RAMIRO no
me reconoce: Ramiro olvida.
Estamos
viendo juntos la tele, una pelea de box. Se están dando bien duro en la
pantalla. Pero Ramiro contempla el movimiento de los boxeadores desde una
lejana bruma, como ajeno. Su pecho se expande y contrae, levemente.
Ramiro
está sentado. Se mira viejo. Ya lejos ha quedado aquél tipo que nos daba clases
a todos de cómo vivir la vida: era elegante, imbatible. Ahora se ha puesto
encima una colcha a cuadros, que le hace ver frágil, débil, le cubre las manos
manchadas por la edad. Ramiro tiembla un poco. Y mira la tele. Y apenas dice
nada. Eso que nos daba entonces: esa chispa: esa vitalidad: todo eso se ha
disuelto en este anciano sin memoria.
Y cuando
habla, habla de cosas de las cuales antes jamás hablaba: habla de Dios.
ANTES
Ramiro me llamaba, misteriosamente: que lo llevara a algún lugar.
Siempre
me tuvo confianza. La confianza es muy importante en este tipo de cuestiones. Había
entre nosotros una conexión que nunca se disolvió con los años, sino al
contrario, se hizo más fuerte. Incluso hoy, en la enfermedad y la vejez, Ramiro
me mira con un cariño sorprendente, aún cuando a veces no me reconoce. Me deja
ver la tele con él –cuando a nadie más se lo permite.
Con
Ramiro hablábamos claro todo el tiempo, pero yo ahorita quiero hacer alusión a
esas llamadas especiales que él hacía cada dos, tres meses. Me telefoneaba a
cualquier hora –a veces a las dos, tres de la mañana– y me preguntaba si podía
llevarlo, y yo le decía siempre que sí. Y era de llevarlo en ese momento, ya. Y
nunca me importó, porque Ramiro era como un hermano para mí. Así que pasaba yo
por él a su casa, y lo veía salir, cerrar la puerta, caminar robusto al carro, montarse,
y luego nos dirigíamos a una dirección que él me daba, siempre distinta.
Ramiro
siempre fue hablador, y siempre andaba riéndose, pero en estas excursiones iba bien
serio, reconcentrado. Al llegar a la casa designada –siempre una residencia
discreta en algún lugar no muy llamativo de la ciudad– se ajustaba la pistola,
y luego se bajaba, engendrando una especie de electricidad.
Nunca le
pregunté a donde íbamos, y él de su lado nunca me lo dijo tampoco: cosas como
ésas no se dicen ni se preguntan.
Allí
donde hay preguntas no hay amistad.
Yo miedo
no tenía. Mi fe en él era completa. Ramiro hacía lo que hacía para acabar con los
guerrilleros. Había un trabajo qué hacer y él lo estaba haciendo. Ramiro no era
ningún cobarde. Yo tampoco. Pero, claro, era él quien estaba haciendo el
trabajo. Él estaba deshaciéndose de los subversivos, yo no. Y por eso lo
admiraba, entonces. Y por eso lo llevaba
a donde tenía me pidiera.
Me decía
siempre, saliendo del carro:
–Si no
salgo en una hora te vas; y ya no volvés.
Y luego
se subía el zipper de la chumpa, se bajaba viendo a todos lados.
Tocaba
el timbre.
Lo
dejaban entrar.
Yo
esperaba, fumando –pues en ese tiempo todavía fumaba–.
¿Quiénes
lo recibían adentro?
Me ponía
a ver algún zanate, los árboles, los peatones pasar, cuando los había. Algunos
iban solos, otros en grupo. Ellos –los peatones– no sabían nada. Yo tampoco
sabía nada. Pero sabía más que ellos. Y eso me daba un pequeño poder.
Al cabo
de un rato –veinte, cuarenta minutos– Ramiro salía de la casa, se subía al
carro nuevamente, los anteojos oscuros puestos, el rostro certero.
Yo no
hacía preguntas. Los postes iban quedando atrás, mientras íbamos de vuelta a su
casa.
ESTUDIAMOS
en el mismo colegio. Nos gustaba joder a los hermanos maristas. Y nunca nos
agarraban. Y ninguno de la clase decía nada. Y todos nos tenían respeto.
Ramiro
vivía entonces en el centro de la ciudad, y me viene una tristeza solo de
pensar en aquellas tardes emocionantes que pasábamos juntos. ¡Tardes aquellas
de infancia! Lo recuerdo y casi lloro, aunque yo nunca he servido para llorar,
realmente.
A veces
me iba a la finca de sus padres, un lugar increíble. Creo que fue la época más
feliz de mi vida. En esa finca aprendimos un resto de charadas. Los peones nos
agarraron miedo.
Y así crecimos
juntos. Aprendimos a beber. Todo el tiempo con traidas. Ramiro siempre tuvo las
mejores, las más guapas. Se casó un montón de veces. Todas sus ex esposas lo
terminaron detestando.
Ramiro le
troceaba la cara a quien viera a alguna de sus novias más de la cuenta. Estuvimos
en un montón de peleas. Fueron muchos a quienes le rompimos los dientes, en las
discotecas. Una vez tuve que convencer a Ramiro de no ahorcar a alguien (estaba
como un animal). Cuando al fin soltó al otro, éste se arrastró lejos de donde
estábamos, los ojos llenos de terror. No teníamos ningún aprecio por aquellos
que hablaban mucho, pero no daban la talla a la hora de los morongazos.
Ramiro pronto
se metió al ejército.
UN DÍA
me llama: una de sus llamadas especiales.
Voy por
él. Él está como nervioso, en el carro.
Oblicuo,
evasivo, más de lo normal.
Lo llevo
a una vivienda, a donde entra.
Son las
once en punto.
Pasa
media hora. Pasa una hora. No sale.
Me
empiezo a poner nervioso yo también.
Al fin,
arranco: me voy.
No sin
sentir culpa por dejarlo allí.
Manejo
por las calles, sin dirección, viendo repetidamente por el retrovisor.
Llego por
fin a mi domicilio, me echo un trago.
¿Le
habrán puesto una trampa? ¿Había acaso un infiltrado?
Los días
pasan, no recibo noticias de Ramiro. Lo voy a buscar a su casa, y nada.
Una
semana después, llama. Me dice que todo bien. Que tuvo que irse a Nicaragua. Me
invita a cenar.
Como
siempre, no interrogo.
RAMIRO
volaba. Era un excelente piloto. Cómo le gustaba subirse a la avioneta. Pero
después como que fue dejando todo eso, por falta de tiempo. Cuando se metió a
la política ya no le quedaba ni tiempo para que nos juntáramos. Ya en ese
tiempo, no hacía llamadas especiales. Y más tarde dejó incluso la política.
Otros vinieron a ocuparse de ella. Pero el país siguió igual.
COMPARTIMOS
un montón de cosas juntos. Allí tengo una foto de los dos en la boda de mi
hija. Fue una boda memorable. Ramiro estaba muy contento por mí.
En un
momento en que necesitaba dinero, Ramiro me lo prestó con gusto.
Cuando
me dieron mi primer trabajo, lo celebramos juntos.
Compartimos
un resto de navidades.
Y aquel
viaje que hicimos a Paris. Una locura.
Yo le
acompañé cuando murió su padre, un señor a quien yo aprecié de verdad muchísimo.
Pusimos
a dormir su rottweiler.
Infinidad
de veces se fue conmigo a la casa que tengo en la playa. Esa casa es una de las
cosas de las cuales me siento más orgulloso.
Una vez,
estando allí, mientras llovía, me dijo un par de cosas terribles. Cosas que
había hecho. No me dijo todas las cosas terribles que había hecho. Solo un par
de cosas. Lo escuché, lenta, limpiamente. Necesitaba sacar de sí toda esa
demencia. Necesitaba un poco de cal para tantas paredes sucias de sangre. La
lluvia siguió hasta el día siguiente.
CÓMO
pasa el tiempo.
¿Terminaré
yo como Ramiro, viendo el aire?
Mi mano
vacilante ya no agarra el vaso con la misma fuerza de antes.
Hace
mucho años que una madre no me agradece, por ayudarla a dar a luz. La profesión
ha quedado atrás. A veces me aburro un poco. Extraño el olor de los hospitales.
Ahora
que soy menos que antes, la vida pasa más ligera.
Dependo
de un chofer, que no me soporta. Puedo decir que yo no lo soporto a él. Esa
sonrisilla cínica, irritante. Nos peleamos todo el tiempo, como si de un viejo
matrimonio se tratara.
Los que
están a mi alrededor ya no callan, cuando hablo, cuando me enojo: ya no me
tienen el mismo temor de otros tiempos.
No
importa. Voy al jardín, hasta que cae la noche. No sé si los murciélagos que
vuelan saben que estoy allí. Casi puedo oler sus alas fugaces. Adoro el jardín
de mi domicilio. Lo he trabajado a lo largo de los años y de las décadas. No sé
quién seguirá haciendo esa labor cuando yo esté en el cementerio.
Mis
nietos están creciendo. Los llevo a comer helado, de vez en cuando, pero la
verdad es que ellos ya se están poniendo muy grandecitos como para ir a comer
helado. Mis hijos son todos muy exitosos en sus respectivos campos de trabajo. Mi
esposa se ha quedado conmigo durante tantos años. Es una luz, que sigo
hiriendo. Los domingos vamos a misa.
Estoy
malo de la próstata.
RAMIRO
en cambio tiene Alzheimer. Esa masa de recuerdos que sostenían su identidad, y
le daban alma y vida, se hunden en la nieve blanca de la desmemoria. A veces me
observa, y no sabe quién soy (aunque un indefinible afecto lo mantiene unido a
mi persona). La otra vez llevé a su casa a mi esposa, de quien también fue su
amigo. No supo reconocerla: la miraba con sospecha. Su ojos paranoicos la
seguían, amenazantes. Cuando salimos de allí, ella se puso a llorar; acaso teme
que yo vaya a terminar igual que él. El Alzheimer es un vapor que ha llenado la
cabeza de Ramiro. En esta niebla–bruma, las formas agonizan. Todo vacante.
Procuro
ir a visitarlo una vez al mes. Cada vez que lo hago, hay paz en mi corazón. Siempre
le paso comprando pan. En la panadería, más de alguno siempre me saluda: a
veces los reconozco y a veces no. Yo no tengo Alzheimer, pero igual no
recuerdo.
Ramiro
por lo general se pone contento de verme.
Testigos
de nuestras pláticas repetitivas, los mismos cuadros inertes, de hace tantos
años. En uno de ellos hay un caballo silencioso. Cada vez que vengo a la casa
de Ramiro lo contemplo un rato.
Ramiro
se tapa con la colchita a cuadros.
Las
conversaciones con Ramiro se ponen cada vez más y más cómicas, y a la vez cada
vez más y más tristes. Le hablo de cosas pretéritas; algunas es cierto las
recuerda, pero si lo hace las confunde con otras cosas del pasado, o las
revuelve con ficciones puras de su mente. Otras veces simplemente no sabe de qué
le estoy hablando. Veo cómo trata de conectar con lo estoy diciendo. Se pone a
hablar puras incoherencias. A veces me da como vergüenza por él. Pero es una
vergüenza en donde yo siento vergüenza de mí mismo.
Ramiro
ya no es el de antes. La astucia, la maldad, el afecto: ya no están del todo
allí. Y siempre tiene frío, ahora. El árbol se ha caído.
Tal vez Ramiro
necesitaba olvidar, y no podía. Y Dios le dio la enfermedad del Alzheimer, para
que no tuviera que revivir ciertas cosas que hizo en el pasado. Ahora que me
estoy poniendo viejo, me pongo a pensar que a lo mejor no debió hacerlas. O tal
vez el Alzheimer le da a todos por igual, sin discriminar: le da a los buenos y
le da a los malos. La verdad es que todos hemos perdido ya la memoria, y no nos
hemos dado cuenta, y por eso vamos como
fantasmas en las avenidas.
LA PELEA
de box ha terminado. Es hora de irme. Ya me voy, vos, le digo a Ramiro. Pero Ramiro
está roncando.