Santa María. Una nave roja y eterna. Suspendida en el cielo deshidratado, cubre casi por entero el medio del continente, por encima de la Tierra de Muertitos. Estará estacionada allí por otros veintidós años, o eso dicen. Luego deberá desplazarse a otro sitio en el globo, haciendo dudar el silencio. Hacia Santa María –geométricamente, pues todo, visto desde un ángulo, es geométrico, incluso el azar, piensa Sagan– avanza un vehículo. Acercamiento: una niña en una de las ventanas, y se detecta en su rostro el espanto o el asombro. Es la primera vez que ha visto una estación tan grande, de hecho es la más grande, es Santa María.
Santa María, el ser vivo más perfecto. Justo acaban de reconfigurar sus esquemas vitales, y aunque no estaban del todo seguro de lo que iban a mostrar los resultados, a nadie extrañó el informe: Santa María había logrado por fin una alquimia ascendente, muy por encima de cualquier homeostasis de orden humano, y hubo una mezcla de crispación y hubo una especie de momento teológico entre los presentes. El informe daba una clara sensación de que Santa María estaba lidiando con su propia soledad de un modo majestuoso, matemático, y profundo. Por supuesto, mostraba aún niveles altos de miedo, incluso pánico por momentos, pero todos se preguntaron entonces si esos niveles no habían sido de un modo calculados por la estación para perfeccionar su alquimia. Sobre el asunto no se cuenta todavía con un informe definitivo.
Todos estaban preocupados. Cuando se desprendió el Proscenio 6, Santa María reaccionó de todas las maneras equivocadas posibles: no sabía qué cosa hacer, como encarar la ablación, y sin embargo estaba perfectamente conciente de que era necesario hacerlo; el divorcio era impostergable. Una tras otra, las bifurcaciones de energía crearon un verdadero dilema a lo largo y ancho de la nave, caos, por veces, y alguien incluso sugirió cerrar la estación por un tiempo –como si eso fuese posible–. Santa María estaba pasando por una mala época: estaba deprimida. Calambres violentos en sus músculos digitales, síntomas oclusivos graves, los transductores se reprimieron sin dar explicación. Una mente poderosa, pródiga en utopías quijotescas, perversiones, dotada de un raciocinio delirante, es capaz de grandes actos. Santa María expresó su energía como un animal que conoce los usos de un picahielo. Primero asociaron su comportamiento a una forma de parasitismo artificial, ubicado en la corteza central de la estación. Pero la verdad era mucho más enigmática. Había que escuchar esos ronquidos –¿alguien supo alguna vez de donde provenían?–, ronquidos espesos que rotaban en la nada de la nave, suplicantes, como si viniesen de un útero invisible. El vaticinio, cuando se trata de un ser vivo, es casi imposible. La contingencia es siempre mil veces más poderosa. Los hombres –a veces las máquinas– zozobran con esta verdad.
Ahora, al parecer, Santa María se ha reorganizado, y la metamorfosis es clara: implosiona, pero de una manera saludable. Es decir, mantiene los puentes abiertos, pero ejerce un esquema de protocólos y vigilancias que el Dr. Carroll, en un estudio recientemente divulgado por la aeroweb, ha investigado con una puntualidad estimulante.
–¿Y qué impide? –pregunta Sagan a Balzac –¿qué es lo que impide que esto algún día se vuelva un gran campo de concentración...? –hace un pequeño giro con el brazo, como si el gesto mínimo pudiese dar cuenta de las dimensiones estrafalarias de la estación. Después de todo –continúa– el Rey empieza a dar señas de senilidad… peligrosa –agrega Sagan–.
Pero Balzac difícilmente lo escucha: está concentrado. Un hombre trabajador, casi tanto como el otro Balzac, el novelista. Cuando se hizo la Política del Respeto, su madre eligió el apelativo entre millones. Lo hizo, como todo el mundo, casi a la suerte. En realidad nunca había leído al escritor francés, pero le pareció interesante y como intempestivo su nombre, y de tal modo hizo llamar a su hijo de la misma manera.
Nadie conoce a Santa María como Balzac (bueno, eso si descontamos a los seguidores de Nebrija, es sabido). Ha vivido allí desde siempre; allí nació. A su padre, técnico reputado de la estación, lo desplazaban de un lado al otro dentro de Santa María, básicamente corrigiendo cualquier aberración del sistema (se cuenta que ocupa un lugar privilegiado en el imaginario central de Santa María). Por lo tanto, la infancia de Balzac transcurrió en las variadas zonas del Fuerte Rojo, en una suerte de vagabundeo fantasioso, y solitario, lo cual le confirió una imaginación cabalgante y una curiosidad fuera de serie.
Conoció asimismo las distintas comunidades que pueblan los seis mil doscientos tres pisos de Santa María, y pudo comprobar sus distintos hábitos. Bueno, salvo las zonas peligrosas, pero esas zonas las conocería después, cuando la droga y otros hedonismos empezaron a tomar espacio en su vida. Incluso vivió por un tiempo en Medo, el lugar con la peor reputación de toda la estación.
Alguna vez, en medio de una borrachera de dos semanas consecutivas, tuvo un encuentro con el mismo Nebrija, una leyenda vaga pero ubicua entre los habitantes de Santa María, una suerte de emperador espiritual entre las muchedumbres. Balzac caminaba torpemente y tambaleándose por Anvial –pueblo grande y fantasma, uno de tantos que hay a un lado de la multipista que une el Proscenio 4 con el Proscenio 5–. Un pueblo fantasma, sí, tedioso, estrepitosamente feo, cuna de almas inciertas: un lugar en donde es mejor no meterse con nadie. Y surgió; y Balzac supo que era él. Balzac nunca realmente le había dado importancia a los rumores y a lo que por su cuenta sólo consideraba como superchería general –la Revolución Blanca– pero en ese momento supo que todo era verdad, y lo que había alrededor se borneó y difuminó, y quedaron los dos inmóviles, Balzac embelesado, Nebrija sereno; las dos miradas se cruzaron, en una aleación extravagante. Nebrija entonces se acercó, extendió el brazo, y Balzac hizo lo mismo, sin pensarlo, lentamente, y recibió entonces una piedra, el regalo era una piedra, una piedra brillante. Con lo cual Nebrija le susurró algo cerca al oído, ¿una verdad canónica?, ¿un hechizo?, ¿una ecuación?, nadie lo sabrá nunca, pues Balzac nunca le contó el suceso a nadie. De ese encuentro fabuloso, habrá que recordar también la despedida: Nebrija caminando a paso tardo, entre el polvo indefinible, improrrogable, y Balzac, lucido, llorando tiernamente, sin poder glosar nada de lo que había sucedido, sin palabras.
Supo allí que todo era posible, que en Santa María también existían los milagros. Y resolvió cambiar su vida.
Pero estaba confundido, ignoraba cómo hacerlo: sabía, no es todo simple, que una vida no se cambia así nomás; en cualquier caso, una vida es una vida, se cambia a sí misma.
Después de la crisis, lo que sabemos: una jauría de sentimientos enredados, contradictorios, el despotismo de la duda, desacierto.
No fue sino hasta que conoció a Sagan que tuvo clara conciencia de su destino. El rudo, el cínico, el déspota, el genio, el más inasible de todos: Sagan. El encuentro con Sagan no fue tan místico como el encuentro con Nebrija pero de ninguna manera fue menos relevante; más bien, se manifestó como el complemento pragmático, la conclusión necesaria que Balzac necesitaba para saber cuál en verdad era su designio. Y su designio: ordenar a los muertos. Millones de muertos, de vieja sangre, se acumulaban innominados, en el hielo frío y extenso (nunca pudieron escapar, pobrecitos). Y su designio: comprobar que, en el fárrago de hombres sin vida, era posible la memoria. Sagan es el director encargado de recabar un banco de datos de ADN de todos los muertos congelados durante la glaciación, ocurrida, como sabemos, a raíz de la inversión magnética, en el ´43. Y Balzac es, más o menos, su asistente.
Una corriente de energía cruza setenta pisos en 0, 00000000001 lapsos/Krisnamurti. Causalmente acude al llamado de un interruptor; encima del interruptor, el dedo de Sagan.
Balzac, en eso andábamos, conoció a Sagan en una Prueba de Realidad. Ambos competían, por divertirse nomás. Ellos junto a otros cinco. Pero ambos perdieron. Justo en la atmósfera cinco del juego, uno y el otro abandonaron toda verdad de contexto, y los recuerdos falsos se manifestaron con tanta rotundidad que sucumbieron muy fácilmente a la ficción y a la trampa. Una vez eso pasa, son desconectados, muy rápido, para evitar eventuales daños mentales, y pierden.
Más tarde se fueron a emborrachar juntos (contra una de las recomendaciones más perentorias de Realidad: no emborracharse después de haber jugado). Y luego –fueron meses, casi un año entero– se dedicaron a recorrer Santa María. El asunto se convirtió en un western escandaloso. En cada bar se detenían a beber, hasta vomitar. Gastaron todo lo que tenían en conectarse con bojboj (era la droga favorita, entonces). Se asombraron ante los huevos gigantes. Dormían en cada motel de mala muerte... Hicieron incluso un taller improvisado, cuestión de ganar algún dinero, sobre la Multitud Transgénica en Santa María (Rasgos, Afinidades y Contradicciones, era el subtítulo), que, jurado, les pagaron. Fornicaron demencialmente. Leyeron antiguos diccionarios, y se metían por horas a las bibliotecas. Se encontraron con gente sabia y se encontraron con gente muy estúpida. Hicieron algunos trabajos como navegadores de diseño. Vagaron por los tubos. Y fueron al mar.
También se volvieron expertos en conducción orgánica. Desde que abrieron el polémico proyecto de entretención –están jugando a Dios, decían los detractores– numerosas personas han construido maravillosas esculturas de vida, es cierto. Pero Sagan y Balzac se transformaron, en poco tiempo, en maestros. Aprendieron a dirigir exactamente las secuelas genéticas, la manipulación celular, la posproducción. Tanto así que la autoridades se fijaron en ellos. Y muy seriamente, vale decirlo. En general, en la industria de la conducción orgánica se teme a todos aquellos que son muy habilidosos para hacer esculturas: puede que la idea de hacer organismos adversos les parezca, digamos, seductora, y se vuelvan hackers orgánicos, o simplemente bioterroristas. Por eso a Sagan y Balzac los incluyeron rapidito en la nómina estatal: era una forma de vigilarlos. El trabajo (muy bien pagado) consistía en recuperar la identidad genética de todos aquellos que habían perecido en la gran calamidad del ´43. Un trabajo extraño, trabajar con muertos. Después de todo, en Santa María no existen los cadáveres.
El Estado prefiere contratar a todo aquel con cierta pericia en formaciones orgánicas a tenerlos suelto por allí. Recién hace poco se publicó en los diarios el caso de un tal Engels.
Es porque el hombre es un cerdo que su prójimo es un cerdo. El mosquito Anopheles había desaparecido desde hace siglos… Engels, un joven bioterroristas, crió, no obstante, una versión inédita y creativa de este insecto: que no tardó en multiplicarse, diseminarse, en un momento desatar la sucia epidemia.
Afortunadamente, se logró aislar la contingencia. Eso sí: había que ver los cuerpos trémulos de los ya infectados, vibrando ya de mala fiebre, como hologramas en mal estado. La fiebre es un laboratorio de emociones muy perversas.
Dieron con Engels, y luego de una paliza poco legal, lo encerraron en una de las seis cárceles de Santa María. En realidad Engels era solamente un advenedizo, un niño que no sabía a lo que se metía, y la cárcel, un lugar no apto para su delicadeza.
Al diseñar las cárceles de Santa María, se abandonó por primera vez la idea de que una cárcel tenía que ser un espacio fijo, y que en esa fijeza o inmutabilidad o monotonía o inercia reposaba la psicología del castigo. Los reclusos antes despertaban, respiraban, defecaban en la misma celda, allí desesperaban. Pero luego a alguien se le ocurrió la idea: ¿no sería más interesante si el preso despertase cada vez en un lugar distinto? Con lo cual se construyó el módulo Xib-I-XXXII, que se automodifica según el temperamento del criminal. Si hoy la celda es de metal, mañana será de piedra, pasado más pequeña, y el día que sigue menos fría. La intención es aturdir al prisionero por medio del cambio; después de unos meses comienza a concebir síntomas esquizoides; y finalmente, termina por sucumbir a una docilidad vegetal y provechosa.
El caso de Engels, sigamos. No hallaba sosiego en la luz pálida que acontece a ciertas horas, pues luego aparecía abruptamente un color chillante o una grave oscuridad sin tregua. Los pensamientos de Engels, al principio muy barajados y fluidos, luego se volvieron uno solo, un pensamiento amarillo. Los guardias cuentan: Engels se mantenía siempre en la misma posición (aunque de vez en cuando tenía que moverse, dados los cambios de la celda), la misma posición calculable y postrada. Poco a poco enfermó. Consultaron al chamán de la cárcel, que indicó negativa con un gesto. De todos modos hizo un ritual que nadie entendió, con la suposición de que estas cosas es preciso no entenderlas para que funcionen. Pero Engels no levantaba cabeza. Quizá Engels concibió una suerte de eficacia en el hecho de morir. Cierto día, Engels se puso a vomitar sangre. Los cuerpos humanos generan muerte. La sangre azul se arrastró estrepitosamente por el suelo. Una comunidad de homúnculos llegaron inmediatamente a lamerla.
El escándalo silencioso de una celda vacía.
Balzac abre la boca delante de la pantalla termoquímica: su aliento es recogido de inmediato y analizado. La puerta se abre, expeditivamente. Allí está, encorvado, Sagan.
–Ya era hora –dice Sagan, sin ni siquiera girar el cuerpo para verlo.
–¿De qué estás hablando? Hace por lo menos seis meses que no vengo tan temprano.
–Sí, es verdad. Pero en este caso decir “ya era hora” es sólo un truísmo, una forma de empezar la conversación.
–¿Qué? ¿No te enseñaron modales en tu casa?
–Oh sí: pero me los enseñaron al revés.
Balzac se arrellana sobre la silla oscura, más bien vieja. Por un momento, casi le duele tener que volver a embarcarse en la tarea dispendiosa de dirigir el Vicro vía satélite –y son tantos los malditos obstáculos– y emplazarlo –entre los escombros– y usar el brazo del láser para cortar el hielo –una tarea a la vez muy delicada y muy aburrida– y luego tomar las muestras genéticas. Hace dos meses, se arruinó el brazo mecánico de las muestras, por cierto, y tuvieron que ir personalmente –él y Sagan– a la Tierra de Muertitos, para enmendar los desperfectos. Allí estaban todos esos seres violáceos, viéndolos desde la frontera fanática de la muerte.
Al principio, Balzac no quiere trabajar, pero luego de un rato de estar haciéndolo, empieza a sentirse incluso a gusto.
Sagan usa anteojos cuando trabaja, va dando órdenes secas a Balzac, fuma como drogadicto. Balzac también fuma como drogadicto, sigue las órdenes de Sagan, sin contradecirlo, y teclea a una velocidad formidable.
Después de haber sido “rastreados”, es preciso marcar los cuerpos –con la ayuda de un microchip sensible– y esto tiene una razón no por evidente menos trascendental: para no censar dos veces un mismo cuerpo.
La rutina del censo dura seis meses al año. Luego viene la segunda parte: ordenar la información; hacer las inferencias; construir las familias genéticas; el informe necrológico. Y luego se traslada la información al módulo de Afección Genealógica. Un bonito nombre, pero no es más que un grupo de burócratas indiferentes que alertan a los familiares vivos de Santa María sobre el paradero y estado de sus parientes muertos. Mientras Balzac y Sagan trabajan, la televisión emite un discurso del Rey –otro– que habla maravillas de Santa María.
A media mañana, llega a la oficina un paquete. Sagan abre fastidiado la puerta. En verdad, no le gustan las interrupciones. Para colmo, ni siquiera se trata de una entrega clarity. Sagan odia cuando los paquetes no son entregados por humanos. Observa con asco al biorobot, ya un poco mugriento. Pero lo que más irrita a Sagan es que el biorobot pide una firma de lóbulo. Como se sabe, las firmas de lóbulo son las más incómodas, y sólo son requeridas por verdaderos extravagantes, o maniáticos de la seguridad. “Robot, ¿quién ha mandado este paquete?”, pregunta Sagan, ya al borde de la psicosis. “Es anónimo, señor”, responde el robot. “¿Cómo anónimo?”, devuelve Sagan. “Sí, anónimo”, vuelve a responder el robot. Y luego, se desliza por el corredor, fantasmalmente. Sagan deja el paquete sobre la pequeña mesa improvisada, cubierta por lo demás de papeles, facturas viejas, ceniceros inmortales, y una armónica que nadie ha tocado en suficientes meses.
–¿Qué es? –pregunta Balzac.
–¿Y yo cómo carajos voy a saberlo? –contesta Sagan.
Al cabo de un par de horas, Balzac se va a almorzar. Cuando regresa, Sagan está como loco. Ha abierto el paquete –el sobre yace tirado en el suelo. Balbucea cosas sin sentido. Balzac intenta calmarlo, pero Sagan está desencajado.
–¿Qué te pasa, Sagan?
Sagan observa a Balzac, sin responder, compasivamente.
Hasta que se limita a decir:
–Vamos. Tómate el día el resto del día libre. Has estado trabajando mucho. Y yo necesito un tiempo para mí.
Un poco estúpidamente, Balza insiste:
–¿Tiempo para qué?
–Que te vayas, mierda.
Ya en la calle, Balzac no sabe muy bien a dónde dirigirse. Cuando no hay dirección visible, lo mejor es ir directo al bar.
Se sienta, desde luego, en el último banco. Como siempre.
Observa a su alrededor.
“Malditos borrachos”, piensa. Y ordena un vodka.
Muchas mujeres, esta noche. Lo cuál pone a Balzac de buen humor. Se puede decir que Balzac es un mujeriego.
El bartender habla decorosamente sobre la última Política de Marcas, con cierta suficiencia insoportable.
Balzac se toca el vientre. El cáncer está proliferando. Removerlo es fácil, claro, pero a Balzac le conmueve eso de coquetear con la muerte. Claro, si los agentes de Sanación lo llegan a saber, podría meterse en problemas. Pero nadie tiene por qué descubrir nada…
Lo más interesante es reconocer en una esquina ensombrecida a Gandhi, viejo amigo, criptógrafo caído a menos, bebedor duro, un animal. Lo saluda en seguida. El otro se levanta; Balzac recibe un abrazo excesivo.
Ordenan la primera botella.
Primera botella. Gandhi es el número uno; descifra básicamente cualquier cosa; capaz de crear códigos tan resistentes, tan espectrales, tan inasibles, la Estación lo ha usado por mucho tiempo como un estratega prioritario contra el crimen organizado.
Pero como todos los buenos, eventualmente falló. Y falló como se entiende que no hay que fallar... Tuvo que retirarse. Hoy es una especie de mito entre las nuevas generaciones. Lo cual a él le importa un bledo. Se ha dedicado a beber solamente, a ser un hombre afectuoso (un niño llega en un momento al bar, a pedir limosna: Gandhi le regala un billete de los grandes... el niño no puede creerlo…)
Gandhi vuelve a sonreír, complacido consigo mismo y con la vida. Ha envejecido, sí; pero su afición por colocar una frase en el lugar indicado, su ingenio y su bonhomía, siguen intactos. Alguien en el bar canta una canción popular, y uno a uno y todos sin presentirlo, cada cual en el bar se une al grito general, aquí, allá, así hasta formar un coro estruendoso y espontáneo. Gandhi canta con el resto.
Balzac se limita a observarlo, perplejo. Trata de recordar en qué condiciones se conocieron. En la universidad, seguramente. Lo que sí es seguro es que se reencontraron en una comunidad de autoayuda. La comunidad en cuestión contaba con unos veinticuatro mil miembros. Se conocieron y se reconocieron como iguales. Admitieron que no tenían nada que hacer en ese lugar, con esa gente, y escaparon del grupo. Gandhi, juzgó Balzac, era el ser humano más tierno –por sus defectos, sus grandezas– que había conocido. Ya entonces, y Gandhi era aún joven aún, tenía el cabello blanco, muy poco cabello, casi esporádico. Hablaba con cierta garantía frenética e histriónica. Envasaba sus ideas en frases magníficas. Acentuada su personalidad por una inteligencia sin complejos, lo amarraba todo, comprendía por igual todas las desigualdades, los lados flacos del vivir, así como las grandezas.
Segunda botella. Gandhi desde hace un rato lanza inocentes groserías a un grupo de jovencitas que ríen. Incómodas y halagadas, la verdad no saben si levantarse, irse, o bien aceptar la atención que un viejo encantador propina con brutal delicadeza. Gandhi arremete sin escrúpulos, pero no pierde nunca gracia.
Balzac, en cambio, se siente mal, de pronto. ¿Por qué? No lo sabe. Pero tiene miedo. Talvez es Santa María, que lo está manipulando...
Aunque aún no se ha probado, Balzac, y muchos otros, piensan que Santa María elabora juegos complicados de agresión a sus habitantes, conspiraciones tan elaboradas y tan sutiles que son imposibles de rastrear. Balzac piensa en Santa María como en un dios que se hubiese aburrido de serlo y ha decidido entretenerse un poquito.
Por ejemplo, en este momento, Balzac recuerda a su padre. Vuelve a sentir su presencia muy dentro de él... Está seguro que Santa María está manoseando ciertas conexiones sinápticas en su cabeza por medio de fugaces, velocísimos campos electromagnéticos.
Tercera botella. Balzac mira el techo, completamente borracho, fumando y lanzando bocanadas de humo complicadas y reflexivas, completamente borracho. Gandhi se ha enfrascado en una discusión con tres tipos: tres. Cuatro entonces los rostros rígidos y expresivos, mucha la prisa de las palabras, no pocos los gestos más que adversos, y una tensión como actuada de antemano. Qué sin gracia puede ser una disputa a estas alturas de la vida, concibe Balzac. Sugerentes, envolventes, excluyentes, los participantes se miden. Las cargas de hostilidad coagulan milimétricamente el ambiente, fijan el terreno del duelo. Balzac ha estado en muchas peleas; le aburren, como ésta; y sin embargo se obliga a vivir cada una de ellas como una escena de amor, un idilio, para no perder la costumbre. Y por consiguiente: casi llora al momento de cercenarle el dedo a uno de los rivales; expone un verso conmovedor cuando le arranca la oreja, de un mordisco, a otro; grita agradecido al recibir un botellazo prestigioso en un hombro; y con ello le clava un objeto práctico en la yugular a su contrincante –pobre– y la sangre azul galopa, expulsada, una presión espectacular, el tipo se desangra en menos de cinco minutos, queda tendido sobre su propio charco novelesco, pobre hombre, dice Balzac, y su conmiseración es sincera. Los otros dos, ultimados por Gandhi farfullan algo antes de morir, mueren sin palabra. Como los perros.
Gandhi y Balzac salen del bar; todavía juegan a los adolescentes y todavía salen ganando. Pero ya no es lo mismo.
Caminan juntos por las calles hasta que Gandhi se desliza abatido en cualquier esquina, inconsciente. Balzac continúa solo su camino. En otra esquina –esquinas por doquier– se detiene y puede sentir cómo todos los pequeños problemas, tan imprecisos de cotidianidad, se desvanecen de pronto, compactados, una quintaesencia, un momento religioso. Hace mucho tiempo que no tenía un momento religioso, una borrachera así de mística.
Entra a una tienda de licores, compra alcohol, vuelve a tener miedo sin saber por qué, acota mentalmente, absurdamente: “En cualquier momento me matan”. Y piensa en sus libros: lo más importante son sus libros. Le gustaría que estuviesen guardados en algo así como un templo; pero no, están en el sucio apartamento al cual tendrá que regresar hoy por la noche, terrible prospecto. Y entonces recuerda a los tipos del bar, los perros, ya muertos.
Los encargados de la tienda de licores juegan vagamente con sus uñas, con el aire, con los minutos y las horas. Balzac entiende peligrosamente que mucha gente ni siquiera está interesada en hacerle daño, que mucha de la hostilidad de los otros no es más que indiferencia.
–¿Cuánto?
El hombre repite el precio de la botella.
Balzac deposita su huella dactilar en el pequeño recuadro luminoso del mostrador; al parecer tiene alguna suerte de defecto, pues no marca la transferencia. Finalmente, luego de varios intentos, una luz verde indica que el producto –una botella alta y delgada– ha sido pagada. ¿Cómo se sentirá ser una botella?, se pregunta, para sus adentros, Balzac. Se promete ir al Centro de Réplicas Materiales, para averiguarlo; sale de la tienda.
Y al salir de la tienda recuerda intempestivamente que justamente ese día, o esa noche, pues ya es de noche, es su cumpleaños. ¿Felicidad, desasosiego? Llegado el momento, son la misma cosa, la misma simple y complicada cosa, piensa. Oprime Balzac un botón en su muñeca y la música –que él mismo ha programado de antemano en su apartamento– empieza a sonar de inmediato dentro de su cabeza. La música/felicidad se derrama sobre su borrachera; tiene ganas de hacerle el amor a una mujer. La finalidad perfecta de la música es cubrir a los amantes. Pasa delante de una Cápsula de Vida; allí dos ancianos reposan, ven a los paseantes, no con nostalgia, no con culpa. Simplemente ven. Y respiran.
–Un ayudita, por favor –un mendigo le pide a una señora, más allá.
“Otro mendigo, otro maldito mendigo, estoy harto de tantos mendigos”, una señora dice esto en alto para que la escuchen.
Las esquinas ovales de Santa María siempre dejan al observador episodios como ése. Santa María, libro abierto: por cada instante un nuevo capítulo.
La lluvia cae de golpe. “Qué raro”, piensa Balzac. “A esta hora y en esta zona”. El programador telúrico talvez está en su cabina leyendo poesía, especula Balzac, talvez se ha inspirado, talvez de repente ha recordado alguna escena elemental y sentimental, y lluviosa, que habrá vivido en el pasado, en esta zona justamente, y quiso reproducir la experiencia –la lluvia, entonces– para alguien más, en nombre del recuerdo. Lo que le llama la atención a Balzac es la intensidad de los goterones. Se protege de los mismos bajo un techo, justo delante de un lugar muy iluminado. Adentro, según puede ver a través de la ventana fluorescente, un grupo de gente aplaude rabiosamente.
Una pareja se refugia también debajo del techo púrpura, junto a Balzac. Una pareja infeliz, eso se nota, y además para colmo avergonzada de ser infeliz. Balzac recuerda aquellos años cuando lo único que le importaba era la elegancia, la elegancia de nunca sentirse a disgusto con la mujer que amaba. Hacían el amor cien veces y sin rendirse. Y se rendía él ante la soberana mirada de ella, y sabía que tenía la batalla perdida de antemano, humilde testigo de su belleza, de su enigma, de su fuego. Obedecía. Amar era obedecer.
El cumpleañero, ¿es cierto que hoy es su cumpleaños?, se estremece, como siempre cuando llueve o acaba de llover, como siempre cuando surge una pregunta verdadera.
Y emprende el mojado regreso al apartamento.
El teléfono lo despierta secamente: 6:44 de la mañana. ¿Pero quién mierdas…? Es Colette. Al borde de una crisis nerviosa. La relación con Colette lleva ya varios meses de terminada, pero Colette da muestras de enfermedad, y su depresión empieza a tener matices aberrantes. Balzac habla como puede: la resaca lo está matando.
–Es que no puedo; es que no puedo... –reitera Colette (esa letanía, esa abnegación, ese aumento concertado de vacío).
Y Balzac del otro lado, menos persona cada vez. El sentido común es vía única en estos asuntos, aunque visto de otro ángulo, es sabido que es inútil poner las cosas en claro, cuando de una mujer histérica se trata. La tristeza es un mito demasiado generalizado, un mito que Colette ha hecho muy suyo con rapidez muy práctica. Balzac intenta convencerla de que las promesas deben romperse, en nombre de esa gran promesa que es una vida de adultos.
–Por momentos no quiero ni verte, y luego me muero sólo de escuchar tu voz... –la voz de Colette, expositiva y entrecortada, se va perdiendo...
Balzac siempre igual: cuando comienzan a apretar las circunstancias, desconecta, privado, en un mundo de calefacción interior, tibieza autista, fermento psicológico. Es su forma. Otros, más legales que él, lidian con el problema. Pero Balzac tiene siempre un rostro de sepultado y de ausente por algo: defraudar el momento le importa muy poco.
Colette habla a borbotones, como sangrando:
–Te vi con ella; te he estado siguiendo; te sueño siempre...
En un momento, Balzac no sabe en cuál momento, pero en un momento la voz de Colette deja de escucharse. Ha colgado. El cuarto queda de pronto seriamente vacío. Un cuarto sin atributos sobresalientes, sin gracia alguna, sin actualidad, sin vida. Un cuarto que es más la memoria de un cuarto que un cuarto en sí. Balzac ha renunciado a decorarlo desde hace mucho tiempo. Decorar un sitio es entender que allí reside un porvenir. Pero eso, desde luego, es inaceptable. Lo aceptable, según Balzac, lo preferible, es la versión impertérrita de la propia cotidianidad, fosilizada, hermética, la misma flexión de luz, el exacto gorgoteo del agua en el caño, el silencio y su feed-back escarbando los muros, el fastigio de una vida solitaria y el egoísmo de una imagen: su cuarto.
Balzac permanece rumiando un tiempo más en su habitación, luego de la llamada de Colette, y luego de dos cafés y dos cigarros, decide salir, a pesar de la náusea que le corroe por dentro –todo ese alcohol, toda esa sangre en el piso…
El cielo climatizado es más bello cada vez, cada vez más mentiroso e insoportable. Santa María es un sitio que Balzac aprecia con cierta constancia, pero en realidad no puede engañarse: también es un sitio farisaico, un espectáculo. Y por momentos el espectáculo se vuelve contra los hombres, dejándoles más solos, más habitados de sí mismos. Balzac de sí no está en buen estado emocional: esa llamada de Colette, esa elación difícil de culpa y rabia... Anda por las calles tortuosas, que nacen sin ganas a un nuevo día. Las calles se dejan negociar por la depresión rampante de Balzac, por el ansia de efugio, por la decretada condena, la chatarra mental, la eludible responsabilidad de estar vivo, las tantas volutas como plástico derritiéndose…
En una esquina, se detiene para observar a un Inerte. Rara tribu la de los Inertes, que se dedican a pasar horas delante de los anuncios publicitarios, sin moverse, sin decir nada. Hay algo entre la inmovilidad del observador y la cinética del mensaje que a los ojos de un tercero resulta gélido y sobrecogedor. ¿Qué bazar de emociones, o qué emoción única y fatídica los lleva a contemplar los signos comerciales de la ciudad, como si se tratase de los propios atributos de Dios? No se puede hablar de una mera huída; se trata de algo más fuerte, de una suerte de calamidad ensimismada, de una amnesia especial. Errantes en su fijeza, despoblados, con una disposición enigmática hacia lo luminoso, siempre están solos y nunca se anexan. Por ello en realidad hablar de tribu es un error. Hay personas en la ciudad que se divierten pegándoles, pero los Inertes nunca se defienden, y nunca defienden a sus congéneres, pues su personalidad consiste en ser radicalmente torpes. Parece como si no hubiese nadie en ellos. Están vacíos. Es, la suya, una mirada inhumana; pero a la vez es eso justamente lo único, lo mucho que tienen de seres humanos.
Muy confuso todo, piensa Balzac. Este Inerte le ha parecido particularmente raro, inasequible, infatigable.
“Es tan bello y yo me siento tan mal”, considera seguidamente Balzac, en un súbito y evidente blues sentimental. A veces le pasa que siendo una persona tan indiferente le envuelve de pronto una atmósfera de tristeza casi infantil. Y quizá antes ponía un endiablado empeño en hacerla desaparecer, pero llegado el momento tuvo que aceptar que ese rasgo era, y lo iba a ser siempre, un rasgo esencialmente suyo.
Así, desde ese estado emocional, es que Balzac percibe el accidente: cómo el vehículo atraviesa el espacio para ir a dar justo a la ataraxia del Inerte, haciéndolo pedazos en un momento privilegiado. El accidente de sí es bastante asombroso, y lo que queda del mismo una verdadera obra de arte: sangre, sí, mucha sangre, azul como ninguna, y los trozos del vehículo… escenografía justa para tan tremendo putazo. Al parecer, el vehículo esquivó a otro vehículo que cruzó sin atender, bueno, la normativa. Como se sabe los accidentes desorientan la realidad. Se trata de un colapso del orden.
Balzac lo ve todo delante de él, en tiempo muy real.
Alrededor del accidente humeante, muchas personas corren, tratan de salvar a los heridos. Pero es tarde, sin embargo. Tanto el piloto como el Inerte han muerto, en la misma muerte. Raro eso; que la gente se pueda morir al mismo tiempo.
Veinte minutos más tarde, Balzac se encuentra en su oficina.
Una vez más, la pantalla termoquímica reconoce el aliento –todavía nocturno, venenoso– de Balzac. Ya en la oficina, se pone a trabajar. Al parecer Sagan se ha tomado el día libre. A lo mejor aún está de malas. Así que Balzac trabaja solo durante muchas horas.
Pero en un momento dado, el Vicro se atasca, y lo que había sido una mañana solitaria y placentera se convierte en una tarea frustrante y ominosa. Balzac prueba desatascarlo de mil maneras distintas: nada. La ira empieza a calentar las venas aún alcoholizadas de Balzac. De pronto vuelve a recordarse de la llamada de Colette, y una especie de impotencia general se va apoderando de él como una sombra. No, las cosas no están bien en su vida. A lo mejor conviene moverse a otra estación…
Al mediodía, decide comer en la oficina, pide algo a domicilio. La pizza llega grasosa y humeante unos veinte minutos más tarde. Balzac come en silencio, hasta que se le ocurre prender el televisor, para no sentirse tan solo. Va cambiando de canales compulsivamente. Finalmente, se queda en el canal de noticias. Casi se cae de la silla. El reportero está describiendo la muerte espantosa de un hombre... que resulta ser Sagan. ¡Sagan! Balzac le sube volumen a la tele, no sabe qué es lo que está pasando… En un momento, la cámara enfoca el rostro deshabitado, espectral, de Sagan. ¿Pero qué, pero cómo, a qué horas? Balzac no sabe qué hacer. Es como si la noticia no cupiera en su cerebro. Esto no tiene sentido. Y sin embargo, el reportero ha dicho una palabra claramente: asesinado, Sagan ha sido asesinado, en la esquina de su casa.
De pronto, a Balzac se le enciende el rostro. ¡El paquete! ¡Esto tiene que ver con el paquete que llegó ayer a la oficina! Acto seguido, Balzac se da a la tarea de buscarlo, con frenesí, por toda el lugar. Nada. Entonces tiene una idea: revisa su correo de psicogramas. En efecto, allí hay un mensaje de Sagan. No especifica nada; sólo contiene un documento anexado, que Balzac abre inmediatamente. ¡Es Nebrija! Sí, Nebrija, el profeta blanco que conoció hace unos años en uno de los pueblos perdidos de la estación… ¿Pero qué diablos está pasando aquí?, se pregunta Balzac.
Las palabras de Nebrija avanzan serenas, brutalmente exactas. Poco a poco, Nebrija le explica a Balzac la naturaleza de lo que al parecer es una misión… una misión encomendada a él… una especie de encargo peligroso… (“Sólo tú puedes llevarla a cabo, sólo tu puedes salvarnos de esta dictadura insensata, sólo tú puedes traer la luz de la verdad.”) Pausadamente, y en detalle, Nebrija entrega a Balzac la ubicación de un sector genealógico de la Tierra de Muertitos. Allí, asegura Nebrija, se encuentra la verdadera rendición genética del Rey. Nebrija asegura que es apócrifa. “Pero si es cierto todo esto –piensa Balzac– entonces quiere decir que el Rey no tiene sangre auténtica, que no es el Rey”. Balzac enlaza el psicograma a su mente dos, tres, cinco y diez veces más.
Seguramente el paquete que fue entregado ayer era un disco con este psicograma, infiere Balzac. Por eso Sagan estaba tan desencajado. Y por eso lo mataron. “Pero antes de que lo mataran, alcanzó a mandármelo a mi correo personal” –Balzac va poniendo todas las piezas juntas.
La puerta de entrada salta en pedazos, como si un ángel la hubiese derribado con su luz. Diez soldados entran de golpe a la oficina; diez armas apuntan a la cabeza de Balzac. Ya está. Todo terminó. Piensa éste. Se trata de la armada real: la G2, nada menos. Fueron ellos quienes mataron a Sagan. Al principio, Balzac siente una general frustración en todo su cuerpo. Pero luego la misma se va convirtiendo en una verde calma, una especie de tranquila alianza con el destino. Se deposita en los ojos de Balzac una luz artística, una tristeza, sí, ninguno de los soldados la percibe pero allí está. No, los soldados nada notan: sucede que están demasiado ocupados haciendo su trabajo, que consiste en apresar al traidor a la Corona. Y como en la oficina sólo están los soldados y el pobre Balzac, entonces este brillo de su mirada se perderá para siempre en el mítico olvido, en dónde lo destazarán con sus picos grandes aves de rapiña... Balzac –¿quién atenderá las llamadas de Colette?– tiembla un poco –¿quién beberá todo ese alcohol en las noches gloriosas de Santa María?– y tiembla más. Tiembla un poco pero es como si estuviera muerto, ya, de lo blanco y de lo ido. Balzac resopla, se ahoga, respira, resopla…
No, no, y no. Uno de los gorilas se adelanta, le pasa el arma a otro de los suyos. Es como si todo ha sido ensayado previamente. Y entonces coloca con parsimonia ambas manos alrededor del cuello de Balzac, y las cierra lentamente, lo estrangula lentamente.
–¿En dónde están? –pregunta–. Los otros: ¿en dónde están?
Balzac flota... Por un momento, su esfínter deja de funcionar. La luz se hace más brillante y cromada.
–¿En dónde están? –pareciera que el soldado le estuviera dirigiendo la pregunta a nadie. Procede a apretar más todavía. Aunque tuviera la respuesta, sería imposible para Balzac articular un sonido.
Un ardor, una especie de drama subcutáneo, un fuego insoportable le nace por debajo de la piel. Balzac flota… ¿O son las cosas las que flotan, las que se ponen a flotar? El mismo hombre multiplicado diez veces lo está ahorcando. Hasta que lo suelta.
–¿Qué… van… a hacerme?
–¿Qué que vamos a hacerte? No sé. Muchachos, ¿qué hacemos con él? ¿Lo apuñalamos, igual que a la china?
Pero nadie ríe. La guardia real nunca ríe.
Balzac está siendo succionado por las palabras del hombre… En el cenit de su incertidumbre, Balzac piensa –aunque eso ya no es pensamiento, ya es otra cosa– en Colette, piensa en la piedra que Nebrija, el profeta, le regaló en una jornada mágica, como muestra de fraternidad, piensa en los dientes color de naipe usado de Sagan, piensa en Gandhi –¿habrá llegado bien a su casa, anoche?–, piensa, como si estuviera en una burbuja o en un paréntesis infinito, en muchas personas y en muchos momentos, que brotan ensalivados de la memoria parturienta, cubiertos por la luz justísima del cuarto. Cae al suelo como un racimo de órganos humanos. Hizo bien en no removerse el cáncer, después de todo.
Una risita irritante se escucha por los pasillos inhabitados de Santa María.