda. René se ofreció a llevarla y Sandra, en beata, en maniaca preocupación, aceptó, se subió al carro con él, intempestivamente, no supo rechazar el cuento: tal fue su condena. En el carro venía alguien más, acaso Celeste; la sujetaron, le aplicaron un líquido sedante. Más tarde, y ya hecha la operación (por un oscuro doctorcillo sin escrúpulos, lo sabríamos más adelante), la dejarían a su suerte en el cuarto rudimentario de una casa abandonada, en un pueblecillo renqueante, a las afueras de la ciudad de Antigua. 



René se puso a trabajar en el hotel, con el exacto propósito de seleccionar a su víctima entre los huéspedes. Recordemos el formulario que René me dio a llenar, supuestamente para un seguro médico. Fue por medio de este formulario que él pudo tomar nota de varios datos para él importantes, como nuestro tipo de sangre o si habíamos tenido problemas renales de algún tipo. En Sandra, por desgracia, encontraron a la persona precisa que andaban buscando.
           
Advirtamos que René llevaba bastante poco tiempo de trabajar en el establecimiento hotelero, cuando lo del secuestro, según pudimos inquirir eventualmente con el administrador. Administrador que no supo intuir nada fuera de lugar, y es que los papeles de René eran todos falsos, pero muy convincentes. Mientras más averiguábamos, más era el vértigo de ir descubriendo la maldad y la corrupción reinantes en el aparato administrativo guatemalteco.



Cada día que pasa se hace más lóbrego y macilento su semblante, con la infección, menos macizo su rostro, sus ojos van perdiendo el áureo brillo, casi no bebe agua, levanta a ratos una mano horrorizada y tumefacta, que deja caer sin esperanza.
           
He querido llevármela de vuelta a nuestro país, pero los médicos me lo prohíben, una y otra vez.
           
La mayoría del tiempo se halla en una especie de ansiosa inconsciencia, ligeras sacudidas y gritos sin orden, aunque a ratos abre los ojos, procura reconocer el ambiente del cuarto en donde se halla, las paredes blancas blancas: se mira asustada.
           
En todo caso está muy débil; cuando no duerme, delira. La tomo de la mano, cuando estoy con ella, y cuando no voy al Templo de San Francisco el Grande, a rezar a la tumba del Hermano Pedro.
           


Sigo sin entender: ¿por qué ella? ¿por qué no fui yo quien terminara en un cuarto de hospital, murmurando y desvariando, para luego abrir los ojos en una lucidez gélida, mortuoria? Pido perdón a Sandra, de rodillas, por no haber estado con ella cuando debí haber estado con ella; y por no haberle dado tres vueltas a la tumba del Santo, como me lo exigió la vieja. Ella me pone la mano sobre la cabeza, no sabe de qué estoy hablando. Para luego hundirse en la inconsciencia otra vez, dejándome en opresiva orfandad. Daría mis dos riñones y mi vida por salvar a Sandra. Pero ni mis dos riñones ni mi vida pueden salvarla, ya. Cada día voy al templo, busco como loco a una vieja que nadie conoce. La gente del lugar me deja estar. Han escuchado mi historia y la de mi mujer. Nos han dedicado una misa.

Plan B

Se siente bien: el contacto de los pies desnudos con los viejos azulejos, el regaderazo de agua caliente, el casto vapor, en donde planeo quedarme un rato.
           
Tampoco mucho. Después de todo, me estoy alistando para el velorio de mi padre, el orgulloso, el trabajador, asesinado hace unos días, sospecho que voy atrasado. Pero es como si me costara moverme. ¿Qué es este sopor profundo? ¿Por qué no consigo llorar? ¿Pretenderé que estoy triste, en el funeral, mañana?
           
Afuera, Raulito, el perro, ladra.
           
Es cierto que tuve una relación difícil con mi padre. Mi padre nunca apreció del todo mi forma de ser. Y yo he sido uno de esos que no se lleva bien con su padre.
           
En mi infancia, mi padre me hacía la guerra por cualquier babosada, como por ejemplo eso de ir descalzo por la casa.
           
Ir descalzo, eso no.  
           
Y luego si yo decía una cosa, me puteaba; pero si decía exactamente lo inverso, me puteaba igual. Nada le gustaba. Llegando él del trabajo, con su chumpona gris, mi hermana y yo nos íbamos a ocultar a nuestros cuartos. No es que nos pegara o algo así. Lástima que no lo hizo, ahora que lo pienso, porque entonces hubiera sido más fácil decir que era un imbécil. Que lo era.
           
Más tarde, en la adolescencia, fueron los argumentos en la mesa, los pegajosos intercambios, los debates políticos sin fin, las devotas fricciones, los callosos puntos de vista, las podridas subidas de tono. Sus razones eran prehistóricas. Al final opté por el silencio. Qué caso tenía.
           
Mi liberación llegó cuando me mudé a los Estados Unidos, amparado por una beca, en la cual puse todas mis esperanzas. Empezó una época de beatitud, lejos del Intolerante.
           
Y eso: estaba de lo más contento, ayer en la noche, cuando me llamaron –mi madre, mi hermana– para decirme que lo habían matado. Yo estaba con una amiga –una hermosa gringuita (dulce, libertina) que es mi adoración.

Casi ni contesto el teléfono, pero al final contesté, y recibí la estúpida, la nada chistosa noticia. Mi madre, como histérica, mar de llanto.
           
Cuando colgué el teléfono, quedé sentado a la orilla de la cama
           
–What? What´s happening?
           
Decía la gringuita, y cómo explicarle lo del tata, cómo decirle que ese señor que estaba ahí en la foto familiar ya no era ni estaba, que unos extorsionistas habían llegado a la imprenta y lo habían bajado a tiros.
           
Tiros, gritos, sangre.
           
A saber cuánta sangre, y yo no sin querer volver a casa, y menos a un funeral, y menos a este funeral del cabrón intransigente que en realidad era mi viejo y que sin duda prometía –y sigue prometiendo– ser extraño y tremendamente aburrido. Un tonto funeral lleno de tontas personas.
           
–Are you ok? –pregunta la gringuita, con dulce, quebrada voz.
           
Era la pregunta que yo me estaba haciendo a mí mismo. Sin embargo soy de la opinión de que hay preguntas que es mejor no hacerse.
           
Y entonces fue coordinar lo del boleto, hacer en toda premura la maleta, escribir al trabajo y a la universidad: agarrar para Guate, pues.
           
No sé cuánto tiempo esperé en la sala de espera del aeropuerto, con ficha de perdedor o de perdido, casi sin moverme, viendo el gran ventanal. Y nadie supo nunca lo que tuve que pasar después, en el avión, un ataque de pánico como jamás había tenido uno en mi vida. Y me di cuenta que estaba aterrorizado pues ahora iba a volver a Guatemala, a enterrar a mi padre, y que eso significaba que yo iba a tener que hacerme cargo de mi madre, y del negocio, de los asuntos de mi padre, y que eso era algo que yo no estaba dispuesto a hacer. ¿Qué pasaría con la beca, con mi vida en Estados Unidos?

Pero esas cosas le importan muy poco a la vida; la vida tiene siempre un plan B que es de hecho un (irrevocable) plan A. Algo había terminado para mí. Me di cuenta de ello, y una extraña paz, después del pánico, ingresó en mi sistema nervioso.
           
Me hubiera encantado pedir alcohol, pero se trataba un vuelo sin bebidas alcohólicas, y de todos modos ya estaba como ebrio, como dislocado, gelatinoso por dentro, percibiendo –sin computar– a la azafata sonreírle a los otros pasajeros, y por la ventanita el cielo azul disuelto irresponsablemente en el cielo azul. Lo único que me daba ilusión era volver a ver a unos antiguos bróderes: a Rudy en cuenta. 
           
Finalmente algo de mi alrededor me llamó la atención, y provenía de mis vecinos de vuelo, al otro lado del pasillo: un guatemalteco y un guanaco bromeaban, jocosamente, sobre cuál de sus respectivos países era el peor, el más corrupto, el más agresivo. Parecía un juego tierno de ellos, pero de hecho confirmaba algo que he sabido siempre: que entre nosotros los centroamericanos hay a veces un deseo subliminal de ser los más desastrados, los más infaustos, y ya no solo de Centroamérica sino del mundo. Se trata de una especie de sádico orgullo inverso.
           
Si fuera escritor de cine, escribiría un guión para un corto en donde un salvadoreño, un hondureño, un guatemalteco, un nica, están en una cantina, en una mesa. Discuten y compiten sobre cuál de sus respectivos países tiene las mejores tasas de violencia, los índices de maldad más avanzados, los mejores criminales, los estados más perdidos. Una competencia encarnizada y soberbia. Todos defienden el honor nacional. La discusión sube de tono. Al final los tres sacan las armas, y se terminan matando, mutuamente. Como en una película de Tarantino.

Cuando el capitán anuncia que ya hemos llegado a la ciudad de Guatemala, y que estamos a punto de descender, siento un nudo en el vientre, porque sé que tomar un taxi del aeropuerto para ir a abrazar a tu madre, cuando recién ha perdido a su esposo, no puedo ser ni fácil ni bonito.
           
Pero lo hago de todas maneras, salgo del avión, tomo el taxi, le doy a mi madre un abrazo, la siento delgada.
           
Mi hermana, con su pequeño nene, está ahí:

–Qué onda vos –digo al niño.
           
El niño de hecho se parece a mi padre. Pienso que si le quitemos lo nazi y lo cabrón, y las décadas, así debió de verse mi padre, cuando niño.
           
Pero estoy siendo injusto; mi padre también tenía sus virtudes y sus banderas. Es solo que nunca pude apreciarlas, más allá del plano, digamos, conceptual. He de decir que siento raro estar en la casa de mi padre, sin estar mi padre presente. Veo sus objetos (y entre ellos, un viejo sextante que inexplicablemente le acompañó en vida) con cierta curiosidad mórbida.
           
También me entretengo con Raulito, el perro, un siberian husky muy alegre, que me ve y ve mi maleta y mueve la cola y está mugriento. Juego con él un rato, y Raulito está alegre, pero a la vez es como si supiera que algo ha ocurrido.
           
Mi cuarto de antes sigue como antes, aunque está cubierto de un brillo de novedad, la clase de novedad que da la distancia. Me introduzco a la ducha, me preparo para el velorio. Una vez bañado, me siento en la cama. Fumo un cigarro, mientras contemplo los posters, el cadáver de un celular ya descontinuado, la ventanita dando al pequeño jardín clasemediero. Me instalo en un momento en que, casi, siento la presencia de mi padre, su reciedumbre humillante.
           
Hablaré del negocio de mi padre. Mi padre tenía una imprenta en la zona 5. Había empezado como algo muy modesto. Y en cierto modo siguió modesto a lo largo de los años, pero fue haciéndose de sus máquinas, y de sus empleados, a quienes les hablaba como consultor motivacional:
           
–Para atrás ni para agarrar aviada, muchá.
           
Esas cosas.
           
Los clientes confiaban, siendo la ética de trabajo de mi padre impecable, y nunca perdió un día de trabajo, y alguna vez tuvo su infarto. No hizo mucho dinero, y el que hizo le costó demasiado, pienso personalmente.

Personalmente ignoro si a la larga le encantaba hacer lo que hacía, pero lo hacía, aún sabiendo que como negocio no era la gran cosa, que era una mierda de negocio. Mucho sudor, pocas ganancias, irritaciones constantes, la misma rutina vencida heredándose de día en día, más los atrasos inevitables.
           
Llegaron a la imprenta unos mareros del área circundante, reclamando extorsión. Eran dos. Malignos. Altaneros. Pintas. Pidieron su impuesto –en su criptolenguaje de pandilleros. Mi padre los escuchó, paciente. Cuando terminaron de hablar, los echó, impaciente. Los empleados asistieron. No les quedó más remedio que largarse. Pero se retiraron tranquilos, duros, dignos.
           
–Una semana tenés –dijeron. O te bombeamos culero. 
           
Salieron de allí envueltos en una nube electromagnética de soberbia.
           
Podríamos llamar la escena “Movilidad social ascendente”.
           
Pasó la semana, mi padre no cedió. En efecto, un lunes, lo mataron. (Esto me lo va contando mi madre, el labio temblándole, bebiendo de un vasito apurado, afligida.) Cuando iba saliendo del negocio. Tardó en morirse, pero tampoco tanto. Cuando los empleados fueron a ver qué onda, era tarde. Unos lloraban, otros permanecieron en silencio: todos estarán mañana en su funeral, y me darán el pésame: y yo se los daré a ellos.
           
Voy a decir que el cadáver quedó en mal estado. Será un funeral a caja cerrada. Imagino los agujeros, la piel ajada de mi padre. Todo ocurrió un lunes, en una imprenta de la zona 5. Eso fue.
           
No me estimula mucho eso de velar muertos. Aquí es donde yo me vuelvo un cobarde.
           
Llegamos pues con mi madre y hermana a la funeraria en donde será velado mi padre (la tarde acabando de morir). De pronto es el gentío, la incesante marea de individuos de negro, recordándome el horror que me dan las muchedumbres. Al parecer, hay muchos velorios ocurriendo simultáneamente, además del de mi padre. Es irritante, pero también conmovedor. Muchos se acercan a darnos palabras de consuelo. Interminables interacciones. Demasiadas, demasiadas personas, demasiados cuerpos, demasiados campos emocionales frotándose promiscuos unos a otros. Parece mentira que mi padre tuviera tantos amigos. Pero, ah sí, los tenía.
           
Practico abrazos, ensayo palabras de agradecimiento. Tras un primer enfrentamiento con la muchedumbre de luto, me acerco a la caja mortuoria, rodeada de arreglos florales. Allí hay una foto de él, con un aspecto casi amigable. Es una foto antigua, en donde queda consignado que mi padre sonreía.
           
Necesitaré de una buena dosis de fuerza para sobrevivir esta noche. No ha empezado realmente, y ya siento que estoy acabado. 
           
Todos nuestros parientes han venido. Y están los empleados de la imprenta, algunos sentados en los sofás, con planta asustadiza, y los clientes. Mi madre se sienta ella también, y pronto es rodeada por sus propias conocidas; auténtica muralla humana.
           
Junto a mi madre, mi hermana, beata, roca y columna. Tenía razón mi padre cuando decía que mi hermana era mejor persona que yo. Y en efecto, no hay nada en ella que uno pueda considerar egoísta, en el sentido común de la palabra.
           
También se han presentado algunos amigos míos, ya enterados de la noticia. Gente de cuando el colegio, más que nada. He de decir que me da mucho gusto verlos, se refleja eso cuando los voy abrazando.
           
Las horas van pasando. Pregunta mi hermana:
           
–¿No te parecen bonitos los arreglos?
           
No me lo parecían, en especial, pero no lo dije.
           
Luego llega Rudy. A favor de Rudy puedo decir muchas cosas. Puedo decir, en razón de la justicia y la rectitud de la memoria, que siempre fue mi puro partner. Es obvio que le tengo estima. Alguien me tiene que creer cuando digo que Rudy me ha salvado de un millón de clavos, que siempre estuvo allí, cuando lo necesité, que es el único que daría su vida y su hígado por este servidor.
           
Por eso, cuando Rudy me propone que salgamos un rato del velorio, acepto la invitación de inmediato y sin dudar. Aviso a mi madre, que no está muy contenta. Procuro tranquilizarla diciéndole que no tardaré más de una hora. Me ofrece su celular; le digo que no hace falta; cualquier cosa llamo desde el teléfono de Rudy.
           
Y es que necesito respirar un poco.
           
Rudy me propone que vayamos al Parque, lo cual me pone muy contento.
           
Pero antes, me dice, tiene que pasar dejándole algo a su hermana, que está en un concierto.
           
Y hacia el concierto vamos.
           
El concierto toma lugar en una suerte de bodega o galpón gigante, que no conozco. Ya Rudy y yo hemos entrado, y ahora Rudy me avisa que se dispone a buscar a su hermana, y que lo espere un rato.
           
Así que doy una vuelta por ahí y por mi cuenta.
           
En este galpón urbano (que voy cruzando crudamente) adolescentes y jóvenes adultos fuman mota genéticamente alterada, y no me sorprende que lo hagan con cierta delicadeza imbécil que me irrita nuclear y profundamente.
           
Ellos llevan barbas viriles y macizas, aún si son así menudos y femeninos, y ellas anteojos que las hace parecer inteligentes, pero de veras no lo son.
           
Han venido al festival de música, y he venido yo también, y el escenario muestra sus luces parpadeantes, en cualquier caso irritantes, y la música hace horas que empezó, y la noche ha caído. Por todas partes hay una liviandad casi neuroléptica, flotando sobre nosotros, la clase de liviandad que a partir de cierta edad nos exige que nos ahorquemos de una viga.
           
Dicho esto no me siento alienado. Por el momento, me agrada ver a las chavitas de la asistencia con sus sombreritos, sus pequeñas risas mugrientas, y he visto dos o tres suficientemente bonitas, y otra más allá se me figura interesante, hermosa, nupcial, con dos senos menudos, consistentes. ¿Podría tener sexo con ella? Mientras lo pienso, pienso en mi edad, en cómo he desperdiciado el fluido de mi vida, y en cómo me siento tan bien por ello, me invade una definitiva sensación de libertad, una conciencia de no deberle nada a ninguno de estos hijos e hijas de la gran puta.
           
Desgraciadamente, el Escenario ha sido tomado por una banda de tres cabroncitas anoréxicas postpixies bastante glaucas y que a juzgar por las sonrisas que percibo a mi alrededor parecen encantar a la multitud. Fumo un cigarro mientras observo a la caterva que me rodea, hasta que se sube la próxima banda, un dúo electrónico, puede que mexicano, lo distingo a través de la esfera membranosa de pulsiones digitales y filamentales que ellos llaman música, y que a mí se me recicla en basca.
           
No quiero decir lo obvio, pero un Escenario es un lugar sagrado. Me saca de onda cuando cualquier advenedizo sin alma pasa a ocuparlo, y lo ensucia con sus melodías conyugales.
           
Y no: no me siento intimidado. Podría sí sentirme viejo y ectomórfico, sí, en esta muchedumbre horriblemente joven constituida por hijos e hijas de papi. Pero no es así como, en la práctica, me siento.
           
Lo cual no significa que esta música dulce, envolvente, difusa, sea aguantable, aguantable  este público compuesto por jóvenes cuerpos que bajan y suben suavemente la cabeza, como asintiendo, mientras cantan sus cositas en inglés.      
           
Ninguno de ellos puede rivalizar con los sesos desparramados de Cobain en el cobertizo. 
           
Puede que prefiera mi generación a la de ellos. A nosotros nunca nos faltó la ira, ni la entraña. Una tableta no habría sobrevivido a un concierto, en mis tiempos.
           
Estos en cambio son entes considerados, sutiles, no chocantes, no contundentes, nada bacteriales, nerviosamente avanzados, sedosos, inerciales: han sido criados por precisas pantallas inteligentes, y su egoísmo es a veces más repugnante que el nuestro. Consumen todos esos productos arreferenciales. Sus valores y nociones son elásticos, han sido editorializados por las redes sociales, no poseen realidad histórica específica de ninguna clase. Y no hablemos de cómo se drogan: se drogan blandamente, no lo hacen para afirmar o para negar algo, la vida por ejemplo. No viven ni mueren de hecho, y si viven se aseguran de postearlo primero. No escuchan música, la shazamean. No hay sospecha en sus almas. No incendian. ¿Qué los mueve, cuál es su erotismo? Si me lo preguntan, y por la apariencia de las cosas, uno diría que en el fondo nada los mueve, que son seres inmóviles, incluso cuando van en sus putas bicicletas elegantes y remozadas. Se limitan a dejarse habitar por esos estados corpusculares sin peso provenientes de la información cedida por las láminas luminosas de sus teléfonos celulares.
           
Les cosería los teléfonos celulares a sus gargantas.
           
Otra banda ha tomado el Escenario, y esta vez se trata de una agrupación (todos hombres en ella, pero yo les veo vaginitas) que va secretando pequeñas olas de sonido mundano, guitarras cobardemente folk, una voz que, por decirlo todo, debería pagarle derechos artísticos a Morrisey, y que también a ratos introduce narrativas hip hop exaltadas, todo mezclado con graves sintes galácticos/góticos, y pequeños soniditos formalistas atáricos. En breve, un revoltijo acomodaticio y sin jerarquía de ninguna clase.

Veo al vocalista, y puedo asegurar que se trata del típico extracto narcisista que esta generación exuda a chorros.
           
Si fuera escritor de cine, escribiría un guión para un corto en donde una nube de abejorros asesinos asalta un concierto exactamente igual a este.  
           
Los abejorros se introducen en la audiencia, lo cual provoca un pánico delicioso en todos los presentes, que van dejando tiradas sus tabletas y celulares mientras huyen despavoridos. Sus rostros están siendo desfigurados por los aguijones oscuros de los insectos.
           
Los abejorros también atacan al vocalista de la banda en el escenario, lo rodean, lo asfixian y lo destruyen.
           
El cuerpo permanece allí, tumbado y sin vida.
           
Alguien le toma una foto.
           
Y la sube al Facebook.

Eso estoy imaginando, cuando Rudy me alcanza y dice que ya le dio a su hermana lo que le tenía que dar, que nos podemos ir a la verga.
           
Así que nos vamos a la verga.
           
Siempre odié la ciudad de Guatemala, con su larga y ubicua fealdad omnipresente, pero no El Parque. No es que El Parque tenga algo de especialmente bonito; pero fue el hangout en tiempos más asertivos y menos cobardes, tiempos más tiempos, cuando íbamos con nuestras guitarras cachimbeadas a todos lados y las cosas olían a vómito y noche gloriosa. Qué adecuado volver hoy en la noche, como cumpliendo con un viejo pacto tácito, y hablar con Rudy de cosas sin importancia que nos pasaron en el colegio.
           
–¿Te acordás aquella vez que vos, grandísimo imbécil, decidiste que ibas a acostarte con la Sofía mientras sus viejos se supone que dormían en el cuarto de al lado, y luego el papá te salió persiguiendo con un gran cuete? Mirá que sos pendejo.
           
Anécdotas entretenidas como esas tenemos muchas, las vamos contando, rememorando, sin desprecio. 
           
Hemos comprado unas cervezas, y ahora las tomamos tranquilo, apoyados contra el carro, con el único requisito de no hablar de mi viejo. Hemos comprado unas cervezas y verifico que me siento a gusto, lejos del funeral, y a lo lejos una estrella temerosa se desintegra en el espacio, y hablamos de los amigos desaparecidos, de los ahorcados, de los que se pudrieron en los cuarteles de la cotidianidad, de los que cayeron abatidos bajo el peso del sistema, de los que ahora son tedio y ceniza.
           
Una hora acontece así.
           
Hasta que un cuate viene a jodernos la vida. ¿Quién es este sujeto bajito, personajillo de manos grandes, voz ajardinada, pinta de eunuco, entre lazarillo y mercader?
           
El Parque siempre está lleno de sujetos locos y periféricos, con quienes uno se siente muy a gusto. Pero con eso vienen, de vez en cuando, personajes muy desagradables, como este burlesco que se ha acercado a nosotros, además con una niña –pequeña niña indígena, chiquita, dulce, asustada. Es obvio que la niñita no quiere estar aquí.
           
Hablamos –porque ni modo– un rato con el tipo, tan solo para descubrir que el tipo nos está ofreciendo, sorprendente, irreal, inverosímilmente, y en palabras oleaginosas, a la nena, por dinero, dice que podemos hacer con ella lo que queramos, contractualmente. Me da hueva explicar lo sulfurados que nos ponemos, Rudy y yo. Difícil describir el estado de ira en el que nos ha colocado, este pedazo de mierda. Rudy le está discutiendo fuerte, y el otro no parece darse por enterado. Noto que sigue insistiendo con eso de la niña.
           
–Mire, mano –le ofrezco–. A usted verga le va a caer si no deja de hablar muladas. 
           
Entiendo que Rudy de hecho ya le ha pegado un pencazo. Es así de impulsivo. La sangre ha brotado. Rudy continúa dándole riata.
           
He aquí lo ocurre, enseguida:
           
La niña huye como una liebre asustada.
           
Salgo disparado tras ella, proactivamente.
           
Unos majes que están chupando como a veinte metros de nosotros miran la escena.
           
Asumiendo que quiero hacerle algo a la niña.
           
Me alcanzan, amenazantes.
           
Me piden cuentas.
           
Lo niego todo.
           
Le preguntan a la niña.
           
La niña –que resulta ser una pequeña cabrona– me acusa.
           
Que quiero pegarle, dice.
           
Mierda.
           
Ahora ellos me están pegando a mí.
           
Ya me han llevado al bosque cercano.
           
Intento explicarme.
           
Es inútil.
           
Golpe y golpe. 
           
Ya en el suelo.
           
Enjundiosos.
           
He de decir que nunca antes había recibido tamaña vergueada.
           
Me dejan en un arriate, desmayado.
           
Culeros.
           
Por fin, despierto, adolorido. ¿Cuántas horas han pasado…? El Parque está totalmente vacío. Busco a Rudy. No está Rudy: ni él ni su camioneta. Me ha dejado, el verga. Ni están ellos, los que me propinaron la golpiza, ni está el señor y su patoja indígena. No hay nadie. Intento levantarme, y a duras penas lo consigo. ¡El velorio, debo volver al velorio! Camino, como puedo. Estoy hecho una desgracia.
           
Me detengo en una farmacia, de esas que abren 24 horas. La farmacia está iluminada por un poste macilento. Me doy cuenta que entre yo y el farmaceuta –un tipo de cara grasienta y dudosa– hay un grueso vidrio que podría resistir un ataque aéreo.
           
Recordé cierta vez que entré a una farmacia de la zona 1, y estando allí, ingresaron dos individuos, dos cacos de mierda, y la asaltaron. Detrás del mostrador estaba esta señora con grandes anteojos, eso recuerdo. Y aparte otra mujer, que iba a comprar algo. A mí me pusieron la pistola vulgarmente en la sien, y a la farmaceuta le pidieron el billete. A la mujer simplemente le soltaron un plomo. Fue un solo y único balazo, le quitó la vida en el acto.
           
Plan B.
           
El farmaceuta–cerdo me reclama, impaciente:
           
–Señor, ¿en qué lo puedo servir?
           
Pido un desinflamante, algo para el dolor. El tipo me atiende con desconfianza. Luego cigarros. Asegura que se les ha terminado. Pero sé que miente, que lo hace por joderme. Estoy cansado. Sigo caminando. Hay algo de casi heroico, en este mi paso por poco moroso. Prometo a Dios que si me permite llegar a mi destino, lavaré a Raulito, el perro.
           
Es tarde, y en el velorio no hay nadie. Hay algunos, que ni conozco, y que ni me ven, cuando me presento. Mi madre está dormida en un sillón. Mi hermana quién sabe dónde está.
           
Ya siendo sinceros, es reconfortante estar aquí, porque afuera la noche es una rata, una de esas putas ratas peludas que te pueden arrancar un pedazo de dedo de un mordisco. Pero aquí adentro es distinto: aquí se siente una pura, una excepcional paz.
           
Y no es solo la ausencia de personas, no solo los sillones de cuero, la caja pacíficamente rodeada de flores –flores y más flores– y esa agradable sensación de extrañeza que da a veces la muerte, y la mujer rezando en la esquina, más fantasma que mujer. Ojalá la gringuita estuviera conmigo. Pero es evidente que todo eso –la gringuita, los Estados Unidos, la beca– ha, de un modo u otro, terminado.
           
Como algo; bebo café; me limpio y arreglo; me reagrupo. 
           
Si fuera escritor de cine, escribiría un guión para un corto en donde un hijo le da un beso en la frente a su madre, en un funeral.
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