¿Cómo se
llama la calle ésa? La del mercado de la placita, a un lado del Gran Teatro. La
que va dar a la Muni. Bueno, allí le roban el celular a Héctor, un iphone
nuevito. Por mula: iba con la ventana bien abierta. Qué rápidos, qué invisibles
se acercan: el Nero y el Catracho. Cuando Héctor se da cuenta, ya le tienen
puesto el cuete.
–El
celular, culero, ¿dónde tenés el celular? –le gritan.
¿Dónde tiene
Héctor el celular? Lo busca sí, atenazado por la impaciencia evidente del ojo /
boquita de la pistola. El pánico de la situación contrapuntea la parálisis del
tránsito, que está a la espera del semáforo en verde. Apúrate serote o te vas
al otro barrio. Pese al nerviosismo, Héctor lo encuentra: el iphone, y sus
cuarenta aplicaciones. Se los entrega en seguida. El Nero y el Catracho
desaparecen como fantasmas. El semáforo cambia. Mil bocinazos. Este egoísmo
general de la gente se hace ver en la manera en qué te tratan mal hasta por ser
asaltado. En tanto, Héctor está un poco cagado, pese a todo agradecido. Sigue
neciamente su camino.
Héctor llega a su casa, en la zona
14, llama a Cristina su novia para contarle lo que ha pasado, toma una larga
ducha caliente, sale a comprarse un chai al Barista de la esquina: se
reaburguesa, se reinsulariza; y pone a ver un partido en ESPN, en bata. Si algo
nos puede hacer olvidar la condición humana, es el sonido susurrativo de un
partido de ESPN. Y una bata, naturalmente.
Y luego se le ocurre: llamar. Por
mera curiosidad. Llamar a su iphone, a ver si los ladrones contestan. Así que
agarra su blackberry (aparte del iphone Héctor usa un blackberry, hasta qué
punto es pretencioso) y marca. Directo a buzón.
Héctor se viste, con el
pensamiento tendencial de salir. Conecta con un par de amigos, con quienes va a
comer a ese restaurante tai, no sin ponerse una borrachera franca y abierta.
Cuando al fin regresa a casa (rebotando contra paredes, quebrando un jarrón de
Kalea) decide rellamar a su iphone. Y, sorpresa, le contesta alguien:
–Qué pedo.
Vos me robaste mi celular apura a
decir Héctor, procurando enfocar una voz temeraria.
Peráte, responde el otro. Héctor,
obediente, espera. Hasta que vuelven a hablarle: qué pedo. Héctor, con disminuida
convicción, repite: vos me robaste el celular. Vos Catracho, es el canchito del
celular, exclama el ente al otro lado de la línea, a alguien presumiblemente apodado:
“Catracho”. Y dice que quiere su celular de vuelta, el verga. Se escuchan risas.
Quiero mi celular de vuelta, reafirma Héctor. Cómo así de vuelta. De vuelta. A
vos un escopetazo te vamos a meter, compadre, si seguís con esa casaca. Ese
celular es mío, fue un gane limpio culero. Héctor (no sabe por qué) replica: te
lo compro. ¿Cómo así me lo comprás? Quiero comprarte de vuelta mi celular.
Pausa. Por fin, el ladrón anuncia: Órale pues. Y agrega: baa: ¿sabés dónde está
la Litía? ¿La Litía, el mercado? Sí pendejo, el mercado. Héctor afirma que sí (aunque
por un momento no está seguro). Pues llegáte mañana a las doce, y andá sin
nadie carnalito o te soltamos un par de bombazos. ¿Y dónde nos vemos? Nosotros
te buscamos. Solo llevá quinientas varas. Y finaliza la llamada. Héctor se queda pensativo. ¿No es una
estupidez tratar de hacer negocio con este gente? ¿Con qué objeto recuperar su iphone?
¿Por qué no simplemente comprar otro? Con un sentimiento carroñero de
indefinición, Héctor se echa a dormir.
Al otro día, Héctor se levanta desorientado.
Así apendejado por la goma, se hace un café bien cargado. Y sale rumbo a su
despacho en Las Margaritas. Estaciona su carro. Saluda a la secretaria. Se
sienta en el mullido sillón, el de su oficina. Más tarde, Héctor recordará su
cita de La Litía. Y por alguna razón, en vez de desistir, le dirá a su
secretaria que le cancele la otra reunión, la de las once. Da la sensación que
Héctor está con ganas de tocarle los huevos al diablo. Justo antes de salir hacia
La Litía, lo llama la Cristi. Hablan y ella lo nota como distante, como en el
cielo.
Ahora Héctor ya está en su carro. Se
siente saturado de una oscura libertad, mientras maneja por la Reforma. La
música ocupa los rincones del Audi. El sol resplandece en las ventanas de los
edificios. Un mendigo se acerca a pedirle dinero. La mano del mendigo es como
la mano desnuda de un mono.
19 calle zona 3. La Litía. Una
pequeña zona de varias cuadras de comercio: ropa, productos 9.99, mercadería para
la clase media baja. Deja Héctor el Audi en un parqueo, cosa de que no le
rompan el vidrio. Con dureza fingida, Héctor transita dentro de las tiendas.
Más allá, el cementerio general, con su tinglado de zopilotes. Pero eso más
allá, aquí son las viviendas hechas almacenes, y la gente enervada comprando cositas.
Finalmente, Héctor sale a la acera, y se queda esperando en una esquina, como
un idiota. Entonces ella se acerca.
No es una niña, ciertamente, ¿pero
una adulta acaso? Se dirige a él: seguíme. Lo dice rápido, embistiendo. Van
zigzagueando ambos en las muchedumbres, se meten a cualquiera de los almacenes.
¿Traés el dinero, puto? Héctor nota que ella tiene un pequeño, pequeñísimo “XV3”
tatuado en el mentón. No es algo que la afee: al contrario. Héctor aísla su
rostro del resto de la escena: lo que queda es una imagen casi pura. Luego le
entrega el dinero. No sabe por qué pero pregunta: ¿y vos cómo te llamás? Ella duda,
pero responde: “Me dicen la Chiki”. Una sonrisa, un instante de perfección,
aflora en su cara, y luego se redefine en un rictus de violencia. Ella le da el
iphone. Luego desparece entre la gente.
Esa misma noche Héctor sale con la
Cristina; van a comer a Dim Sum, en ese nuevo edificio de la Diagonal, cerca
por cierto de su oficina. Cristina es bella y huesuda y un poco aburrida. En
líneas generales, está con ella no porque la ame, sino porque así se fueron
dando las cosas. Hoy Cristina está más aburrida que nunca. En privado y para sí
mismo, Héctor desea que la cena termine pronto.
Cuando en efecto termina, la pasa
dejando a su casa. Tras lo cual decide llamar a un viejo amigo… Uno de esos
expendedores de éxtasis que venden a domicilio. Le pide un par de píldoras.
Héctor no es un consumidor avorazado, pero a veces le gusta elevarse un poco.
Casi llegan los dos al mismo tiempo a la casa de Héctor. Hacen la transacción.
El otro se va, y Héctor hace se mete muy sencillamente una de dos pastillas. Y
está muy decente. Héctor supone que ha hecho bien en comprarla y sale a su
jardín; en el cielo las estrellas levitan: él ya está medio reventando. Es muy cierto:
Héctor se siente cada vez mejor. Toda clase de sensaciones insinuantes y
evocadoras ondean en su piel. El cuerpo, antes una fortaleza de tensión, ahora
es el laboratorio de las más agudas excitaciones de clase quinestésicas. Una
detonación de bienestar. Y es en tal momento cuando su teléfono suena. Para su
gran sorpresa, es ella: es la Chiki.
Héctor no lo puedo creer. Ya en la
corriente de la droga, Héctor la saluda efusivamente, terminan hablando durante
una buena media hora. Ella le propone que se vuelvan a juntar en la Litía, al siguiente
día. Y él, en la euforia del éxtasis, accede.
En la Litía, nuevamente. Héctor
otra vez circulando entre prendas y productos, enlatados, juguetes, moviéndose
entre otras criaturas, algunas de clase media y otros más bien ricos que han
cruzado la frontera del pudor de clase. Pronto Héctor se entera de la presencia
de la Chiki; ella se acerca sinuosa, sigilosamente a él, y lo besa,
directamente. Lo único que él sabe es que le ha gustado este beso húmedo y
tramposo. Se van juntos a algún motel de la zona 1, y ahora está ella sobre él
balanceándose rítmicamente, exhibiendo sus tatuajes que parece como si gotearan
sobre la carne. Él no quería terminar cogiéndose a una pandillera; él no quería
traicionar a Cristina; él no quería acudir a esa cita fatídica en la Litía; y
sin embargo, lo ha hecho, y el orgasmo es inminente y ella diciendo, ¿te gusta
papito?, ¿querés más papito?, él suelta y se deja fluir dentro de ella, y ella
lo sabe y lo siente y lo mira con una sonrisa entre tierna y perversa. Una vez
consumado todo, la Chiqui se viste. Y si se está vistiendo, ¿es que ya se va? Y
si ya se va, ¿es que la volverá a ver de nuevo? “Lleváme a la Litía otra vez”, se
limita a decir ella. Así dice, y él siente como que no se quiere apartar aún de
ella, pero calla.
Al bajarse del carro, ella le
comunica con los ojos enchispados: “No te preocupés; yo te llamo y nos vamos
otra vez de vacile”.
Y así lo hacen. Una y otra vez, de
hecho, repiten eso de juntarse en el mercado de la Litía, y luego irse a enmotelar.
Ella breve y erguida sobre él, perniciosa, siempre cabalgándolo, pozo hacia arriba,
diamante tatuado, primera y última, loquita, sensual (¿querés que te chime, querés
que te siga chimando?); él abajo, extasiado, fermentándose, en un cuarto cuya
vida eran ellos, los dos, encapsulados, sudorosos. Le empieza a comprar
regalitos, primero allí mismo en La Litía, luego le da otros más caros, adquiridos
en los centros comerciales. Ella los aceptaba sin complacencia, con cierto
orgullo, una sonrisa cómplice. Héctor empieza a perder la cabeza por ella, en
ese agosto brutal.
Un día, en un acto de franca
locura, la lleva a su casa. Ella mira todo con los ojos abiertos, nunca ha
estado en un lugar así. Termina mamándosela en la regadera, y solo se detiene
para decir te gusta baa canchito. Están los dos en la cama, ella fuma, él toma
de una lata de cerveza semicaliente, y ella pronuncia las palabras:
–Vos me trajiste a tu casa. Ahora yo
te llevo a la mía. Te voy a presentar a mi mamá, y a mi hermano. Héctor no
puede metabolizar eso que le ha dicho, porque de golpe ella ya se la está
mamando de nuevo.
Nuevamente, se juntan en La Litía,
pero en vez de agarrar a un motel de la zona 1, se dirigen a otro lado: El
Limón.
La colonia El Limón es un nido
gélido de hecho de block. Una zona extrema en donde los cuerpos aparecen
desmembrados en bolsas y las cabezas en lotes y zanjas en la madrugada. Sumidero
de pandillas, las paredes están putrefaccionadas por señas territoriales, y la
gente va caminando con un perenne sentimiento de desconfianza en el rostro. Es
frecuente escuchar a las madres gritar, mientras abrazan el cuerpo sin vida de algún
hijo, ahora asesinado, que no llegó nunca a mayor de edad. Chiki va explicando:
“Abrí los ojos. Aquí los dieciocho tenemos el control de la pinta y de la calle.”
El audi impecable–espejeante de
Héctor refleja toda el miedo y paranoia de la colonia el Limón. Lo dejan arrimado
en un punto, a partir del cual siguen a pie, por corredores angostos, grises, zigzagueantes,
feos. Por las ventanas, hay ojos obsesivos, viéndolos pasar. La Chiki prende un
puro de marihuana: una brasa en un atardecer sin gloria. De vez en cuando, una
tiendita cerrada, con un olvidado y cianótico letrero de Tigo o Claro. La Chiki
ha emprendido un monólogo sin fin. Aquí la jura no chinga…, el mortero está
seguro…, mataron a mi compadre el biboy…, los fuimos a reventar a todos…, hay trama
para los que no tienen trama...., somos gangstas de verdad…, no como ustedes,
putos con dinero…, los civiles nos respetan y nos tienen miedo… Finalmente,
llegan a la casa de la Chiki, enfrente de la cual juegan pelota dos niños
oscuros; cuando miran a Héctor, se detienen; lo auscultan, sin aprobación,
altivos; la noche ya está entrando, pero es una noche seca, sin saliva; Chiki
abre la puerta de metal, comida por algún ácido innombrable. Entran.
Lo primero que Héctor discierne es
un patojito jugando al playstation. La enormidad del televisor contrasta con la
modestia del espacio. El niño le da la bienvenida a ambos con uno de esos
típicos y arcanos gestos con que los mareros se identifican. Héctor le pasa la
mano en la cabeza al chico, pero éste se aparta, sulfurado. Héctor comprende que
ha sido un error de su parte: el cariño no es bien recibido en lugares como
éste. En tal momento, entra de un cuarto contiguo una señora muy arrugada,
presumiblemente la abuela de Chiki, pero resulta que es su madre. La señora
está como abrumada por la presencia de Héctor, y lo trata con deferencia
exagerada: nunca ha tenido un invitado como él. Va arreglando la casa con
urgencia, mientras sigue diciendo a la Chiki me hubieras dicho que ibas a traer
visita. No se preocupe, señora, le hubiera querido decir Héctor a la señora.
Pero no lo externa. Ella hasta se pone a cocinar –el pollo, el arroz– mientras
todos le oyen hablar sin detenerse. Ya calláte vieja serota, hombre, no te para
el hocico, le inserta con gran elegancia Chiki. Finalmente, se sientan todos en
la mesa, y están en camino de comer, cuando la puerta se abre. La señora se
arquea un poco, al ver a su hijo: el hermano de Chiki.
Y Héctor reconoce al mismo que le
robó el celular. Ya llegó el mero ranflero, raza, son las palabras de Nero. Se
le ven a Nero las lágrimas tatuadas, mitológicas. Y Nero reconoce a Héctor. Qué
pasó perro, le dice al invitado. Nero está sin camisa. Cómo estás, replica
Héctor más bien murmurando, como confuso por la abrumadora cantidad de tatuajes
de Nero. Suave, responde. Pronto Nero saca una botella de aguardiente, y le
sirve a Héctor en un vaso dudoso. Tome pues compadre. Héctor se empina el vaso,
acaso para sentir que no es tan cobarde como se siente. Tenés huevos de venir
aquí, sonríe Nero. En cualquier momento poc poc, ¿me entendés? Somos tiniebla
de la dieciocho, nos están buscando los sureños putos, compadre, pero aquí no
andamos con pajas, aquí se brinca o se brinca. Tome más guaro, que hoy es mi
invitado. Mi trama es tu trama, mi guaro es tu guaro, mi redra es tu redra, ríe
Nero largamente.
La señora también está tomando, y hasta
el patojito. La Chiki rola un puro, que hace circular entre los presentes. Se
va creando un clima de humo y aguardiente.
Nero es como un animal encendido,
gritando sobre el barrio y la raza mientras ingiere más y más licor. Yo tomo
por mis lágrimas, compadre. Cuidadito con mi hermana, porque mi hermana es jaina.
Me caés bien loco. Te voy a enseñar el saludo de los carnales. Allí estás,
perro, pura sangre dieciochera, vida loca.
Al final terminan todos bien
borrachos –Héctor, la Chiki, Nero, y hasta la señora, y hasta el patojo. La
señora doblada en una cama, y al lado el patojo, inconscientes. Héctor y Nero
jugando al playstation. En un momento, Nero saca una pequeña pipa de vidrio, le
da de probar a Héctor, que no se atreve negar la invitación: la piedra se
desvanece en un instante, Héctor entra en un estado de estupor eufórico.
–¿Tuyo es el carro afuera?
Enseñáme esa mierda.
Y ahora Nero y Héctor manejan por
la ciudad licuada, delictuosa y nocturna, en el Audi, en donde flota la música
como un zumbido brutal. Guatemala es una babosa que demanda ser guillotinada.
Arde el Audi y traspasa las viscosidades urbanas con sus diez mil uñas
relampagueantes.
Héctor regresa una y otra vez a la
colonia el Limón, en donde poco a poco le van conociendo los homies, en
particular uno de ellos –el “Catracho”– que es primo del Nero, un hondureño
rudo y letal. Aparte de juntarse con Nero y Catracho, Héctor también se va con
Chiki a los moteles, en donde alborotan las sábanas. Se puede decir que sigue
yendo al bufete, pero es como si no fuera del todo. Se puede decir que sigue
frecuentando a Cristina, pero es como si no la viera para nada. Cierta noche,
la Chiki le advierte a Héctor: “Un día el Nero te va a pedir un favor. Si
querés quedarte conmigo, vas a tener que dárselo.” Héctor asiente. Otro día, la Chiki le regala a Héctor una
pequeña estatuilla de la Santa Muerte, y ésta los observa mientras cogen y sudan.
Semanas más tarde, Héctor recibe
un mensaje de texto, cuando está durmiendo en su casa, con Cristina, a altas
horas de la noche. Cristina no se despierta, pero él sí que presiente y escucha
el amortiguado ronroneo y vibración de su iphone. El mensaje dice: “Mañana vení
a mi casa a las tres. Nos vamos de vacile 666. Nero.” A Héctor le cuesta
conciliar nuevamente el sueño.
A las tres en punto, Héctor llega
a la casa de Nero. Un sentimiento de inquietud lo mitiga, lo achiquita por
dentro. Pasá, oye a Nero. Héctor pasa. El Catracho está sentado en un silla. Y
la Chiki, pregunta Héctor. No está, contesta Nero. ¿Llevás el mazo?, le
pregunta Nero al Catracho. Me extraña, responde éste. Vamos pues. ¿A dónde
vamos?, pregunta Héctor. Vos no andés preguntando nada ni me vengás con mates. Se
suben los tres al Audi. Héctor no sabe si preguntar la dirección, finalmente lo
hace. Vamos a tu zona. ¿Cómo a mi zona? A la zona donde vivís. Un pequeño
espanto se anida en el bajo vientre de Héctor. Nero pone un disco de hip hop:
la lírica va y viene simétrica y militante. Llevános a tu casa, Nero está
forjando un puro de marihuana. Héctor tiene un pésimo presentimiento. Llegan a
la casa de Héctor, y éste dice ya llegamos. ¿Aquí vivís? Sí. Bueno, seguí
manejando. El carro circula por las calles de la zona 14. Allí paráte. ¿En
dónde? Al lado de ese maje, simón, allí. Héctor discierne y comprueba cómo ese
maje resulta ser un típico adolescente de la zona 14, caminando tranquilo por
la vida. El Nero saca una pistola, inexpresivo. Héctor palidece. El Catracho
también ha sacado su arma, y permanece despreciativo en el sillón trasero del
vehículo. Cuando ya están suficientemente cerca del adolescente, el Catracho
sale y lo encañona, embrocáte allí pendejo, o te reviento, y lo encarama a la
parte de atrás. Héctor pisa el acelerador. Suave, andá suave, empieza a decir
Nero, o querés que nos caiga la tira. Las calles–avenidas se suceden sin orden.
Héctor procura no pensar en lo que acaba de ocurrir, en lo que acaba de tomar
parte. Basculeá a ese serote, ordena Nero al Catracho. Le quitan al adolescente
la billetera, el reloj, el celular. En la billetera encuentran una tarjeta de
débito. Entonces Nero le dice a Héctor, buscá un cajero automático, vamos a quitarle
todo a este puto. Héctor busca un cajero, uno que no esté muy visible. El
adolescente está cagado. La mirada del Catracho se interesa en su mirada aterrorizada.
Lo bajan encañonado, al pobre adolescente, que va con una expresión catatónica.
Pero inclusive así procura zafarse, y el Catracho contraataca puyándolo más con
el arma. Y entonces se queda quieto, como un gato asustado. Cómo te hagás el
pendejo, te suelto dos bombazos, le dice Nero. El adolescente procede a sacar el
dinero, del cual Nero se posesiona. Vuelven a meter a la víctima al carro. Unas
cuadras más adelante, Nero le pide a Héctor que pare. Y echan del carro al
asaltado. Héctor hunde el acelerador. El Nero se pone muy eufórico, enseguida, grita
por la ventana. Los tenemos fichados culeros. Los tenemos en la lista negra.
Dieciocho en grande. Los juras me pelan la verga. Diez y ocho por siempre. El
Catracho fuma piedra, ya. Paséme esa onda, dice Nero, le vamos a dar de fumar a
este jomboy por defender el barrio. Y le colocan la pipa a Héctor, que aspira.
En el brazo de Nero, hay una virgen y una calavera.
Héctor y la Chiki se van a
encerrar a un motel, y durante dos días
fuman piedra. La pequeña boca de la pipa presenta un tono amarilllento. En su manera
de fumar el crack, la Chiki presenta un aspecto y tono diabólico, está como
destilada de aversión por la existencia toda. Las piedras se desvanecen
automáticas, espúreas, inasibles, siempre insatisfactorias. Las paredes
verdosas del cuarto ínfimo parecen más cercanas cada vez. Los dos han
conseguido establecerse en un estado de ira–terror avanzada. Lo que les cuesta
cada vez más es salir a comprar más droga a la calle. Dinero hay, porque Héctor
tiene dinero. Pero el miedo, el miedo a toda esa luz del día entrando en sus
retinas… Y el teléfono de Héctor recibiendo todas esas llamadas perdidas de
Cristina. Y la Chiki cada vez más celosa, más desencajada. Héctor tiene miedo de
que la Chiki responda alguna de las llamadas de Cristina, y termine diciendo
algo así como Héctor es mío hija de la gran puta, yo sí te voy a ir a buscar
con todo y chimba, serota… La Chiki y Héctor se hunden en un mar de humo y
sexo, dos sombras afiebradas, buscándose con rencor, como cubiertos de gusanos,
adquieren el aspecto de una misma bestia linfática y chillante, con ojos de
aguardiente, y manos de saliva sucia, chupándose en la noche. Hasta que él ya
no puede más, le resulta imposible entrar en ella, está demasiado cansado y
drogado, y ella lo aparta, con desdén, y fuman y fuman, prendidos a la pipa
lisa, quemándose los labios, ahogándose en un silencio seco de alambre. Suena
el teléfono nuevamente: hoy sí, se levanta bruscamente la Chiki, y ya está
gritándole a Cristina, pero resulta que no es Cristina, es el Nero, y el Nero
quiere hablar con Héctor, baa apuráte, serota, pasáme al Canchito o del pelo te
voy a ir a agarrar. Héctor toma el celular con mano pulposa, irreal. Veníte
pero ya a la casa, le manda Nero a Héctor. Héctor tiene miedo de salir pero aún
más miedo de Nero. Ya sé que es paja que vas a regresar, está diciendo la
Chiqui. Con un mortero te voy a estar esperando hijueputa, aunque vaya a dar al
penal. A mí me vas a respetar, que yo no soy jaina de nadie, me entendés verga.
Si no te mato yo te matará la pandilla… Cada frase que ella suelta es como una
navaja, algo que se metaliza duramente en el ambiente. Chiki no termina de
gritar, Chiki tira cosas, Chiki está endemoniada. Héctor siente ya asco de
ella. Quiere decírselo. Pero nada dice. Simplemente se aleja, por el corredor,
por las escaleras, y aún escucha, residualmente, los gritos de ella que son ya
lamentos. En un parqueo a dos cuadras, está el Audi esperándolo. Maneja por la
ciudad, como a través de un vapor de irrealidad. La ciudad de Guatemala es toda
ella una tumba, un matadero en donde niños matan a otros niños y un día no
habrá más niños que matar, no habrá nada excepto un rito, una iniciación, un
tatuaje.
Nero y Catracho se suben al carro.
Ya los dos –ya los tres– están fumando piedra. Especialmente Nero está fumando
piedra. Nero prácticamente le arranca la pipa a Héctor, que protesta. Hágale
huevos, compradre, a mí no me va a hacer esa cara, cómo así. Si usted aquí está
para servir a la clika. Yo estoy de guinda pero no me ando quejando, porque mi
alma es de la vida loca y no se anda con mamadas. Soy de la mara eighteen, me
entendés, baa. Así que ponéte vivo y sin casaca. Si querés de esta onda te la
vas a tener que ganar con puro respeto pandillero. Si quiere ser soldado entonces
déjese de pajas. Cien veces me han querido bombear. La cagada es que siempre
les veo la cara, a los serotes. Praka praka. Me los bombeo a todos los putos.
Puro diezochero de corazón. Te estoy hablando suavecito pero no estoy pidiendo
que me hagás el paro, ¿me estás viendo, talega? Si no querías problemas te
hubieras quedado en tu mansión. Mirá a tu alrededor… Mirá las paredes…. Los
bróderes andan bien claros… Si querés vacilar tenés que trabajar. Todos ustedes
ricos de mierda ya tienen luz verde. Poc poc. Nosotros el barrio. Somos todos y
somos nadie. No nos ven pero ya estamos allí.
Y Nero sigue hablando mientras
guía a Héctor hacia áreas ignoradas de la ciudad. El audi avanza por callecitas
huérfanas. Se siente un olorcillo a ilegalidad y muerte. Héctor no sabe ni en
qué momento ha entrado a este lugar infernal. De golpe todos en la calle son
como Nero, traducen una especie de odio excepcional, decretan una altivez que
da miedo. Si Héctor quisiera salir de allí no sabría cómo hacerlo. Finalmente
llegan a una casa sobre la cual un color rosa infame se pudre a gusto. Al
ingresar en ella, lo primero que Héctor nota es la estatua de Santa Muerte,
viéndolo fija con una mirada que es una admonición. Meten a Héctor al cuarto
adyacente: allí hay un bulto tapado. El Catracho quita la chamarra con un gesto
seco: es una señora, es evidente que de clase alta, y evidentemente con mucho
miedo. La señora no entiende lo que está ocurriendo, asume a lo mejor que están
trayendo a otro secuestrado. Nadie quiere pagar por esta vieja serota, dice
Nero. Así que nos la vamos a bombear. La señora está amordazada, por lo cual no
puede gritar, pero está claro que está gritando. Nero ya tiene el arma en la
mano… apunta a la señora… y luego con un gesto seco le pasa la pistola a
Héctor. ¿De veras creías que te ibas a ganar así nomás a mi hermana, que ibas a
entrar al barrio sólo por tu cara de maje? El barrio rifa... El barrio
controla… Y vos tenés que hacer algo por el barrio, así que mostrá el orgullo
verga. La señora parece que ha entendido, eso se nota en su rostro desteñido,
en sus senos convulsivos y temblorosos. Pero a Héctor le cuesta un poco más
entender. Héctor siente el peso metálico de la pistola, naufraga en una fuerte
indecisión. Pero allí está toda la mirada perfectamente real de Nero. El barrio
controla, ha dicho. El Catracho se mueve como bajo el efecto de una música
invisible. Héctor sabe lo que tiene que hacer, levanta la pistola, para su
sorpresa con un pulso más bien firme.
En ese momento se da un gran
estruendo. Héctor, asustado, sin querer, nervioso, dispara. El Comando
Antisecuestros ya está irrumpiendo en la casa, y en el cuarto, poniendo a Nero
y Catracho contra el piso, amarrándoles. A Héctor lo saca alguien abruptamente
de allí, no acierta a intuir cómo. Al parecer, el Comando Antisecuestros ya
tenía controlados a Nero y Catracho por el rapto de la señora, y en ese momento
decidió ingresar en el recinto, para rescatarla.
Lo que el Comando Antisecuestros
no se molestó en descifrar es la presencia de Héctor en la casa. Sencillamente
asumieron que se trataba de otro secuestrado. Así presentaron el caso ante la
prensa, de hecho, y por supuesto Héctor nunca desmintió la versión. Tampoco nada
se dijo sobre cómo los del Comando Antisecuestros asesinaron extrajudicialmente
a Nero y Catracho. Él los había visto ya amarrados en el suelo, así que la
historia de que habían muerto en un tiroteo era por demás una mentira. La
señora secuestrada, la única que podría haber incriminado a Héctor, había
perdido la vida cuando la pistola se disparó. Toda estaba bien.
Héctor volvió a su antigua vida.
Toda su familia estaba en shock; lo trataron como se trata a un soldado cuando
vuelve a casa después de una larga guerra. Lo mismo en el trabajo. Cristina ni
decir. Era una simple cuestión de asumir el papel, de hacer alianza con el
personaje, de mentir, artísticamente. Los secuestrados tienen algo de
inmortales, algo de eternos y mitológicos.
Lo primero que Héctor hizo fue
deshacerse del iphone. Lo agarró a martillazos y tiró luego los pedazos en
algún basurero. También se cambió de casa. Cosa que todos a su alrededor
celebraron; quizá lo vieron como un acto positivo, un deseo de sanar y seguir
adelante y esas cosas. Al poco tiempo, Héctor se reintegra completamente al
trabajo, realiza labores con renovada alegría.
Tres meses más tarde, Héctor se
encuentra en su despacho leyendo el periódico –el skyline de la ciudad es
observable desde su ventana, como la promesa de algo que se expande y asciende–
y es cuando se entera de que han matado a la Chiki.
Más precisamente, la han
decapitado.
Al parecer unos miembros de la
mara Salvatrucha.
Añade el reportero que la occisa
estaba embarazada.
Lamentablemente, Héctor no termina
de leer la noticia, pues su secretaria le notifica que su jefe lo está
llamando.
Mientras Héctor camina hacia la oficina de su jefe, por el pasillo alfombrado, piensa que tiene como ganas de irse a dar una vuelta al mercado de La Litía. ¿Y si se lo propone a Cristina? Pero seguramente Cristina le va a decir no, que los van asaltar y esas cosas. Hay partes de la ciudad que Cristina simplemente no conocerá nunca.