Árbol

«Lo mejor que se puede hacer es cortarlo», dijo el vecino.

Noté de inmediato el desagrado en el rostro de mi madre, que entró presurosa y airada a la casa, sin despedirse siquiera. Mi padre balbuceó algunas palabras, y la siguió silenciosamente. Yo no supe muy bien qué hacer, me quedé inmóvil, junto a mi hermano; recuerdo que pensé por un momento que el vecino podía hacernos algo –a mi hermano y a mí– pero este sólo se limitó a entrar a su casa con un violento portazo.

Me levantó al día siguiente un alboroto.

Mi hermano me puso inmediatamente al tanto: el vecino había tratado de cortar el árbol, temprano en la mañana. Mi madre se levantó entonces, furiosa, tomó la vieja pistola de mi abuelo, y lo amenazó. Y dijo: «Este árbol ha sido nuestro desde siempre; junto a este árbol creció mi padre, crecí yo, y crecerán mis hijos». Después levantó el arma, disparó. El vecino quedó tendido en el suelo.

Pero no murió. Regresó una semana después, en una silla de ruedas, con las dos piernas inútiles. Lo vimos pasar; no se movió; no dijo nada. Ni siquiera a su esposa.

Fue entonces cuando nos reunimos todos, por vez primera, en la sala. Nos sentamos en silencio y con mucha solemnidad en los veteranos sillones desbaratados. Mi hermano sollozaba, mi padre miraba el techo. Mi madre, al fin, habló:

–Hijos míos: llega el momento en la vida de todo ser humano cuando éste tiene que defender lo que es suyo y lo que es de su sangre; ahora vamos a proteger lo que es nuestro; lo vamos a hacer luchando.

Dicho esto, abrió una despensa y sacó dos fusiles. Le dio uno a mi hermano y uno a mí, y nos enseño la forma de usarlos y limpiarlos.  Dijo: «un fusil es como una mujer: tiene que ser tratado con respeto». Y añadió: «desde ahora en adelante me llamarán comandante Rosa».


II

Las próximas semanas fueron semanas tristes para mí. Me dolía ya no poder salir a jugar con Carmen, la hija del vecino, junto al árbol. Además, el fusil, que al principio era motivo de diversión, se había convertido en un estorbo y no me dejaba correr en paz.

Mi padre veía televisión y tomaba ron; a veces también mataba moscas, o simplemente leía. Mi hermano por su lado escribía poemas en un cuadernillo que le había regalado yo para su cumpleaños. Miraba por la ventana y solemnemente anotaba algún verso en la hoja. Mi madre entonces lo regañaba y le decía que la poesía era para maricones, no para revolucionarios. Mi hermano lloraba.

Empezamos a prepararnos, a hacer las trincheras. En espacio de un mes teníamos una trinchera en el patio de atrás, otra en la sala, una en la cocina.

La casa estaba toda llena de tierra y era más bien difícil caminar por culpa de los escombros y los roedores cada vez más numerosos que circulaban entre la lenta vegetación que comenzó a cubrir el lugar.

Por esa época llegó mucha gente a la casa. Se formaban en la sala grupos de personas que discutían fervorosamente.

Mi madre, sobre todo, levantaba la voz, y decía discursos encendidos.

Todas las personas presentes asentían con emoción y gesticulaban furiosamente. Pero al final de la noche, naturalmente, se aburrían y preferían contar chistes, y seguir bebiendo. Mi madre los terminaba echando a todos, y les decía que no regresaran, que eran unos borrachos, que no servían para nada.

Mi padre para entonces ya estaba dormido, o estaba en el baño, vomitando.


III

La primera víctima fue mi hermano. Murió en el parque, al pisar una mina que el vecino había puesto del lado de los columpios. En realidad no murió inmediatamente; me miró con los ojos bien abiertos, sorprendido: como ajeno a su muerte. Tenía en la mano su cuaderno de poesía.

Nos vengamos. Secuestramos al día siguiente a la mujer del vecino; la interceptamos cuando regresaba del supermercado. Las bolsas que traía quedaron todas desparramadas en el suelo, en el anónimo asfalto. La metimos al carro, a vergazos; le asestamos uno, dos, tres golpes en la cabeza y la llevamos a un cuarto de la casa.

Allí la torturamos un poco. Después la fusilamos y fuimos a tirar el cuerpo desnudo a un barranco. El vecino se enfureció. Reclutó a gente, compró armas. Incitó a la gente a que no pagase el impuesto de guerra que nosotros prolijamente y con mucho esfuerzo cobrábamos en el vecindario. Nos cortó las comunicaciones, se las ingenió para dejarnos sin comida. Destruyó parte de nuestra casa –la sala y un baño– y quemó nuestro auto. Mató al perro, a nuestros amigos, y a unos familiares también.

Realizamos un nuevo secuestro. Esta vez la secuestrada fue la hija del vecino, Carmen. Lo hicimos cuando los últimos carros, pocos ya, circulaban en la calle, en la noche. La pobre gritaba, pero habíamos calculado debidamente todo y nadie pudo oírla.

En el camino a casa la observé detenidamente. Ella, aunque no podía hablar, parecía hacerlo.


IV

Quedó resuelto que la mesa de negociaciones estuviese ubicada en la casa de doña M. Salimos de nuestro hogar (con dificultad, pues ya para entonces la vegetación era demasiado intrincada en las trincheras) y fuimos a dialogar con el vecino.

Se declaró el cese al fuego. En poco tiempo ya ninguno de los dos bandos disparó una sola bala y fue revelada la ubicación de todas las minas que aún estaban enterradas. Mi madre no estaba del todo de acuerdo, pero tuvo que ceder ante la presión de todos los del vecindario, que decían que no podían dormir en la noche, que mucho ruido, que los dejáramos en paz. Se nos pidió también que suspendiéramos toda acción panfletaria y el impuesto de guerra.

Se iniciaron las pláticas.

El vecino –recuerdo– argumentaba:

–El problema es sencillo. El árbol ya no sirve de nada: lo mejor es cortarlo.

–No –respondía yo–. El problema no es sencillo: el árbol antes como ahora ha tenido un rol, un papel; ha formado parte de las vidas de todos los vecinos; junto a este árbol hemos crecido todos...

Y así seguimos peleando, sólo que ya con palabras, por varios años. Pero un día, sin embargo, decidimos firmar la cosa, la paz.

Mi madre murió poco tiempo después. El doctor dice que fue el corazón: yo más bien creo que le hacía falta la lucha.

El vecino –cuando perdió la guerra– se fue a cuidar una finca suya, lejos del vecindario.

Lo último que supe es que murió, él también. Yo por mi parte me fui a vivir a un pequeño pueblo, al lado de un lago, entre indios afables y gringos con pelo largo. Tengo un pequeño restaurante, bebo mucho, escribo un poco. A veces pienso en el árbol –recientemente me contó mi primo que se cayó– y me da un poco de tristeza. En realidad no sé porqué, el árbol nunca me gustó. Seguro son los años.

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