7–39

Café Copain



CONTEMPLO a través de la ventana de este café: la lluvia, las flores, una especie de pequeño vivero, en donde hay muchos bonsáis. 
           
Se está bien, aquí adentro. Las aspas del ventilador apagado; la televisión emitiendo suaves fogonazos de un capítulo viejísimo de una serie pretendidamente cómica; las mesas metódicas y vacías: se está bien, aquí adentro.   
           
Tanto así que al entrar la mujer me enfado un poco: es como si ella, con su presencia, arruinara el instante, la intimidad deshabitada del Café Copain –así se llama este lugar–.
           
No le doy mucha atención, aunque alcanzo a percibir que está empapada de lluvia, escucho cómo pide un café con voz suave, y siento su perfume ensañado y fino, penetrando la atmósfera. 
           
Más allá de eso decido ignorarla y me pongo a ver las gotas diseñar jeroglíficos en la ventana.  
                       
Pero no será por mucho tiempo: algo me empuja a darle más consideración, a la mujer. 
           
La veo detenidamente.
           
Y no lo puedo creer.

Y sin embargo es la misma persona que atropellé hace unos años, estando borracho.
           
Lo recuerdo todo, ahora: la calle, la noche, la lluvia, más fuerte, más adusta que esta…

Nunca la vi.
           
Me bajé del carro, confuso. La tomé en mis brazos: estaba muerta.
           
Luego huí, sin decir nada, dejando atrás su cuerpo sin vida.
           
Pero no pude olvidar su rostro.
           
Me encierro en el baño. Me echo agua en la cara, una y varias veces... Por fin, resuelvo salir, confrontarla... ¡La culpa me ha asfixiado durante tantos años!
           
Pero ocurre que, al salir, ya no está.
           
–¿A dónde se fue? –pregunto al mesero.
           
–¿Quién? –responde él, indolente.
           
–¡La mujer, hombre!
           
–¿Cuál mujer?
           
Comprendo.
           
Pago la cuenta.
           
Tomo el paraguas.
           
Otro invierno ha caído en la ciudad.



































Grande, bien trajeado



Salí a fumar a la a terraza que va a dar a la avenida.

Y entonces la vi.

A la miserable de mi ex mujer.
           
Iba con otro. Los dos abrazados.
           
Un tipo grande, bien trajeado.
           
No me vieron.
           
Yo sí los vi a ellos.
           
Y se miraban felices.
           
Y me di cuenta que todavía la quería.
           
Y que ella no me quería a mí.
           
Y entraron al edificio.
           
Y yo quise seguirla, decirle algo.
           
Pero todavía no me terminaba el cigarro.





















Hoy vi a un buen samaritano



HOY VI a un buen samaritano.
           
Fijáte que yo estaba cabal enfrente de ese edificio que se llama Las Brisas, donde hay una gran escultura como de hierro, no sé si lo conocés.
           
Como se me había terminado la tarjeta del celular, paré el carro para hablar en un teléfono público que hay en la esquina, y me disponía a marcar, cuando vi a una anciana que quería cruzar la calle, y cruzar la calle allí no es nada sencillo, olvidáte... Será que la ayudo, todavía pensé... Pero andaba bien urgido con eso de la llamada, ya ves que el trabajo no perdona…
           
Se notaba que la anciana andaba ya medio desesperada… Daba hasta tristeza verla… Con sus zapatos bien blancos... El carrerío pasando….
           
Entonces un niño de esos que lustran zapatos vino a rescatarla. Como de diez años, el patojo. Lo increíble es cómo se puso a parar el tráfico –¡él solito!– para que pasara la vieja.

Ya te imaginarás la bocinada que le dieron… Una gran bulla... Pero se mantuvo firme... Diez años, si mucho… La doña bien agradecida...
           
Se me llenaron de lágrimas los ojos y le fui a regalar diez varas.

El patojo primero me miró como sorprendido…

Después caminó con su cajita…




















El Fauno



ESTOY MIRANDO la escultura llamada MARE TRANQUILITATIS (o en español: Mar de la Tranquilidad) del artista Dennis Leder, cuando siento que algo breve, furtivo, pasa a gran velocidad detrás de mí. Me doy la vuelta, asustado. Es una pequeña criaturita roja, y tiene cuernos, y siendo humana es a la vez animal. Sin saber por qué, me echo a correr detrás de la cosa. Y allí vamos los dos en gran carrera, ahora por la rampa que da al estacionamiento. Bajamos así por las escaleras metálicas, el fauno primero, y luego yo, y casi lo agarro, pero con sus pequeñas patas de cabra consigue desplazarse, con celeridad exasperante, y se me termina escabullendo, el condenado. Y como es tan pequeño –yo antes pensaba que los faunos eran muy grandes, más corpulentos, pero resulta que no– se va metiendo debajo de los carros sin ningún problema. Enseguida enfila al sótano dos, en donde es más difícil verlo, porque allí no hay tanta luz. Cuando al fin lo descubro agazapado debajo de una Toyota RAV 4, sale volado y sube por la escalera que está a un lado del ascensor. Y a partir de allí trepa el muro contiguo al Centro de Pago, para huir sin que pueda yo darle alcance, saltando a la propiedad de al lado. Ignoro si tendré otra oportunidad en esta vida de atrapar a un fauno.




























Tres en el ascensor



EL ASCENSOR, de golpe, deja de funcionar: hay tres personas adentro.
           
Una de ellas es claustrofóbica; por tanto se pone nerviosa, luego histérica.

Como no se calla, las otras dos deciden matarla.
           
Pero luego no saben qué hacer con el cadáver.

Hacen una lluvia de ideas.
           
Cuando el ascensor vuelve a funcionar y abre nuevamente sus puertas, en el primer piso, hay dos personas vivas, ningún cuerpo.
           
Es una lástima que ambas consiguieran dar con un plan tan brillante para deshacerse del cadáver, pero nunca en cambio tomasen en cuenta la cámara que estaba observando, todo el tiempo.






























Amor



ESPERO, sentado.

En la óptica alguien habla sin parar. Más allá un señor mayor vacila hacia el elevador. Un guardaespaldas circula, da vueltas, desconfía hasta de los demás guardaespaldas. La señora del carrito avanza (el carrito lleva: café, gaseosas, lleva cosas de comer) y asumo que su misión en la vida es pasear el carrito de local en local, y que alguien le compre refacciones.

Hay una especie de brisa apreciable y silenciosa, yendo y viniendo.

No tengo prisa, no tengo ansiedad: simplemente espero.
           
Y entonces ella.
           
Es la mujer más hermosa que he visto en mi vida.
           
Es alta, su pelo negro, camina con gracia a la vez organizada y sensual. Lleva uno de esos maletines cuadrados de visitador médico, uno de esos que tienen rueditas, como si fuera equipaje de aeropuerto.
           
Y en el acto entiendo que ella va a ser mi esposa.
           
Así que me levanto, como en trance, y en una especie de mágica impertinencia, le digo:
           
–Usted y yo vamos a ser muy felices juntos.
           
Ella ríe.  


















Baño público



ANDRÉS se dirige al baño público del primer nivel. En cuya puerta se lee:

                                                POR SU SEGURIDAD
                                                EL INGRESO A ESTE BAÑO
                                                SE ESTÁ GRABANDO LAS
                                                24 HORAS

Entra.

Allí adentro hay alguien: y está llorando.

Un varón llorando en un baño público es algo digno de verse.

Pero Andrés procura no poner su mirada en esta persona, una cuestión de respeto.

Andrés se ocupa de lo suyo.

Luego procede a lavarse las manos.

De la nada, el tipo se acerca: lo cual asusta a Andrés.

–Disculpe, señor –dice–: es que estoy muy nervioso. Fíjese que mi doctor me acaba de decir algo terrible: me acaba de decir que voy a morirme. 

Andrés se queda inmóvil.

–No sé qué hacer –continúa el tipo–. Tengo dos niños… Qué voy a hacer, Dios mío…

Andrés, más y más incómodo.

–Por favor, deme un abrazo –suplica el señor–. ¿Me daría usted un abrazo? Realmente necesito un abrazo.

Andrés duda, pero al final abraza a este pobre hombre, que llora horriblemente.

Y, después, sin mediar palabra, sale de allí, muy rápido: no vaya a ser que alguien entre de pronto, lo mire abrazando a otro hombre, en un baño público. 





Los guardaespaldas



EN VERDAD hay muchos guardaespaldas en este edificio.
           
Están dando vueltas y vueltas, como gatos encerrados, como condenados a muerte.
           
Sus radios emiten mensajes sonoros.
           
Y todos, sin falta, me están mirando.
           
Uno de ellos se acerca a mi persona, me ve cara de ladrón o algo parecido.
           
Y seguidamente otro más, y luego tres, luego cinco.
           
Advierto, con pánico creciente, que ya se han juntado diez: en algún momento se hacinan veinte, treinta talvez.
           
Es como si el edificio los estuviera produciendo mágicamente.
           
Los hay bajos, albinos, bizcos, corpulentos… Me parece inclusive advertir a un jorobado... Y está aquél otro con rostro de felino... Y uno con una larga cicatriz en la frente...
           
Todos forman una masa compacta de cuerpos: un bloque. Intento pasar: imposible. Lo más extraño es que ni siquiera intentan retenerme. Es solo que están allí, poderosamente juntos. Todos llevan la misma camisa blanca, el mismo chaleco negro, los mismos zapatos inefablemente bruñidos. Me vigilan con los mismos ojos hostiles y paranoicos.
           
Siento que me asfixio.
           
Siento que quiero salir de aquí.
           
Al fin, batallando, empujando, gritando ya, consigo abrirme paso a través de este increíble muro humano, y escapar hacia la salida del inmueble.     

Ya en la calle, caigo de rodillas, acaso llorando. Busco mi celular, lo único que deseo en este momento es llamar a mi esposa, contarle todo... No encuentro el aparato por ningún lado... Se habrá caído, cuando intentaba salir de Adentro...
           
Deambulo en las calles, como borracho, en un estado de terror puro…





Caída libre



ACOMPAÑÉ a mi mamá a las clínicas médicas, por eso de su enfermedad. Lo cual no es para mí para nada agradable, porque soy un egoísta y soy un infeliz.
           
Mi hermana es quien generalmente la lleva a estas cosas. Pero esta vez no tenía tiempo. Así que me pidió que lo hiciera yo. Le dije que estaba ocupado. Pero mi hermana siempre sabe cuando estoy mintiendo.
           
Así que nos fuimos a Las Brisas, con mi mamá, y cómo costó llegar al ascensor, y luego a la clínica, que queda en el segundo piso. Y de allí a esperar, y mi mamá quejándose que le dolía esto y le dolía aquello. No para nunca de hablar, mi mamá.
           
Hasta que me harté, le dije que me iba a dar una vuelta.
           
–Pero a dónde vas mijo. Quedáte conmigo mijo.
           
Dijo ella. Ni respondí.
           
Subí hasta el último piso del edificio, por las escaleras. Allí todo estaba muy claro (es por el techo transparente, que deja pasar la luz). Se escuchaba un ruido constante, seguramente algún sistema de ventilación. También estaban todas esas esculturas raras. Desde arriba uno puede ver los pisos de abajo, y luego la isla de plantas que hay en el primero. Me dio un poco de vértigo, pues la baranda es más bien pequeña. También sentí ganas de tirarme. Me pregunté si tendría el valor de lanzarme al vacío, y así dejar de ser un egoísta, un infeliz. Y visualicé mi cuerpo sobre las plantas, abajo, todo dislocado. Y visualicé a mi madre llorando. Y a los guardaespaldas del edificio, con el aliento cortado.
           
Luego regresé a la clínica, en el segundo piso. Mi mamá seguía: alegaba.















Las plantas crecen



NO SABEMOS con qué objetivo, pero las plantas –las mismas que el día anterior estaban tan calladitas, tan pacientes, tan domesticadas– empezaron a crecer descomunalmente, saliéndose de sus macetas y de los jardines y entrando en los locales y creando una tupida floresta casi amazónica en el edificio de clínicas médicas que lleva por nombre Las Brisas. En cuestión de horas, proliferaron a lo largo de los pasillos del inmueble, atrapando con sus ramajes y raíces al equipo de limpieza, a las recepcionistas, a los de la seguridad privada, a los visitadores médicos, y a los médicos mismos, y a los pobres pacientes, que no solo ya estaban atenazados por alguna clase de dificultad fisiológica, ahora eran secuestrados por seres autótrofos mutantes. Los helechos, cuyas hojas tomaron dimensiones pantagruélicas, fueron distribuyendo sombra en los distintos pisos, antes tan claros. Lo peor del caso es que empezaron a surgir plantas carnívoras, con mil dientes oscuros, que se pusieron a comer y digerir a gente del personal administrativo, e inclusive a dos miembros de la Junta Directiva. En poco tiempo, el edificio Las Brisas quedó sepultado, muy al igual que esos templos mayas que han quedado recluidos en la selva petenera. Una auténtica tragedia vegetal.





























Salud Pública



EL PRIMER síntoma de que el edificio de clínicas médicas estaba embrujado fue que las esculturas empezaron a moverse inexplicablemente de lugar, por las noches. Al día siguiente las encontraban en los sitios más dispares. Lo cual causó una paranoia de orden general.

Y no era para menos.
           
Hagan de cuenta que la pieza La madre de las lágrimas de Mariadolores Castellanos (3/3 Bronce y Resina) terminó en la sala de espera de una de las cirujanas del edificio; que Felino con alas de Estefanía Valls Urquijo (P/U Cerámica/Mixta) fue a dar en el parqueo; que Primer Despliegue de Max Leiva (Acero Inoxidable) apareció de la nada en el ascensor; que Suspensión de Luis Carlos (2/7 Bronce) subió como por arte de magia al quinto nivel; y así sucesivamente.
           
Rápido empezaron las versiones de que habían espantos en el edificio. Y en verdad las puertas se abrían y cerraban solitas, a menudo violentamente. Y en verdad las computadoras se ponían a levitar, por cuenta propia. Y en verdad las cámaras de seguridad del edificio capturaron esferas de luz, desplazándose vertiginosamente en el aire.
           
Muy escalofriante.
           
Por lo cual la Junta Directiva, y el conjunto de propietarios, en reunión extraordinaria, resuelve que hay que mandar a llamar a uno de esos grupos de la televisión que se ocupan de investigar fantasmas, poltergeists, posesiones demoniacas y compañía.
           
Pronto llegan los del equipo en cuestión a nuestro edificio de clínicas médicas, instalan cámaras, hacen preguntas, intentan comunicar con algún interfecto. Comunican, exactamente, con ciento treinta y dos de ellos. En tantos años en esta rama de trabajo, jamás habían visto un caso igual. Hacen toda clase de ceremonias y rituales sumarios, pero los fantasmas, que no son majes, no se dejan engañar por tales bagatelas.

Por fin, a uno de los galenos del edificio se le alumbra el coco: ¿por qué no ofrecer a los espectros consultas médicas gratuitas, a cambio de que dejen de joder? En cuestión de meses, todo vuelve a la normalidad.

Con lo cual se confirma nuevamente que la clave de la gobernabilidad sigue siendo la Salud Pública.





El edificio monologa



SE PUEDE DECIR, sí, que soy una criatura feliz, en plenitud. Me da alegría saberme útil, limpio, codiciable, vivo, fuerte, muscular. Siempre hay una orquídea de actividad en cada uno de mis pasillos (pero no tanta como para dejarme agotado, como aquellos inmuebles del estado que hormiguean y hormiguean, ¡pobrecitos!). Así que no puedo quejarme de rutina. Estoy en coordinación con la áurea luz del sol, que me inunda incluso cuando llueve. Me sustenta el ver a tantas personas que vienen a buscar ayuda a las clínicas médicas, y muy a menudo la consiguen. ¡He visto tantos capítulos de esperanza y recompensa! No mentiré: también he visto otros de tristeza y capitulación. Bien: la vida tiene su manera de ser, de administrar lo elevado y lo feo. Dedico a todos mi claridad, mis formas, mis esquinas, mis ascensores, mi respiración (brisa que jamás duerme). Dedico a esos pobres tan golpeados por alguna enfermedad mi plegaria larga de vidrio puro…

































Aparición de la Virgen



EN EL EDIFICIO Las Brisas, y más exactamente en la camilla del consultorio del doctor A…, cirujano plástico de profesión, allí se fue formando, con creciente nitidez, la silueta de nuestra Madre Santísima, liberando una sutil fragancia de flores y una poderosa atmósfera de paz. Hordas han venido a presenciar el fenómeno incontrovertible y milagroso. Al parecer, muchos enfermos han sanado con el mero hecho de entrar al Sagrado Consultorio. Las autoridades del edificio ya no saben qué hacer con el gentío, que ahora inclusive duerme en los pasillos y ocupa todos los niveles del inmueble.






































Cita con la ortodoncista



MIENTRAS VENÍAMOS en carro, mi mamá dijo suavemente que cuando tuviera los dientes arreglados, ya no me iban a molestar en el colegio. Pero yo se que con los dientes arreglados o no, igual me van a seguir molestando. Se lo dije, pero ella no me hizo caso, y me hizo una cita con la ortodoncista, y ahora estamos esperando sentados en este lugar que más parece un lugar para niños que un lugar para mí. Y es que ya no soy niño. Aunque ella, mi mamá, piensa distinto. Mi mamá me abraza tanto a veces que siento que no puedo respirar. Es como si más que abrazarme a mí se estuviera abrazando a ella misma. Luego se va a la cocina, a pelearse con mi papá. Mi papá me dice que tengo que defenderme, como los hombres, para que ya no me molesten. Pero cuando me peleo me molestan más. Yo ya estoy medio acostumbrado. A veces me golpean y sacan sangre... A veces me sostienen entre todos, y uno de ellos deja caer sobre mí una escupida… A veces me puyan con palos... A un mi amigo le rompieron un diente de un trancazo… Por eso le digo a mi mamá que para qué me voy a arreglar los dientes...  La otra vez ellos me quitaron mi nintendo. Y ya no me lo devolvieron. Y cuando mi papá me preguntó por el nintendo, le dije que me lo habían quitado. Y entonces me pegó otra vez. Parecés niña, dijo. Me da miedo mi papá. Yo trato de hacer las cosas bien, para que no me regañe. A veces mi papá se queda callado. Y no sé lo que está pensando, no sé qué va a hacer. Mi papá es dueño de un taller. Y tiene mucho trabajo. A veces me lleva al taller. Pero no le gusta que me meta a su oficina. A su oficina solo puede entrar su secretaria, que me cae rebien, porque me da dulces, y porque tiene el pelo negro y porque le huele rico, y porque me pregunta cómo estás guapo. Es bien bonita. Es más bonita que mi mamá. ¿Por qué a mi mamá no le huele así de bien el pelo? A veces hasta le huele mal. A veces me llega a traer al colegio por la tarde y todavía no se ha bañado. Yo creo que mi mamá no está contenta. Mientras estoy jugando en la sala, la veo, y no sonríe, lo único que hace es mirar la pared y fumar y me dice: allí se acuerda de guardar sus juguetes mijo, pero lo dice por decirlo, porque nunca los guardo, y ni siquiera se enoja. Tal vez porque todavía me gusta usar juguetes es que mi mamá piensa que soy un niño. Pero la verdad es que a mí ya no me gustan tanto los juguetes, aunque de tarde en tarde los siga jugando. Dice la secretaria de la odontóloga que en unos quince minutos nos van a atender. Le pregunto a mi mamá si puedo ir a ver las estatuas. No son estatuas, son esculturas, me corrige ella, sin fuerzas. Y yo salgo a ver las estatuas, quiero decir las esculturas.









Soy tu madre



YA IMPACIENTE por la espera, me pongo a jugar cualquier juego, en el celular. Pero luego de cinco irritantes minutos viendo figuritas idiotas en la pantalla, lo termino guardando. Y es cuando advierto que hay un dibujo colgado en la pared: de Ramírez Amaya.
           
Me levanto, con el objetivo de verlo de cerca. Lleva por título: “Gato al intento de cazar el arcoíris”. Es una pieza finísima, como todas las suyas. Y está fechado: mayo 28, 1994.
           
Lo cual es bastante raro –una espléndida coincidencia, de hecho– porque hoy es, factualmente, 28 de mayo. No 28 de mayo de 1994, claro, sino de 2012. Dicen que en 2012 se va a terminar el mundo. Otros dicen que se abrirá un portal, que ocurrirán Cosas Extraordinarias.
           
Pero aquí nada parece fuera de lo normal: allí está la planta tan verde que parece sintética; afuera un niño –a saber donde– llorando; por la ventana veo un cuate limpiando un vidrio; y un guardaespaldas en el pasillo, con su camisa blanca, su chaleco negro (en donde dice, según alcanzo a leer: “EDIFICIO LAS BRISAS”). Me vuelvo a sentar, esperando a que me atiendan. 
           
Por fin la secretaria –la misma con quien hablé hace un ratito– me llama: que en una hora va a estar listo el cheque.
           
Así que salgo de la Oficina Administrativa y, para hacer tiempo, decido echar un vistazo al lugar. La clara luz del sol se deposita sobre el piso muy limpio. Avanzo viendo hacia arriba: contrastes de negro y blanco; esquinas jugando con el espacio; esculturas por doquier.
           
Un edificio muy singular, para ser uno de clínicas médicas.
           
Creo que en ese momento fue cuando la vi por primera vez: a la Señora. Me estaba viendo fijo.
           
–Marco –dijo por fin–. Soy yo: tu madre.
           
Le expliqué a la Señora que mi nombre no era Marco. Y que ciertamente ella no era mi madre.
           
Me observó con alguna extrañeza, y yo mejor me escabullí a otro nivel del edificio, en donde me senté en una banca.
           
Observé a un niño en una silla de ruedas, y eso me dio como compasión. Luego me puse a pensar en cuánto podría costar alquilar un local en este edificio.
           
Al cabo, veo a la Señora acercándose a mí nuevamente, con pasitos histéricos.

Vieja loca, pienso. Mejor le sigo la corriente, a ver si me deja en paz.

La Señora se pone a llorar, y luego procede a hablarme de mi supuesta infancia, de lo mucho que me quiere, pidiéndome perdón por todo... Yo la dejo que hable... Hasta le permito que me de un abrazo... Luego me dice que me va a esperar afuera… Vaya, le digo yo…

Regreso a la Oficina Administrativa. El cheque ya está listo. Compruebo si escribieron bien mi nombre. Y en efecto, está bien escrito: Marco Tulio González.





































Raúl sigue esperando



Y SIGUE esperando.
           
De hecho, la sala de espera empieza a emanar una especie de textura onírica, desproporcionada.
           
Para empezar, ese niño que lo mira con ojillos un poco locos, desde hace media hora.
           
Luego está la pareja, que continúa peleándose. Completamente ajenos los dos al hecho de que hay otros en el breve espacio que los rodea.
           
Está claro que la recepcionista del consultorio no piensa hacer nada con respecto a esta disputa, más bien da muestras de una amarga ataraxia.
           
Cuando Raúl habló con ella, hace un rato, esta ni se dignó a verlo: había casi desdén en su tono de voz.
           
Quizá lo más extraño de todo es el fotógrafo: con esa enorme cámara digital, tomándole fotos a todos, y a todo. ¿Pero qué diablos hace allí un fotógrafo?, se pregunta Raúl.
           
Ni el niño de la mirada diabólica, ni la pareja peleándose, ni la recepcionista, ni tampoco la adolescente gordita que está tuiteando o mensajeando con su celular, y que cada cierto tiempo ríe, nerviosa, impulsivamente, parecen darle importancia.
           
Raúl decide hojear una de las revistas, toma una del montón, la bota sin querer.
           
Mirada reprobatoria por parte de la recepcionista: como si en lugar de una simple revista, hubiese botado una de esas esculturas sofisticadas que hay en el pasillo.
           
El tiempo pasa, a nadie llaman. Raúl tiene la desagradable sensación de que el Doctor ni siquiera está en su consultorio, de que todo es una puesta en escena, una burla minuciosa.
           
La pelea de la pareja sube de tono. Raúl se pregunta si debe intervenir. Groserías, acusaciones, van creando un intenso campo de hostilidad cada vez más chabacano, imprevisible, entre ambos.
           
A lo mejor debería de ir a buscar a uno de los seguridad. Pero luego recordó la manera en que lo escudriñaron, cuando entró al edificio. El niño, él también, lo está mirando raro, y ahora inclusive parece que lo estuviera retando. El fotógrafo toma interés en esta situación que hay entre el niño y Raúl, y ahora los captura, con su artefacto digital.
           
–¿Podría dejar de tomarme fotos?, es muy molesto –le solicita Raúl al fotógrafo.
           
Este se detiene. Pero luego de un rato empieza nuevamente.
           
Raúl resuelve preguntarle a la recepcionista si ya pronto estará listo el Doctor para verlo:
           
–El Doctor está sumamente ocupado. Hágame el favor de sentarse –dice ella–.
           
Todos los demás –incluso el adolescente– lo miran como si hubiese roto un protocolo sagrado, como si una terrible transgresión hubiera tomado lugar.
           
Raúl vuelve a sentarse. La pareja ya está discutiendo de nuevo.
           

































El médico



EN UN MEJOR UNIVERSO, yo no tendría cáncer de próstata y estaría en mi propio consultorio, en lugar del consultorio de un colega; yo estaría auscultando un cuerpo, y no él auscultando el mío. Pero si algo he aprendido a lo largo de treinta años de carrera es que el universo es bastante rústico. Se hace lo que se puede para sortear sus leyes groseras. Nunca me cansé de atender a mis pacientes, mis “hermanos corporales”: los recibí con granítica presencia. A muchos logré devolver la salud, y ellos, en las navidades, enviaron agradecidas botellas de licor. Procuré hacer mi trabajo con celo irreprochable. Conocí las grandes pasiones médicas. A veces, es cierto, el azar vino a ayudarme. Treinta años en la profesión me han demostrado que nadie cuenta con garantías, pero que tampoco nadie está exento de milagros. Es disculpable tener esperanza. Con todo, yo seré siempre un hijo del método. Así fui criado en esta profesión. Y nada deseo más en la vida que volver a mi propio consultorio, y decirle a la persona: “Cuénteme, cómo se siente el día de hoy…” De momento, soy yo quién se siente mal.  






























Suceso fantástico en el piso cuatro



CUANDO ESTABA a punto de subir al carro, Graciela comprende que ha olvidado su bolsa, seguramente en la banca del piso cuatro, en donde estuvo sentada, antes de irse.
           
Así que toma nuevamente el ascensor, llega a toda prisa a la banca.
           
Allí está, en efecto, la bolsa.
           
Pero a la par hay otra bolsa exactamente igual. Revisa ambas, comprueba desconcertada que las dos bolsas contienen los mismos objetos (el mismo blackberry con el mismo rayón en la pantalla, el mismo monedero rojo, los mismos finos lentes).
           
Graciela se sienta, sin aliento.
           
Nada volverá a ser igual en su universo.
































La loca



ELLA ES una reputada psicóloga que tiene su clínica en el quinto nivel y que ha ayudado a innumerables personas, devolviéndoles el sano juicio.
           
Por tanto sus pacientes están encantados con ella, y adoran su figura menuda, y sus grandes anteojos.
           
Pero un día la psicóloga se da cuenta que empieza a dar signos ella también de desequilibrio mental.
           
Así que resuelve hacer una cita consigo misma.
           
En su consultorio se le ve hablando solita…
































Ángel del apocalipsis



UN ÁNGEL DEL APOCALIPSIS llamado Fabrizio –uno de tantos que andan destruyendo orbes a lo largo y ancho de la Creación– decide por fin que el mejor lugar para que caiga el meteorito con el cual tiene planeado pulverizar el planeta Tierra es justo en la sexta avenida 7–39 de la zona 10, esto es: sobre el edificio llamado Las Brisas, en la ciudad de Guatemala.
           
Fabrizio –ángel apocalíptico– ha barajado un sinnúmero de locaciones para que ocurra el impacto, y la suya ha resultado ser una semana bastante estresante debido al milimétrico trabajo de scouting. Por tanto se posa encima del edificio ya mencionado, a descansar, y en el instante reconoce que ése y no otro es el sitio exacto en donde deberá caer el aerolito exterminador.
           
Un par de semanas más tarde, el tremendo bólido celeste cae ocasionando una colisión fantástico–antológica, y la tierra tal cual la conocemos deja de existir en el acto, con todos sus humanos ignorantes, sus animales tiernos, sus pequeñas/grandes plantas, y sus edificios inmutables.
           
Fabrizio recibe loores y aplausos por parte del resto de ángeles del apocalipsis, que admiran su técnica y su destreza destructiva.
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