Amor teatral sobre la arena de las cuatro y treinta y dos de la madrugada. Hicieron el amor teatralmente. ¿Y cómo iba a ser de otro modo? Edificaron una función emocionante de cortejo y conquista a lo largo de la jornada, una jornada larga que se introdujo en la noche como una lengua. Un flirteo de diez y siete horas y media en total. Pura fascinación mutua, culminando gloriosamente en una asamblea amatoria sobre la arena húmeda y fresca de las cuatro y treinta y dos de la madrugada. El papel de sus vidas.
O casi. En realidad se equivocaron un poquito, al final. Más bien él, responsable de eyacular, pero también ella, por no avisar que no se podía.
Y sin embargo dispusieron, quizá por la hora y el cansancio postcoito, que no iba a pasar nada, ni ella quedar embarazada, ni él arruinar su vida, es decir su vida de casado.
Durmieron juntos, desnudos, y el calor temperamental del lago de Izabal los despertó a las once y diez y nueve de la mañana. Entonces, al abrir los ojos, cayeron en cuenta que apenas se conocían; que la habían cagado.
Fabiana había tenido un aborto ya, no era cuestión de abortar de nuevo. El día estaba espectacular pero ella embarazada, y pensando o tratando de pensar en medio de un pánico que aumentaba cada minuto como el calor que menstruaba sus ondas sobre el vaporoso lago, se le ocurrió, como por milagro, algo. La píldora del día siguiente.
La píldora del día siguiente. ¿Y no es verdad que su amiga Sheila le estaba hablando la otra noche sobre esta píldora espectacular? Le comentó a Douglas y Douglas se puso bastante contento. Pero Fabiana le advirtió:
–Tengo que tomarla ahorita.
Ahorita están subidos en la camioneta, doce y cuarenta y dos del medio día, avanzando a toda velocidad sobre la carretera salivosa. Los paisajes laterales, visitados por el viento, no son más que minúsculos poblados, efímeros olores, vacas.
La idea básica es hallar un pueblo más o menos decente; ir a la farmacia; adquirir el producto; consumirlo en el acto; regresar al lago.
–Un plan simple –dice Douglas, tratando de presentarse ante Fabiana como un hombre seguro. Pero en realidad se siente menos seguro de lo que quisiera: tiene miedo, detesta a Fabiana por estar embarazada.
Miedo de perder a su familia, a sus dos hijas: pequeña Miriam, amada Claudia. Incluso miedo de perder a su esposa –quién lo hubiera pensado.
Fabiana está consciente de la ira de Douglas. Lo que la entristece, sin embargo, es sobre todo la evidencia de su propia verdad biológica: ser mujer es lo más desastroso y accidental que le puede suceder a alguien en la vida. Y se pone la mano sobre el vientre: algo ya está gestándose allí, acaso otra mujer.
Y le dan ganas de vomitar. Y se lo dice a Douglas. Y Douglas piensa: ésta quiere vomitar porque está embarazada. Fabiana exige algo de tomar, es preciso detener la caminoneta a un lado del camino, en un puesto, comprar una coca–cola. Douglas reclama, porque el tiempo apremia, pero es cierto que Fabiana está verde, no es cuestión de que vomite adentro del carro.
Un Golf negro repleto de adolescentes borrachos parquea detrás de la camioneta: una tempestad de risas fastidiosas, mágicamente estúpidas. Dos de ellos se bajan a comprar cervezas; saludan; el lenguaje que utilizan para comunicarse es inclasificable: es el lenguaje de la ebriedad más avanzada, el lenguaje que se usa en el planeta de las Botellas Vacías de Vodka. Y ahora van a pasar al planeta de las Latas Llenas de Cerveza. Douglas saca nerviosamente una mano del bolsillo para aplastar un mosquito posado en su mejilla; lo mata, pero el mosquito ha dejado una mácula desagradable y demasiado roja. Fabiana está vomitando, efectivamente: una colección de residuos alimenticios tan inclasificable como el lenguaje de los adolescentes.
Se suben éstos al Golf negro, y al momento de arrancar pasan rayando un costado de la camioneta. Es todo lo que Douglas necesita para reventar. Douglas se aprovecha de este momento huérfano para gritar como un desquiciado y maldecir como un poseso. Los gestos de Douglas copian, transcriben la inconformidad que lleva dentro. Los adolescentes en cambio utilizan el instante para reír más y más a gusto. Y se van, dejando atrás un espacio y una especie de humillación. Douglas no los puede seguir, porque Fabiana está en el trance espasmódico del vómito. Lívido, busca el arma debajo del asiento, les va a disparar, pero ha dejado el arma en el hotel. Y todo culpa de Fabiana.
No la insulta, pero indica secamente:
–Ya es suficiente. Vamos. Y cuidado me vomitás el carro.
Una y veinte de la tarde. El pueblo más próximo está solamente a quince minutos. Douglas no está seguro si hallarán en semejante lugar la píldora ambicionada: es un pueblo muy pequeño. Pero a estas alturas del partido, ¿quién es Douglas para darse el lujo del escepticismo?
La camioneta rodando por el camino polvoriento atrae la atención de los habitantes de rostros pastosos. No son rostros amables. Son rostros inexpresivos, o quizá la única expresión en ellos es un rencor calcinado por los soles desprestigiados del trópico. Aquí, hombres y mujeres se pudren en lentas hamacas que oscilan como péndulos, del tedio al hastío, y viceversa.
El pueblo cuenta apenas con dos farmacias: ¡dos farmacias! En la primera farmacia, el dependiente no sabe ni siquiera qué es eso de la pastilla del día siguiente. Es un peón de camisa blanca, moreno y mozo y bruto y bueno. Se toma la molestia –inútil, por demás, Douglas sabe que es una molestia inútil– de llamar por teléfono al dueño de la farmacia –ya que él es un simple dependiente y no sabe de esas cosas– para así preguntarle si tienen el mentado producto:
–Dice el señor que no, que lo siente mucho.
–Te dije que no valía la pena llamar –Douglas de esta manera recrimina al peón de camisa blanca.
En la farmacia número dos, la señora que atiende sabe perfectamente cuál es la píldora del día siguiente, y con una voz antipática, altiva y francamente moralista, declara:
–En esta farmacia no vendemos eso.
Ahora es Fabiana la que está enfurecida. Ahora es Fabiana la que responde con la cólera más grande:
–Pues deberían. Talvez así en este pueblo de mierda habrían menos hijas de la gran puta como usted, vieja cerota.
Dos en punto de la tarde. Fabiana está a punto de ceder a la histeria. Se queja, entre otras cosas, así:
–Si esto fuera España –dice– esto no estaría pasando. Podrías entrar a cualquier farmacia y en cualquier farmacia te venderían la puta pastilla.
Al salir por el mismo camino polvoriento por el cuál habían previamente entrado, los mismos rostros pastosos redoblan su rencor. Como si con la sola expresión estuviesen indicando: “No los queremos aquí. Ustedes no son bienvenidos aquí. Si ustedes siguen aquí les vamos a hacer algo muy malo”.
Es largo y repetido el silencio que se instala dentro del carro. Dos y veintiocho de la tarde. Fabiana sabe que es necesario tomar la pastilla antes de que transcurra cierta cantidad de horas, pero no sabe cuántas, lo cuál la pone nerviosa. Le gustaría llamar a Sheila para preguntarle, pero el celular no da señal. De la escena tórrida y vehemente de ayer, del sexo florecido anatómico de ayer, del jadeo irrevocable y los alientos irreales de ayer, nada ha quedado, salvo ansiedad. Douglas tiene hambre, cierta impresión exánime y decadente en el vientre. Fabiana observa escrupulosamente delante de sí, recibe con su silencio las curvas imprevisibles pero a la vez iguales de la carretera. Se hace visible la entrada a otro pueblo, pero Douglas decide seguir:
–Vamos a ir hasta Puerto Barrios, porque aquí tampoco vamos a encontrar ni mierda.
Hacia las tres y treinta de la tarde, llegan a Barrios. Hitler, en momentos de desesperación, también acudió a una pastilla, en su caso era una pastilla de cianuro. Se suicidó, según el criterio oficial, a las tres y treinta minutos de la tarde. Eva Braun murió a las quince y veintiocho minutos, dos minutos antes que su esposo. En realidad nada de esto está confirmado. Otros afirman que se pegaron un tiro. Y otros que la pareja emigró a Sudamérica.
Douglas no está pensando en Hitler, por supuesto, sino en la hora. El tiempo circula, enfermo de instantes. Si no encuentran la píldora en Barrios, entonces habrá que regresar a ciudad de Guatemala. Pero acaso ya será demasiado tarde –ocho y treinta de la noche– cuando lleguen.
Barrios es un pueblo que no ofrece interés alguno al turista, excepto a aquellos que buscan diversión en los burdeles y no le temen al sida. Barrios es en realidad igual al pueblo anterior si bien más grande (“En esta farmacia no vendemos eso”, dijo la señora, con su cara de súcubo indignado y deforme). Cuánto polvo, Dios mío. Polvo por doquier.
Ningún consuelo para Douglas y Fabiana, que se dejan golpear otra vez por la evidencia: la mayor parte de las farmacias están cerradas (después de todo, es Semana Santa), otras abiertas pero no venden la píldora, y Barrios definitivamente no es España. Si Fabiana y Douglas leyesen alguna vez el periódico sabrían que el “anticonceptivo de emergencia” está de hecho prohibido en Guatemala, por su finalidad abortiva. Las cevicherías vomitan música y entusiasmo, las putas ganan mejor en Miércoles Santo que en cualquier miércoles del año, los niños juegan con juguetes de plástico. Fabiana piensa que deberían de probar suerte en Aprofam (Asociación Pro-Bienestar de la Familia de Guatemala) y eso es lo que hacen, primero averiguar la dirección, luego dirigirse al lugar, pero sucede que Aprofam cierra a las cuatro de la tarde y son las cuatro y diez y Fabiana se pone francamente a llorar.
Douglas acepta esta derrota, incluso dice a Fabiana, con dulzura:
–Vámonos a la ciudad. Vámonos de aquí. Vámonos ya.
Douglas retrocede el carro, solamente desea irse; en el acto atropella a un niño, un niño minúsculo. Por fortuna, no está muerto. No, no… respira, abre sus ojitos que son negros, que son negros. Douglas agradece a Dios, por no haber permitido la muerte del infante. Un señor sale de la cantina de enfrente, gritando y haciendo grandes gestos desmedidos:
–¡Rubén!, ¡Rubencito!, ¡hijo mío!, ¿qué te han hecho, hijo mío?
Y desenvaina un machete:
–Me mataron a mi Rubén. Ahora van a ver… ¡asesinos!
El señor que está haciendo el escándalo se llama Víctor Manuel Orozco Barrios. Es Mecánico. Empedernido visitante de cantinas, sobre todo desde que atropellaron a su mujer en Los Amates, dos narcotraficantes que venían mimando una borrachera de cuatro días. Víctor Manuel Orozco Barrios quedó viudo y con un hijo de un año: ahora el crío tiene cuatro, y yace en el suelo irregular de la calle, pero el resto del tiempo está junto a su papá en las cantinas muy autóctonas de Puerto Barrios, acompañándolo. Cuando su papá está muy borracho, le pega a su hijo Rubén: una cachetada, una trompada, a veces una patada. Pero lo quiere. Lo quiere tanto que ahora está dispuesto a matar a Douglas con el filo oscuro de su machete, en acto de venganza:
–¡Primero atropellan a mi mujer, ahora a mi hijo! ¡¿Por qué, Dios mío, por qué?!
Desesperado, Douglas intenta hacerlo entrar en razón. Que no está muerto. Que está respirando. Que mejor llevarlo al doctor. Pero Victor Manuel Orozco Barrios no entiende y no quiere entender. A punto está de zamparle el primer machetazo a Douglas, cuando el niño abre bien sus ojitos, que son negros, que son negros, y se queda muy callado viéndolo todo, entonces su papá se arrodilla para abrazarlo:
–¡Perdón, mi Rubencito, perdón!
Víctor Manuel Orozco Barrios siente una gran vergüenza porque se mantiene libando, y mantiene a su hijo jugando en las cantinas.
Desgraciadamente, los borrachos son imprevisibles. Es cierto que Víctor Manuel Orozco Barrios está feliz, sintiendo el cuerpecito vivo y contemporáneo, moreno y tropical, de su hijo, como una obra maestra de la creación. Pero aunque Víctor Manuel Orozco Barrios está feliz, eso no logra desarticular ni la ira ni el susto que se ha introducido en su sistema como un virus cibernético, así que prosigue con la intención original de trocear a Douglas, porque después de todo no mató a su hijo, pero casi. Con lo cuál aparta al pequeño con toda la gravedad del caso, y con la aprobación legal del sol ardiente, levanta el arma sobre su cabeza.
Uno y dos segundos antes del sablazo, Douglas acierta a decir:
–¡No, por favor! ¡Mi mujer está embarazada!
Eso detiene a Víctor Manuel Orozco Barrios. Lo detiene por segunda vez. Lo detiene en seco. Douglas no es maestro alguno en artes psicológicas o inteligencia emocional, dijo lo primero que se le vino a la mente, pero funcionó. El Mecánico desvía lentamente su mirada hacia Fabiana, a quien no ha visto en todo el altercado; sus piernas blancas, flacas, tristes lo conmueven. Fabiana, quebradiza, llorando, con el maquillaje corrido, y ambas manos sobre una panza en realidad inexistente, dice, con oportuna habilidad histriónica:
–Nos enteramos ayer. Por favor, no me deje sola con el niño.
Eso basta para partir en cuatro pedazos el corazón de Víctor Manuel Orozco Barrios, quien cae al suelo otra vez, con más dolor:
–¡Perdóname, Dios mío! ¡Perdóname! –Víctor Manuel Orozco Barrios está viviendo en carne propia una de esas rancheras que tanto placer le provocan, llora largo y tendido, palpita como un pescado fuera del agua.
Víctor Manuel Orozco Barrios es como un gran ovario con cáncer. Extirpa el cáncer con grandes gemidos quirúrgicos.
Hasta que interrumpe la lloradera, y declara con tono autoritario:
–Vamos a celebrar con guaro. La dama está embarazada.
Y en el acto se presenta:
–Mi nombre es Víctor Manuel Orozco Barrios.
Los tres o cuatro mirones que están viendo la telenovela aprueban con un aplauso. Fabiana no está muy contenta pero Douglas no piensa restañar la iniciativa con evasivas o subterfugios: bien puede el Mecánico empuñar otra vez el machete, no es cuestión de provocarlo. Cuatro y cincuenta y uno de la tarde. El mesero lleva los octavos. Víctor Manuel Orozco Barrios los abre con la destreza del experto. Fabiana declina la invitación, con el pretexto de que está embarazada; a Douglas no le queda más remedio que mezclar el aguardiente con la coca–cola, hacer el brindis de rigor, verificar la castidad rústica del alcohol en su garganta, y principiar una reunión que dura en adelante exactamente tres horas.
En esas tres horas, Víctor Manuel Orozco Barrios, Douglas, y los tres o cuatro mirones (que ya no son mirones, que ya se han incorporado formalmente a la dinámica) piden más octavos, brindan por Fabiana innumerables veces, cantan como almas agonizantes, lloran y reclaman, desentonan y ceden completamente a la idiotez. Es decir que se ponen completamente a verga. Uno de los mirones, cuyo nombre es Ronaldo Cifuentes Cruz Ríos, cuenta su historia: lo recluta a la fuerza el ejército y termina de kaibil en el Petén; se la pasa diez años buscando guerrilleros y violando indígenas en los poblados; se le arruina el estómago por comer pollos crudos; terminada la guerra, se queda sin nada.
Douglas lo estudia desde su borrachera; siempre imaginó a los kaibiles como varones míticos, guerreros de una estirpe fundacional, fornida y severa. Y en cambio Ronaldo Cifuentes Cruz Ríos es un tipejo enclenque, de pulso trémulo y voz disminuida. A lo mejor está mintiendo, concluye Douglas.
Más sucio y más divertido el relato de Franklin Edgardo Fernández Portillo, otro de los mirones. Un día llega a su casa después del trabajo (también Mecánico, por cierto, como Víctor Manuel Orozco Barrios) luego de una intensa jornada, solamente para encontrar a su esposa hablando sola y con los pelos en desorden y hablando sola pero más que nada dando alaridos. Al parecer había ahogado a tres de sus hijos en la pila, y ya se disponía a ultimar el cuarto. Los vecinos tenían conocimiento de que la señora le pegaba a los patojos, pero nadie imaginó que era capaz de llevar las cosas a tales consecuencias. Los menores, además de muertos: irreconocibles; mordidos; quemados; cortados; desfigurados. Franklin Edgardo Fernández Portillo no tuvo más remedio: “La tuve que meter presa”, y los policías se la llevaron, de vez en cuando le metían un putazo, para que dejara de alegar.
Faviana escucha estas historias con creciente asco. Otra vez las náuseas, otra vez el marcado deseo de vomitar. Arroja allí mismo, en la cantina. Se arquea, y luego de una sacudida, alcanza a expulsar una baba más bien circunspecta. “Es que no ha comido nada en todo el día”, sugiere Douglas a modo de explicación: “No tiene nada en el estómago”. Los borrachos de la cantina saben exactamente lo que es vomitar sin nada en el estómago. Es algo que les pasa todo el tiempo. Por lo mismo, en ese momento desarrollan todos un cariño especial y gregario por Fabiana, un cariño de borrachos, que ya es uno de ellos.
Pero Fabiana ya está harta: y se quiere ir. Amenazante, le indica a Douglas:
–Douglas: es hora.
A Douglas no le gusta que su mujer (en realidad no es su mujer, en realidad casi ni la conoce) le diga que tiene qué hacer delante de sus amigos (en realidad no son sus amigos, en realidad los acaba de conocer):
–Andá al carro, ya llego –impugna, con rapidez taxativa, Douglas.
Fabiana se despide de Víctor Manuel Orozco Barrios, y de los mirones, entre resignada y furiosa. Víctor Manuel Orozco Barrios todavía exclama:
–¡Aplausos para la dama embarazada!
Y aplausos para la dama embarazada.
Fabiana, humillada, se acuesta en el sillón trasero de la camioneta. Ni siquiera tiene ganas de llorar. Las cosas son así. Fabiana duerme.
Y cuando ya está en lo más profundo del sueño, en esa región apetecida por todos los desahuciados del mundo, por todos aquellos que ya están hartos de vivir, por los presos y los canallas, por los asesinos y los nostálgicos, esa región en donde el dolor cesa y no insiste, lento, tibio, un ruido la despierta nomás: una pelota de fútbol que ha rebotado en el vidrio lateral. Fabiana, se incorpora, y aún algo dormida, aún en lo más inaudible de su inconsciencia, percibe a Rubén, a Rubencito, el hijo de Víctor Manuel Orozco Barrios, jugando a la pelota, inocentemente.
Rubén está jugando a la pelota, afuera de la cantina. Una brisa crepuscular pasa y envuelve al niño, lamiendo sus movimientos francos y nuevos. Percibe Fabiana la sonrisa que Rubén esgrime para nadie en particular, para sí mismo acaso (es que no se sabe observado por Fabiana), acaso para el vientecillo sensible del crepúsculo. La calle sin nadie –sin nadie, salvo Rubén, salvo Fabiana– se deja inundar por una luz rojiza y peripuesta, la más enternecedora de todas las luces. Fabiana la siente hasta en las venas.
–Que se joda Douglas: yo voy a tener este hijo –dice en voz alta Fabiana.
Y se baja del carro, y habla con Rubén, y esa conversación es como una flor, como una confesión, como una fotografía tomada desde el rincón más dulce de la eternidad, minuto entrecomillado por la mano experta del destino…
Douglas sale de la cantina. Está borracho. Tan borracho que se pone a hacer payasadas delante de Fabiana y Rubén. Rubén lo mira divertido. Fabiana lo mira desconsolada. Siete y cincuenta y uno. Douglas está meando contra un poste. Una meada larga, extraña. La vida nos presenta situaciones de lo más extrañas a veces. Meando y a pesar de la borrachera, lee el aviso que está pegado al poste:
Laurencio Vargas Cifuentes, ginecólogo,
atiende las 24 horas los 365 días del año.
Se cubren emergencias.
También en el aviso hay un número, que Douglas marca de inmediato en su teléfono celular. Una voz aguda, de hombre, pero muy aguda, contesta la llamada. Douglas explica su situación. El hombre lo cita en su casa en media hora, indicándole a Douglas su dirección. Todo está arreglado. Feliz como pocas veces en su vida, Douglas carga a Fabiana, mientras dice: “Todo va a salir bien, todo va a salir bien“. Fabiana no entiende qué es lo que ocurre. Douglas le informa. Fabiana simula estar feliz, pero en el fondo se siente como una miserable, porque se da cuenta que no tiene la fuerza de decirle a Douglas que lo que en verdad quiere es ser madre. Se despide de Rubén, y al momento de abrazarlo, no puede impedirlo: el nudo en la garganta. Rubén, quien no está acostumbrado a recibir abrazos, está un poco atolondrado por la fuerza y el ímpetu del abrazo. La luz crepuscular se ha retirado de la calle, como presintiendo la vileza de la situación, la noche se introdujo en la luz, hasta violarla por completo, desplegando tatuajes indeterminados de oscuridad en los recodos de una calle de Puerto Barrios. Fabiana y Douglas se suben al carro: ella en silencio, un silencio anguloso, ingobernable; él de lo más feliz y de lo más borracho, incluso dice: “Después de todo, no estuvo mal el día”. Víctor Manuel Orozco Barrios sale de la cantina, en busca de Douglas, con el fin de pedirle prestado dinero para comprar más octavos, y al no encontrarlo, le pega a Rubén, quién llora, porque su padre ya le está diciendo: “No servís para nada, vós, inútil, malparido, ojalá te hubieran atropellado a vós también, igual que a tu madre…”
La camioneta recorre muchas calles parecidas entre sí, calles sin porvenir, muertas de antemano, ni siquiera calles, caminos a secas, pueril polvareda. Douglas de vez en cuando detiene el vehículo, abre la ventana, pide a un peatón la indicación de cómo llegar a la clínica del ginecólogo, y alguien siempre le señala amablemente el rumbo a tomar.
Pero Fabiana no pone atención a nada de esto. Fabiana por alguna razón recuerda que siendo una niña de acaso cuatro años siempre escuchaba voces en su cabeza, mil monstruos hablándole a la vez, que la desesperaban. Fabiana se acurrucaba debajo de las sábanas, muerta del miedo, porque sabía que esas voces eran las voces mismas del demonio. Al principio, intentó la dejadez y la indiferencia: hacer como si nada. Pero eso solamente aumentaba el volumen de las risas, como también rezar a Dios era un acto inútil, motivo de más burlas por parte de las voces. Entonces decidió pactar: le dijo al monstruo, demonio o aparición, que le daba su alma si la dejaba en paz. Y la dejó en paz.
Ocho y veinticuatro. Llegan a la casa del ginecólogo. Por fuera, otra casa típica de Puertos Barrios; por dentro, en cambio, un auténtico bunker de confort y prosperidad caribeña. Cualquiera se da cuenta que el negocio de cubrir emergencias las 24 horas los 365 días del año trae sus dividendos.
Douglas toca la puerta, y el doctor no es un ser humano: es de hecho la mitad de un ser humano. En serio, el ginecólogo más pequeño que se ha visto sobre la faz de la tierra. Una migaja. Pero una migaja amable. Escucha con atención cuando Douglas vuelve a exponer, ahora con más detalles, la situación. El aire acondicionado de la residencia ahorca el calor que pretende entrar desde el exterior caliente. En cierto sentido, hace frío.
Douglas termina de hablar. El ginecólogo, cuyo nombre es Manfredo Castro Ramírez Galindo, y no Laurencio Vargas Cifuentes, con la más admirable fluidez burocrática, dice:
–Esto no lo haría normalmente, pues como ustedes saben la llamada píldora del día siguiente está prohibida en Guatemala, por su naturaleza abortiva, de hecho Guatemala fue uno de los primeros países del mundo, y si no me confundo, casi estoy seguro, el primer país de Latinoamérica (con esa delantera que nos caracteriza a veces a nosotros los guatemaltecos) en prohibirla, pero sucede que un amigo colega de los Estados Unidos me dejó unas muestras, y dado lo delicado de su circunstancia, pues yo podría venderles dos pastillas en cuatrocientos quetzales, como yo les digo esto no lo haría normalmente, es sólo porque tengo esas muestras que me trajo un amigo colega de los Estados Unidos y si les estoy cobrando es solamente porque fíjense que yo podría meterme en problemas…
Douglas no está muy contento con el precio, pero tampoco está dispuesto a seguir en este enredo por más tiempo. Le entrega el dinero sin cuadrar palabra, Manfredo Castro Ramírez Galindo se ausenta un momento, y luego vuelve con las dos píldoras, y además el vaso de agua.
–Tómese una hoy y otra mañana.
Fabiana está deshecha. Obedece, simplemente. Con mano temblorosa, recibe el vaso y traga el fármaco.
–Bueno, vámonos.
Douglas ya está de pie.
Una espina de cansancio recorre el cuerpo blanco de Fabiana, y no obstante se levanta y sigue a Douglas por el pasillo hasta la puerta de la casa, y luego hasta la puerta del carro.
Nueve en punto. El automóvil se dirige por la carretera al lago de Izabal, que hoy brilla como nunca bajo la luna llena. Douglas está muy contento, tan contento que pone su mano sobre el muslo de Fabiana, dice para ella algo tierno, y siente en su entrepierna una tierna erección.