Plan B

Se siente bien: el contacto de los pies desnudos con los viejos azulejos, el regaderazo de agua caliente, el casto vapor, en donde planeo quedarme un rato.
           
Tampoco mucho. Después de todo, me estoy alistando para el velorio de mi padre, el orgulloso, el trabajador, asesinado hace unos días, sospecho que voy atrasado. Pero es como si me costara moverme. ¿Qué es este sopor profundo? ¿Por qué no consigo llorar? ¿Pretenderé que estoy triste, en el funeral, mañana?
           
Afuera, Raulito, el perro, ladra.
           
Es cierto que tuve una relación difícil con mi padre. Mi padre nunca apreció del todo mi forma de ser. Y yo he sido uno de esos que no se lleva bien con su padre.
           
En mi infancia, mi padre me hacía la guerra por cualquier babosada, como por ejemplo eso de ir descalzo por la casa.
           
Ir descalzo, eso no.  
           
Y luego si yo decía una cosa, me puteaba; pero si decía exactamente lo inverso, me puteaba igual. Nada le gustaba. Llegando él del trabajo, con su chumpona gris, mi hermana y yo nos íbamos a ocultar a nuestros cuartos. No es que nos pegara o algo así. Lástima que no lo hizo, ahora que lo pienso, porque entonces hubiera sido más fácil decir que era un imbécil. Que lo era.
           
Más tarde, en la adolescencia, fueron los argumentos en la mesa, los pegajosos intercambios, los debates políticos sin fin, las devotas fricciones, los callosos puntos de vista, las podridas subidas de tono. Sus razones eran prehistóricas. Al final opté por el silencio. Qué caso tenía.
           
Mi liberación llegó cuando me mudé a los Estados Unidos, amparado por una beca, en la cual puse todas mis esperanzas. Empezó una época de beatitud, lejos del Intolerante.
           
Y eso: estaba de lo más contento, ayer en la noche, cuando me llamaron –mi madre, mi hermana– para decirme que lo habían matado. Yo estaba con una amiga –una hermosa gringuita (dulce, libertina) que es mi adoración.

Casi ni contesto el teléfono, pero al final contesté, y recibí la estúpida, la nada chistosa noticia. Mi madre, como histérica, mar de llanto.
           
Cuando colgué el teléfono, quedé sentado a la orilla de la cama
           
–What? What´s happening?
           
Decía la gringuita, y cómo explicarle lo del tata, cómo decirle que ese señor que estaba ahí en la foto familiar ya no era ni estaba, que unos extorsionistas habían llegado a la imprenta y lo habían bajado a tiros.
           
Tiros, gritos, sangre.
           
A saber cuánta sangre, y yo no sin querer volver a casa, y menos a un funeral, y menos a este funeral del cabrón intransigente que en realidad era mi viejo y que sin duda prometía –y sigue prometiendo– ser extraño y tremendamente aburrido. Un tonto funeral lleno de tontas personas.
           
–Are you ok? –pregunta la gringuita, con dulce, quebrada voz.
           
Era la pregunta que yo me estaba haciendo a mí mismo. Sin embargo soy de la opinión de que hay preguntas que es mejor no hacerse.
           
Y entonces fue coordinar lo del boleto, hacer en toda premura la maleta, escribir al trabajo y a la universidad: agarrar para Guate, pues.
           
No sé cuánto tiempo esperé en la sala de espera del aeropuerto, con ficha de perdedor o de perdido, casi sin moverme, viendo el gran ventanal. Y nadie supo nunca lo que tuve que pasar después, en el avión, un ataque de pánico como jamás había tenido uno en mi vida. Y me di cuenta que estaba aterrorizado pues ahora iba a volver a Guatemala, a enterrar a mi padre, y que eso significaba que yo iba a tener que hacerme cargo de mi madre, y del negocio, de los asuntos de mi padre, y que eso era algo que yo no estaba dispuesto a hacer. ¿Qué pasaría con la beca, con mi vida en Estados Unidos?

Pero esas cosas le importan muy poco a la vida; la vida tiene siempre un plan B que es de hecho un (irrevocable) plan A. Algo había terminado para mí. Me di cuenta de ello, y una extraña paz, después del pánico, ingresó en mi sistema nervioso.
           
Me hubiera encantado pedir alcohol, pero se trataba un vuelo sin bebidas alcohólicas, y de todos modos ya estaba como ebrio, como dislocado, gelatinoso por dentro, percibiendo –sin computar– a la azafata sonreírle a los otros pasajeros, y por la ventanita el cielo azul disuelto irresponsablemente en el cielo azul. Lo único que me daba ilusión era volver a ver a unos antiguos bróderes: a Rudy en cuenta. 
           
Finalmente algo de mi alrededor me llamó la atención, y provenía de mis vecinos de vuelo, al otro lado del pasillo: un guatemalteco y un guanaco bromeaban, jocosamente, sobre cuál de sus respectivos países era el peor, el más corrupto, el más agresivo. Parecía un juego tierno de ellos, pero de hecho confirmaba algo que he sabido siempre: que entre nosotros los centroamericanos hay a veces un deseo subliminal de ser los más desastrados, los más infaustos, y ya no solo de Centroamérica sino del mundo. Se trata de una especie de sádico orgullo inverso.
           
Si fuera escritor de cine, escribiría un guión para un corto en donde un salvadoreño, un hondureño, un guatemalteco, un nica, están en una cantina, en una mesa. Discuten y compiten sobre cuál de sus respectivos países tiene las mejores tasas de violencia, los índices de maldad más avanzados, los mejores criminales, los estados más perdidos. Una competencia encarnizada y soberbia. Todos defienden el honor nacional. La discusión sube de tono. Al final los tres sacan las armas, y se terminan matando, mutuamente. Como en una película de Tarantino.

Cuando el capitán anuncia que ya hemos llegado a la ciudad de Guatemala, y que estamos a punto de descender, siento un nudo en el vientre, porque sé que tomar un taxi del aeropuerto para ir a abrazar a tu madre, cuando recién ha perdido a su esposo, no puedo ser ni fácil ni bonito.
           
Pero lo hago de todas maneras, salgo del avión, tomo el taxi, le doy a mi madre un abrazo, la siento delgada.
           
Mi hermana, con su pequeño nene, está ahí:

–Qué onda vos –digo al niño.
           
El niño de hecho se parece a mi padre. Pienso que si le quitemos lo nazi y lo cabrón, y las décadas, así debió de verse mi padre, cuando niño.
           
Pero estoy siendo injusto; mi padre también tenía sus virtudes y sus banderas. Es solo que nunca pude apreciarlas, más allá del plano, digamos, conceptual. He de decir que siento raro estar en la casa de mi padre, sin estar mi padre presente. Veo sus objetos (y entre ellos, un viejo sextante que inexplicablemente le acompañó en vida) con cierta curiosidad mórbida.
           
También me entretengo con Raulito, el perro, un siberian husky muy alegre, que me ve y ve mi maleta y mueve la cola y está mugriento. Juego con él un rato, y Raulito está alegre, pero a la vez es como si supiera que algo ha ocurrido.
           
Mi cuarto de antes sigue como antes, aunque está cubierto de un brillo de novedad, la clase de novedad que da la distancia. Me introduzco a la ducha, me preparo para el velorio. Una vez bañado, me siento en la cama. Fumo un cigarro, mientras contemplo los posters, el cadáver de un celular ya descontinuado, la ventanita dando al pequeño jardín clasemediero. Me instalo en un momento en que, casi, siento la presencia de mi padre, su reciedumbre humillante.
           
Hablaré del negocio de mi padre. Mi padre tenía una imprenta en la zona 5. Había empezado como algo muy modesto. Y en cierto modo siguió modesto a lo largo de los años, pero fue haciéndose de sus máquinas, y de sus empleados, a quienes les hablaba como consultor motivacional:
           
–Para atrás ni para agarrar aviada, muchá.
           
Esas cosas.
           
Los clientes confiaban, siendo la ética de trabajo de mi padre impecable, y nunca perdió un día de trabajo, y alguna vez tuvo su infarto. No hizo mucho dinero, y el que hizo le costó demasiado, pienso personalmente.

Personalmente ignoro si a la larga le encantaba hacer lo que hacía, pero lo hacía, aún sabiendo que como negocio no era la gran cosa, que era una mierda de negocio. Mucho sudor, pocas ganancias, irritaciones constantes, la misma rutina vencida heredándose de día en día, más los atrasos inevitables.
           
Llegaron a la imprenta unos mareros del área circundante, reclamando extorsión. Eran dos. Malignos. Altaneros. Pintas. Pidieron su impuesto –en su criptolenguaje de pandilleros. Mi padre los escuchó, paciente. Cuando terminaron de hablar, los echó, impaciente. Los empleados asistieron. No les quedó más remedio que largarse. Pero se retiraron tranquilos, duros, dignos.
           
–Una semana tenés –dijeron. O te bombeamos culero. 
           
Salieron de allí envueltos en una nube electromagnética de soberbia.
           
Podríamos llamar la escena “Movilidad social ascendente”.
           
Pasó la semana, mi padre no cedió. En efecto, un lunes, lo mataron. (Esto me lo va contando mi madre, el labio temblándole, bebiendo de un vasito apurado, afligida.) Cuando iba saliendo del negocio. Tardó en morirse, pero tampoco tanto. Cuando los empleados fueron a ver qué onda, era tarde. Unos lloraban, otros permanecieron en silencio: todos estarán mañana en su funeral, y me darán el pésame: y yo se los daré a ellos.
           
Voy a decir que el cadáver quedó en mal estado. Será un funeral a caja cerrada. Imagino los agujeros, la piel ajada de mi padre. Todo ocurrió un lunes, en una imprenta de la zona 5. Eso fue.
           
No me estimula mucho eso de velar muertos. Aquí es donde yo me vuelvo un cobarde.
           
Llegamos pues con mi madre y hermana a la funeraria en donde será velado mi padre (la tarde acabando de morir). De pronto es el gentío, la incesante marea de individuos de negro, recordándome el horror que me dan las muchedumbres. Al parecer, hay muchos velorios ocurriendo simultáneamente, además del de mi padre. Es irritante, pero también conmovedor. Muchos se acercan a darnos palabras de consuelo. Interminables interacciones. Demasiadas, demasiadas personas, demasiados cuerpos, demasiados campos emocionales frotándose promiscuos unos a otros. Parece mentira que mi padre tuviera tantos amigos. Pero, ah sí, los tenía.
           
Practico abrazos, ensayo palabras de agradecimiento. Tras un primer enfrentamiento con la muchedumbre de luto, me acerco a la caja mortuoria, rodeada de arreglos florales. Allí hay una foto de él, con un aspecto casi amigable. Es una foto antigua, en donde queda consignado que mi padre sonreía.
           
Necesitaré de una buena dosis de fuerza para sobrevivir esta noche. No ha empezado realmente, y ya siento que estoy acabado. 
           
Todos nuestros parientes han venido. Y están los empleados de la imprenta, algunos sentados en los sofás, con planta asustadiza, y los clientes. Mi madre se sienta ella también, y pronto es rodeada por sus propias conocidas; auténtica muralla humana.
           
Junto a mi madre, mi hermana, beata, roca y columna. Tenía razón mi padre cuando decía que mi hermana era mejor persona que yo. Y en efecto, no hay nada en ella que uno pueda considerar egoísta, en el sentido común de la palabra.
           
También se han presentado algunos amigos míos, ya enterados de la noticia. Gente de cuando el colegio, más que nada. He de decir que me da mucho gusto verlos, se refleja eso cuando los voy abrazando.
           
Las horas van pasando. Pregunta mi hermana:
           
–¿No te parecen bonitos los arreglos?
           
No me lo parecían, en especial, pero no lo dije.
           
Luego llega Rudy. A favor de Rudy puedo decir muchas cosas. Puedo decir, en razón de la justicia y la rectitud de la memoria, que siempre fue mi puro partner. Es obvio que le tengo estima. Alguien me tiene que creer cuando digo que Rudy me ha salvado de un millón de clavos, que siempre estuvo allí, cuando lo necesité, que es el único que daría su vida y su hígado por este servidor.
           
Por eso, cuando Rudy me propone que salgamos un rato del velorio, acepto la invitación de inmediato y sin dudar. Aviso a mi madre, que no está muy contenta. Procuro tranquilizarla diciéndole que no tardaré más de una hora. Me ofrece su celular; le digo que no hace falta; cualquier cosa llamo desde el teléfono de Rudy.
           
Y es que necesito respirar un poco.
           
Rudy me propone que vayamos al Parque, lo cual me pone muy contento.
           
Pero antes, me dice, tiene que pasar dejándole algo a su hermana, que está en un concierto.
           
Y hacia el concierto vamos.
           
El concierto toma lugar en una suerte de bodega o galpón gigante, que no conozco. Ya Rudy y yo hemos entrado, y ahora Rudy me avisa que se dispone a buscar a su hermana, y que lo espere un rato.
           
Así que doy una vuelta por ahí y por mi cuenta.
           
En este galpón urbano (que voy cruzando crudamente) adolescentes y jóvenes adultos fuman mota genéticamente alterada, y no me sorprende que lo hagan con cierta delicadeza imbécil que me irrita nuclear y profundamente.
           
Ellos llevan barbas viriles y macizas, aún si son así menudos y femeninos, y ellas anteojos que las hace parecer inteligentes, pero de veras no lo son.
           
Han venido al festival de música, y he venido yo también, y el escenario muestra sus luces parpadeantes, en cualquier caso irritantes, y la música hace horas que empezó, y la noche ha caído. Por todas partes hay una liviandad casi neuroléptica, flotando sobre nosotros, la clase de liviandad que a partir de cierta edad nos exige que nos ahorquemos de una viga.
           
Dicho esto no me siento alienado. Por el momento, me agrada ver a las chavitas de la asistencia con sus sombreritos, sus pequeñas risas mugrientas, y he visto dos o tres suficientemente bonitas, y otra más allá se me figura interesante, hermosa, nupcial, con dos senos menudos, consistentes. ¿Podría tener sexo con ella? Mientras lo pienso, pienso en mi edad, en cómo he desperdiciado el fluido de mi vida, y en cómo me siento tan bien por ello, me invade una definitiva sensación de libertad, una conciencia de no deberle nada a ninguno de estos hijos e hijas de la gran puta.
           
Desgraciadamente, el Escenario ha sido tomado por una banda de tres cabroncitas anoréxicas postpixies bastante glaucas y que a juzgar por las sonrisas que percibo a mi alrededor parecen encantar a la multitud. Fumo un cigarro mientras observo a la caterva que me rodea, hasta que se sube la próxima banda, un dúo electrónico, puede que mexicano, lo distingo a través de la esfera membranosa de pulsiones digitales y filamentales que ellos llaman música, y que a mí se me recicla en basca.
           
No quiero decir lo obvio, pero un Escenario es un lugar sagrado. Me saca de onda cuando cualquier advenedizo sin alma pasa a ocuparlo, y lo ensucia con sus melodías conyugales.
           
Y no: no me siento intimidado. Podría sí sentirme viejo y ectomórfico, sí, en esta muchedumbre horriblemente joven constituida por hijos e hijas de papi. Pero no es así como, en la práctica, me siento.
           
Lo cual no significa que esta música dulce, envolvente, difusa, sea aguantable, aguantable  este público compuesto por jóvenes cuerpos que bajan y suben suavemente la cabeza, como asintiendo, mientras cantan sus cositas en inglés.      
           
Ninguno de ellos puede rivalizar con los sesos desparramados de Cobain en el cobertizo. 
           
Puede que prefiera mi generación a la de ellos. A nosotros nunca nos faltó la ira, ni la entraña. Una tableta no habría sobrevivido a un concierto, en mis tiempos.
           
Estos en cambio son entes considerados, sutiles, no chocantes, no contundentes, nada bacteriales, nerviosamente avanzados, sedosos, inerciales: han sido criados por precisas pantallas inteligentes, y su egoísmo es a veces más repugnante que el nuestro. Consumen todos esos productos arreferenciales. Sus valores y nociones son elásticos, han sido editorializados por las redes sociales, no poseen realidad histórica específica de ninguna clase. Y no hablemos de cómo se drogan: se drogan blandamente, no lo hacen para afirmar o para negar algo, la vida por ejemplo. No viven ni mueren de hecho, y si viven se aseguran de postearlo primero. No escuchan música, la shazamean. No hay sospecha en sus almas. No incendian. ¿Qué los mueve, cuál es su erotismo? Si me lo preguntan, y por la apariencia de las cosas, uno diría que en el fondo nada los mueve, que son seres inmóviles, incluso cuando van en sus putas bicicletas elegantes y remozadas. Se limitan a dejarse habitar por esos estados corpusculares sin peso provenientes de la información cedida por las láminas luminosas de sus teléfonos celulares.
           
Les cosería los teléfonos celulares a sus gargantas.
           
Otra banda ha tomado el Escenario, y esta vez se trata de una agrupación (todos hombres en ella, pero yo les veo vaginitas) que va secretando pequeñas olas de sonido mundano, guitarras cobardemente folk, una voz que, por decirlo todo, debería pagarle derechos artísticos a Morrisey, y que también a ratos introduce narrativas hip hop exaltadas, todo mezclado con graves sintes galácticos/góticos, y pequeños soniditos formalistas atáricos. En breve, un revoltijo acomodaticio y sin jerarquía de ninguna clase.

Veo al vocalista, y puedo asegurar que se trata del típico extracto narcisista que esta generación exuda a chorros.
           
Si fuera escritor de cine, escribiría un guión para un corto en donde una nube de abejorros asesinos asalta un concierto exactamente igual a este.  
           
Los abejorros se introducen en la audiencia, lo cual provoca un pánico delicioso en todos los presentes, que van dejando tiradas sus tabletas y celulares mientras huyen despavoridos. Sus rostros están siendo desfigurados por los aguijones oscuros de los insectos.
           
Los abejorros también atacan al vocalista de la banda en el escenario, lo rodean, lo asfixian y lo destruyen.
           
El cuerpo permanece allí, tumbado y sin vida.
           
Alguien le toma una foto.
           
Y la sube al Facebook.

Eso estoy imaginando, cuando Rudy me alcanza y dice que ya le dio a su hermana lo que le tenía que dar, que nos podemos ir a la verga.
           
Así que nos vamos a la verga.
           
Siempre odié la ciudad de Guatemala, con su larga y ubicua fealdad omnipresente, pero no El Parque. No es que El Parque tenga algo de especialmente bonito; pero fue el hangout en tiempos más asertivos y menos cobardes, tiempos más tiempos, cuando íbamos con nuestras guitarras cachimbeadas a todos lados y las cosas olían a vómito y noche gloriosa. Qué adecuado volver hoy en la noche, como cumpliendo con un viejo pacto tácito, y hablar con Rudy de cosas sin importancia que nos pasaron en el colegio.
           
–¿Te acordás aquella vez que vos, grandísimo imbécil, decidiste que ibas a acostarte con la Sofía mientras sus viejos se supone que dormían en el cuarto de al lado, y luego el papá te salió persiguiendo con un gran cuete? Mirá que sos pendejo.
           
Anécdotas entretenidas como esas tenemos muchas, las vamos contando, rememorando, sin desprecio. 
           
Hemos comprado unas cervezas, y ahora las tomamos tranquilo, apoyados contra el carro, con el único requisito de no hablar de mi viejo. Hemos comprado unas cervezas y verifico que me siento a gusto, lejos del funeral, y a lo lejos una estrella temerosa se desintegra en el espacio, y hablamos de los amigos desaparecidos, de los ahorcados, de los que se pudrieron en los cuarteles de la cotidianidad, de los que cayeron abatidos bajo el peso del sistema, de los que ahora son tedio y ceniza.
           
Una hora acontece así.
           
Hasta que un cuate viene a jodernos la vida. ¿Quién es este sujeto bajito, personajillo de manos grandes, voz ajardinada, pinta de eunuco, entre lazarillo y mercader?
           
El Parque siempre está lleno de sujetos locos y periféricos, con quienes uno se siente muy a gusto. Pero con eso vienen, de vez en cuando, personajes muy desagradables, como este burlesco que se ha acercado a nosotros, además con una niña –pequeña niña indígena, chiquita, dulce, asustada. Es obvio que la niñita no quiere estar aquí.
           
Hablamos –porque ni modo– un rato con el tipo, tan solo para descubrir que el tipo nos está ofreciendo, sorprendente, irreal, inverosímilmente, y en palabras oleaginosas, a la nena, por dinero, dice que podemos hacer con ella lo que queramos, contractualmente. Me da hueva explicar lo sulfurados que nos ponemos, Rudy y yo. Difícil describir el estado de ira en el que nos ha colocado, este pedazo de mierda. Rudy le está discutiendo fuerte, y el otro no parece darse por enterado. Noto que sigue insistiendo con eso de la niña.
           
–Mire, mano –le ofrezco–. A usted verga le va a caer si no deja de hablar muladas. 
           
Entiendo que Rudy de hecho ya le ha pegado un pencazo. Es así de impulsivo. La sangre ha brotado. Rudy continúa dándole riata.
           
He aquí lo ocurre, enseguida:
           
La niña huye como una liebre asustada.
           
Salgo disparado tras ella, proactivamente.
           
Unos majes que están chupando como a veinte metros de nosotros miran la escena.
           
Asumiendo que quiero hacerle algo a la niña.
           
Me alcanzan, amenazantes.
           
Me piden cuentas.
           
Lo niego todo.
           
Le preguntan a la niña.
           
La niña –que resulta ser una pequeña cabrona– me acusa.
           
Que quiero pegarle, dice.
           
Mierda.
           
Ahora ellos me están pegando a mí.
           
Ya me han llevado al bosque cercano.
           
Intento explicarme.
           
Es inútil.
           
Golpe y golpe. 
           
Ya en el suelo.
           
Enjundiosos.
           
He de decir que nunca antes había recibido tamaña vergueada.
           
Me dejan en un arriate, desmayado.
           
Culeros.
           
Por fin, despierto, adolorido. ¿Cuántas horas han pasado…? El Parque está totalmente vacío. Busco a Rudy. No está Rudy: ni él ni su camioneta. Me ha dejado, el verga. Ni están ellos, los que me propinaron la golpiza, ni está el señor y su patoja indígena. No hay nadie. Intento levantarme, y a duras penas lo consigo. ¡El velorio, debo volver al velorio! Camino, como puedo. Estoy hecho una desgracia.
           
Me detengo en una farmacia, de esas que abren 24 horas. La farmacia está iluminada por un poste macilento. Me doy cuenta que entre yo y el farmaceuta –un tipo de cara grasienta y dudosa– hay un grueso vidrio que podría resistir un ataque aéreo.
           
Recordé cierta vez que entré a una farmacia de la zona 1, y estando allí, ingresaron dos individuos, dos cacos de mierda, y la asaltaron. Detrás del mostrador estaba esta señora con grandes anteojos, eso recuerdo. Y aparte otra mujer, que iba a comprar algo. A mí me pusieron la pistola vulgarmente en la sien, y a la farmaceuta le pidieron el billete. A la mujer simplemente le soltaron un plomo. Fue un solo y único balazo, le quitó la vida en el acto.
           
Plan B.
           
El farmaceuta–cerdo me reclama, impaciente:
           
–Señor, ¿en qué lo puedo servir?
           
Pido un desinflamante, algo para el dolor. El tipo me atiende con desconfianza. Luego cigarros. Asegura que se les ha terminado. Pero sé que miente, que lo hace por joderme. Estoy cansado. Sigo caminando. Hay algo de casi heroico, en este mi paso por poco moroso. Prometo a Dios que si me permite llegar a mi destino, lavaré a Raulito, el perro.
           
Es tarde, y en el velorio no hay nadie. Hay algunos, que ni conozco, y que ni me ven, cuando me presento. Mi madre está dormida en un sillón. Mi hermana quién sabe dónde está.
           
Ya siendo sinceros, es reconfortante estar aquí, porque afuera la noche es una rata, una de esas putas ratas peludas que te pueden arrancar un pedazo de dedo de un mordisco. Pero aquí adentro es distinto: aquí se siente una pura, una excepcional paz.
           
Y no es solo la ausencia de personas, no solo los sillones de cuero, la caja pacíficamente rodeada de flores –flores y más flores– y esa agradable sensación de extrañeza que da a veces la muerte, y la mujer rezando en la esquina, más fantasma que mujer. Ojalá la gringuita estuviera conmigo. Pero es evidente que todo eso –la gringuita, los Estados Unidos, la beca– ha, de un modo u otro, terminado.
           
Como algo; bebo café; me limpio y arreglo; me reagrupo. 
           
Si fuera escritor de cine, escribiría un guión para un corto en donde un hijo le da un beso en la frente a su madre, en un funeral.
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