Café
Copain
CONTEMPLO a través de la ventana de este café:
la lluvia, las flores, una especie de pequeño vivero, en donde hay muchos
bonsáis.
Se está bien, aquí adentro. Las aspas del
ventilador apagado; la televisión emitiendo suaves fogonazos de un capítulo
viejísimo de una serie pretendidamente cómica; las mesas metódicas y vacías: se
está bien, aquí adentro.
Tanto así que al entrar la mujer me enfado un
poco: es como si ella, con su presencia, arruinara el instante, la intimidad
deshabitada del Café Copain –así se llama este lugar–.
No le doy mucha atención, aunque alcanzo a
percibir que está empapada de lluvia, escucho cómo pide un café con voz suave,
y siento su perfume ensañado y fino, penetrando la atmósfera.
Más allá de eso decido ignorarla y me pongo a
ver las gotas diseñar jeroglíficos en la ventana.
Pero no será por mucho tiempo: algo me empuja a
darle más consideración, a la mujer.
La veo detenidamente.
Y no lo puedo creer.
Y sin embargo es la misma persona que atropellé
hace unos años, estando borracho.
Lo recuerdo todo, ahora: la calle, la noche, la
lluvia, más fuerte, más adusta que esta…
Nunca la vi.
Me bajé del carro, confuso. La tomé en mis
brazos: estaba muerta.
Luego huí, sin decir nada, dejando atrás su cuerpo
sin vida.
Pero no pude olvidar su rostro.
Me encierro en el baño. Me echo agua en la
cara, una y varias veces... Por fin, resuelvo salir, confrontarla... ¡La culpa
me ha asfixiado durante tantos años!
Pero ocurre que, al salir, ya no está.
–¿A dónde se fue? –pregunto al mesero.
–¿Quién? –responde él, indolente.
–¡La mujer, hombre!
–¿Cuál mujer?
Comprendo.
Pago la cuenta.
Tomo el paraguas.
Otro invierno ha caído en la ciudad.
Grande,
bien trajeado
Salí a fumar a la a terraza que va a dar a la
avenida.
Y entonces la vi.
A la miserable de mi ex mujer.
Iba con otro. Los dos abrazados.
Un tipo grande, bien trajeado.
No me vieron.
Yo sí los vi a ellos.
Y se miraban felices.
Y me di cuenta que todavía la quería.
Y que ella no me quería a mí.
Y entraron al edificio.
Y yo quise seguirla, decirle algo.
Pero todavía no me terminaba el cigarro.
Hoy vi a
un buen samaritano
HOY VI a un buen samaritano.
Fijáte que yo estaba cabal enfrente de ese
edificio que se llama Las Brisas, donde hay una gran escultura como de hierro,
no sé si lo conocés.
Como se me había terminado la tarjeta del
celular, paré el carro para hablar en un teléfono público que hay en la esquina,
y me disponía a marcar, cuando vi a una anciana que quería cruzar la calle, y cruzar
la calle allí no es nada sencillo, olvidáte... Será que la ayudo, todavía
pensé... Pero andaba bien urgido con eso de la llamada, ya ves que el trabajo
no perdona…
Se notaba que la anciana andaba ya medio desesperada…
Daba hasta tristeza verla… Con sus zapatos bien blancos... El carrerío
pasando….
Entonces un niño de esos que lustran zapatos
vino a rescatarla. Como de diez años, el patojo. Lo increíble es cómo se puso a
parar el tráfico –¡él solito!– para que pasara la vieja.
Ya te imaginarás la bocinada que le dieron… Una
gran bulla... Pero se mantuvo firme... Diez años, si mucho… La doña bien
agradecida...
Se me llenaron de lágrimas los ojos y le fui a
regalar diez varas.
El patojo primero me miró como sorprendido…
Después caminó con su cajita…
El Fauno
ESTOY MIRANDO la escultura llamada MARE
TRANQUILITATIS (o en español: Mar de la Tranquilidad) del artista Dennis Leder,
cuando siento que algo breve, furtivo, pasa a gran velocidad detrás de mí. Me
doy la vuelta, asustado. Es una pequeña criaturita roja, y tiene cuernos, y
siendo humana es a la vez animal. Sin saber por qué, me echo a correr detrás de
la cosa. Y allí vamos los dos en gran carrera, ahora por la rampa que da al
estacionamiento. Bajamos así por las escaleras metálicas, el fauno primero, y
luego yo, y casi lo agarro, pero con sus pequeñas patas de cabra consigue
desplazarse, con celeridad exasperante, y se me termina escabullendo, el
condenado. Y como es tan pequeño –yo antes pensaba que los faunos eran muy
grandes, más corpulentos, pero resulta que no– se va metiendo debajo de los
carros sin ningún problema. Enseguida enfila al sótano dos, en donde es más
difícil verlo, porque allí no hay tanta luz. Cuando al fin lo descubro
agazapado debajo de una Toyota RAV 4, sale volado y sube por la escalera que
está a un lado del ascensor. Y a partir de allí trepa el muro contiguo al
Centro de Pago, para huir sin que pueda yo darle alcance, saltando a la
propiedad de al lado. Ignoro si tendré otra oportunidad en esta vida de atrapar
a un fauno.
Tres en
el ascensor
EL ASCENSOR, de golpe, deja de funcionar: hay
tres personas adentro.
Una de ellas es claustrofóbica; por tanto se
pone nerviosa, luego histérica.
Como no se calla, las otras dos deciden
matarla.
Pero luego no saben qué hacer con el cadáver.
Hacen una lluvia de ideas.
Cuando el ascensor vuelve a funcionar y abre
nuevamente sus puertas, en el primer piso, hay dos personas vivas, ningún
cuerpo.
Es una lástima que ambas consiguieran dar con
un plan tan brillante para deshacerse del cadáver, pero nunca en cambio tomasen
en cuenta la cámara que estaba observando, todo el tiempo.
Amor
ESPERO, sentado.
En la óptica alguien habla sin parar. Más allá
un señor mayor vacila hacia el elevador. Un guardaespaldas circula, da vueltas,
desconfía hasta de los demás guardaespaldas. La señora del carrito avanza (el
carrito lleva: café, gaseosas, lleva cosas de comer) y asumo que su misión en
la vida es pasear el carrito de local en local, y que alguien le compre
refacciones.
Hay una especie de brisa apreciable y
silenciosa, yendo y viniendo.
No tengo prisa, no tengo ansiedad: simplemente
espero.
Y entonces ella.
Es la mujer más hermosa que he visto en mi
vida.
Es alta, su pelo negro, camina con gracia a la
vez organizada y sensual. Lleva uno de esos maletines cuadrados de visitador
médico, uno de esos que tienen rueditas, como si fuera equipaje de aeropuerto.
Y en el acto entiendo que ella va a ser mi
esposa.
Así que me levanto, como en trance, y en una
especie de mágica impertinencia, le digo:
–Usted y yo vamos a ser muy felices juntos.
Ella ríe.
Baño
público
ANDRÉS se dirige al baño público del primer
nivel. En cuya puerta se lee:
POR
SU SEGURIDAD
EL
INGRESO A ESTE BAÑO
SE
ESTÁ GRABANDO LAS
24
HORAS
Entra.
Allí adentro hay alguien: y está llorando.
Un varón llorando en un baño público es algo
digno de verse.
Pero Andrés procura no poner su mirada en esta persona,
una cuestión de respeto.
Andrés se ocupa de lo suyo.
Luego procede a lavarse las manos.
De la nada, el tipo se acerca: lo cual asusta a
Andrés.
–Disculpe, señor –dice–: es que estoy muy
nervioso. Fíjese que mi doctor me acaba de decir algo terrible: me acaba de
decir que voy a morirme.
Andrés se queda inmóvil.
–No sé qué hacer –continúa el tipo–. Tengo dos
niños… Qué voy a hacer, Dios mío…
Andrés, más y más incómodo.
–Por favor, deme un abrazo –suplica el señor–.
¿Me daría usted un abrazo? Realmente necesito un abrazo.
Andrés duda, pero al final abraza a este pobre
hombre, que llora horriblemente.
Y, después, sin mediar palabra, sale de allí,
muy rápido: no vaya a ser que alguien entre de pronto, lo mire abrazando a otro
hombre, en un baño público.
Los
guardaespaldas
EN VERDAD hay muchos guardaespaldas en este
edificio.
Están dando vueltas y vueltas, como gatos
encerrados, como condenados a muerte.
Sus radios emiten mensajes sonoros.
Y todos, sin falta, me están mirando.
Uno de ellos se acerca a mi persona, me ve cara
de ladrón o algo parecido.
Y seguidamente otro más, y luego tres, luego
cinco.
Advierto, con pánico creciente, que ya se han
juntado diez: en algún momento se hacinan veinte, treinta talvez.
Es como si el edificio los estuviera
produciendo mágicamente.
Los hay bajos, albinos, bizcos, corpulentos… Me
parece inclusive advertir a un jorobado... Y está aquél otro con rostro de
felino... Y uno con una larga cicatriz en la frente...
Todos forman una masa compacta de cuerpos: un
bloque. Intento pasar: imposible. Lo más extraño es que ni siquiera intentan
retenerme. Es solo que están allí, poderosamente juntos. Todos llevan la misma
camisa blanca, el mismo chaleco negro, los mismos zapatos inefablemente
bruñidos. Me vigilan con los mismos ojos hostiles y paranoicos.
Siento que me asfixio.
Siento que quiero salir de aquí.
Al fin, batallando, empujando, gritando ya,
consigo abrirme paso a través de este increíble muro humano, y escapar hacia la
salida del inmueble.
Ya en la calle, caigo de rodillas, acaso
llorando. Busco mi celular, lo único que deseo en este momento es llamar a mi
esposa, contarle todo... No encuentro el aparato por ningún lado... Se habrá
caído, cuando intentaba salir de Adentro...
Deambulo en las calles, como borracho, en un
estado de terror puro…
Caída
libre
ACOMPAÑÉ a mi mamá a las clínicas médicas, por
eso de su enfermedad. Lo cual no es para mí para nada agradable, porque soy un
egoísta y soy un infeliz.
Mi hermana es quien generalmente la lleva a
estas cosas. Pero esta vez no tenía tiempo. Así que me pidió que lo hiciera yo.
Le dije que estaba ocupado. Pero mi hermana siempre sabe cuando estoy
mintiendo.
Así que nos fuimos a Las Brisas, con mi mamá, y
cómo costó llegar al ascensor, y luego a la clínica, que queda en el segundo
piso. Y de allí a esperar, y mi mamá quejándose que le dolía esto y le dolía
aquello. No para nunca de hablar, mi mamá.
Hasta que me harté, le dije que me iba a dar
una vuelta.
–Pero a dónde vas mijo. Quedáte conmigo mijo.
Dijo ella. Ni respondí.
Subí hasta el último piso del edificio, por las
escaleras. Allí todo estaba muy claro (es por el techo transparente, que deja
pasar la luz). Se escuchaba un ruido constante, seguramente algún sistema de
ventilación. También estaban todas esas esculturas raras. Desde arriba uno puede
ver los pisos de abajo, y luego la isla de plantas que hay en el primero. Me
dio un poco de vértigo, pues la baranda es más bien pequeña. También sentí
ganas de tirarme. Me pregunté si tendría el valor de lanzarme al vacío, y así
dejar de ser un egoísta, un infeliz. Y visualicé mi cuerpo sobre las plantas, abajo,
todo dislocado. Y visualicé a mi madre llorando. Y a los guardaespaldas del
edificio, con el aliento cortado.
Luego regresé a la clínica, en el segundo piso.
Mi mamá seguía: alegaba.
Las
plantas crecen
NO SABEMOS con qué objetivo, pero las plantas
–las mismas que el día anterior estaban tan calladitas, tan pacientes, tan
domesticadas– empezaron a crecer descomunalmente, saliéndose de sus macetas y
de los jardines y entrando en los locales y creando una tupida floresta casi
amazónica en el edificio de clínicas médicas que lleva por nombre Las Brisas.
En cuestión de horas, proliferaron a lo largo de los pasillos del inmueble,
atrapando con sus ramajes y raíces al equipo de limpieza, a las recepcionistas,
a los de la seguridad privada, a los visitadores médicos, y a los médicos
mismos, y a los pobres pacientes, que no solo ya estaban atenazados por alguna
clase de dificultad fisiológica, ahora eran secuestrados por seres autótrofos
mutantes. Los helechos, cuyas hojas tomaron dimensiones pantagruélicas, fueron
distribuyendo sombra en los distintos pisos, antes tan claros. Lo peor del caso
es que empezaron a surgir plantas carnívoras, con mil dientes oscuros, que se
pusieron a comer y digerir a gente del personal administrativo, e inclusive a
dos miembros de la Junta Directiva. En poco tiempo, el edificio Las Brisas
quedó sepultado, muy al igual que esos templos mayas que han quedado recluidos
en la selva petenera. Una auténtica tragedia vegetal.
Salud
Pública
EL PRIMER síntoma de que el edificio de
clínicas médicas estaba embrujado fue que las esculturas empezaron a moverse
inexplicablemente de lugar, por las noches. Al día siguiente las encontraban en
los sitios más dispares. Lo cual causó una paranoia de orden general.
Y no era para menos.
Hagan de cuenta que la pieza La madre de las lágrimas de Mariadolores
Castellanos (3/3 Bronce y Resina) terminó en la sala de espera de una de las
cirujanas del edificio; que Felino con
alas de Estefanía Valls Urquijo (P/U Cerámica/Mixta) fue a dar en el
parqueo; que Primer Despliegue de Max
Leiva (Acero Inoxidable) apareció de la nada en el ascensor; que Suspensión de Luis Carlos (2/7 Bronce)
subió como por arte de magia al quinto nivel; y así sucesivamente.
Rápido empezaron las versiones de que habían
espantos en el edificio. Y en verdad las puertas se abrían y cerraban solitas,
a menudo violentamente. Y en verdad las computadoras se ponían a levitar, por
cuenta propia. Y en verdad las cámaras de seguridad del edificio capturaron
esferas de luz, desplazándose vertiginosamente en el aire.
Muy escalofriante.
Por lo cual la Junta Directiva, y el conjunto
de propietarios, en reunión extraordinaria, resuelve que hay que mandar a llamar
a uno de esos grupos de la televisión que se ocupan de investigar fantasmas,
poltergeists, posesiones demoniacas y compañía.
Pronto llegan los del equipo en cuestión a
nuestro edificio de clínicas médicas, instalan cámaras, hacen preguntas, intentan
comunicar con algún interfecto. Comunican, exactamente, con ciento treinta y
dos de ellos. En tantos años en esta rama de trabajo, jamás habían visto un
caso igual. Hacen toda clase de ceremonias y rituales sumarios, pero los
fantasmas, que no son majes, no se dejan engañar por tales bagatelas.
Por fin, a uno de los galenos del edificio se
le alumbra el coco: ¿por qué no ofrecer a los espectros consultas médicas
gratuitas, a cambio de que dejen de joder? En cuestión de meses, todo vuelve a
la normalidad.
Con lo cual se confirma nuevamente que la clave
de la gobernabilidad sigue siendo la Salud Pública.
El
edificio monologa
SE PUEDE DECIR, sí, que soy una criatura feliz,
en plenitud. Me da alegría saberme útil, limpio, codiciable, vivo, fuerte,
muscular. Siempre hay una orquídea de actividad en cada uno de mis pasillos
(pero no tanta como para dejarme agotado, como aquellos inmuebles del estado
que hormiguean y hormiguean, ¡pobrecitos!). Así que no puedo quejarme de
rutina. Estoy en coordinación con la áurea luz del sol, que me inunda incluso
cuando llueve. Me sustenta el ver a tantas personas que vienen a buscar ayuda a
las clínicas médicas, y muy a menudo la consiguen. ¡He visto tantos capítulos
de esperanza y recompensa! No mentiré: también he visto otros de tristeza y
capitulación. Bien: la vida tiene su manera de ser, de administrar lo elevado y
lo feo. Dedico a todos mi claridad, mis formas, mis esquinas, mis ascensores, mi
respiración (brisa que jamás duerme). Dedico a esos pobres tan golpeados por
alguna enfermedad mi plegaria larga de vidrio puro…
Aparición
de la Virgen
EN EL EDIFICIO Las Brisas, y más exactamente en
la camilla del consultorio del doctor A…, cirujano plástico de profesión, allí
se fue formando, con creciente nitidez, la silueta de nuestra Madre Santísima,
liberando una sutil fragancia de flores y una poderosa atmósfera de paz. Hordas
han venido a presenciar el fenómeno incontrovertible y milagroso. Al parecer,
muchos enfermos han sanado con el mero hecho de entrar al Sagrado Consultorio.
Las autoridades del edificio ya no saben qué hacer con el gentío, que ahora
inclusive duerme en los pasillos y ocupa todos los niveles del inmueble.
Cita con
la ortodoncista
MIENTRAS VENÍAMOS en carro, mi mamá dijo suavemente
que cuando tuviera los dientes arreglados, ya no me iban a molestar en el
colegio. Pero yo se que con los dientes arreglados o no, igual me van a seguir molestando.
Se lo dije, pero ella no me hizo caso, y me hizo una cita con la ortodoncista,
y ahora estamos esperando sentados en este lugar que más parece un lugar para
niños que un lugar para mí. Y es que ya no soy niño. Aunque ella, mi mamá, piensa
distinto. Mi mamá me abraza tanto a veces que siento que no puedo respirar. Es
como si más que abrazarme a mí se estuviera abrazando a ella misma. Luego se va
a la cocina, a pelearse con mi papá. Mi papá me dice que tengo que defenderme,
como los hombres, para que ya no me molesten. Pero cuando me peleo me molestan
más. Yo ya estoy medio acostumbrado. A veces me golpean y sacan sangre... A
veces me sostienen entre todos, y uno de ellos deja caer sobre mí una escupida…
A veces me puyan con palos... A un mi amigo le rompieron un diente de un
trancazo… Por eso le digo a mi mamá que para qué me voy a arreglar los dientes... La otra vez ellos me quitaron mi nintendo. Y
ya no me lo devolvieron. Y cuando mi papá me preguntó por el nintendo, le dije
que me lo habían quitado. Y entonces me pegó otra vez. Parecés niña, dijo. Me
da miedo mi papá. Yo trato de hacer las cosas bien, para que no me regañe. A
veces mi papá se queda callado. Y no sé lo que está pensando, no sé qué va a
hacer. Mi papá es dueño de un taller. Y tiene mucho trabajo. A veces me lleva
al taller. Pero no le gusta que me meta a su oficina. A su oficina solo puede
entrar su secretaria, que me cae rebien, porque me da dulces, y porque tiene el
pelo negro y porque le huele rico, y porque me pregunta cómo estás guapo. Es
bien bonita. Es más bonita que mi mamá. ¿Por qué a mi mamá no le huele así de
bien el pelo? A veces hasta le huele mal. A veces me llega a traer al colegio
por la tarde y todavía no se ha bañado. Yo creo que mi mamá no está contenta.
Mientras estoy jugando en la sala, la veo, y no sonríe, lo único que hace es
mirar la pared y fumar y me dice: allí se acuerda de guardar sus juguetes mijo,
pero lo dice por decirlo, porque nunca los guardo, y ni siquiera se enoja. Tal
vez porque todavía me gusta usar juguetes es que mi mamá piensa que soy un niño.
Pero la verdad es que a mí ya no me gustan tanto los juguetes, aunque de tarde
en tarde los siga jugando. Dice la secretaria de la odontóloga que en unos
quince minutos nos van a atender. Le pregunto a mi mamá si puedo ir a ver las
estatuas. No son estatuas, son esculturas, me corrige ella, sin fuerzas. Y yo
salgo a ver las estatuas, quiero decir las esculturas.
Soy tu
madre
YA IMPACIENTE por la espera, me pongo a jugar
cualquier juego, en el celular. Pero luego de cinco irritantes minutos viendo
figuritas idiotas en la pantalla, lo termino guardando. Y es cuando advierto
que hay un dibujo colgado en la pared: de Ramírez Amaya.
Me levanto, con el objetivo de verlo de cerca.
Lleva por título: “Gato al intento de cazar el arcoíris”. Es una pieza
finísima, como todas las suyas. Y está fechado: mayo 28, 1994.
Lo cual es bastante raro –una espléndida
coincidencia, de hecho– porque hoy es, factualmente, 28 de mayo. No 28 de mayo
de 1994, claro, sino de 2012. Dicen que en 2012 se va a terminar el mundo.
Otros dicen que se abrirá un portal, que ocurrirán Cosas Extraordinarias.
Pero aquí nada parece fuera de lo normal: allí
está la planta tan verde que parece sintética; afuera un niño –a saber donde–
llorando; por la ventana veo un cuate limpiando un vidrio; y un guardaespaldas
en el pasillo, con su camisa blanca, su chaleco negro (en donde dice, según
alcanzo a leer: “EDIFICIO LAS BRISAS”). Me vuelvo a sentar, esperando a que me
atiendan.
Por fin la secretaria –la misma con quien hablé
hace un ratito– me llama: que en una hora va a estar listo el cheque.
Así que salgo de la Oficina Administrativa y,
para hacer tiempo, decido echar un vistazo al lugar. La clara luz del sol se
deposita sobre el piso muy limpio. Avanzo viendo hacia arriba: contrastes de
negro y blanco; esquinas jugando con el espacio; esculturas por doquier.
Un edificio muy singular, para ser uno de
clínicas médicas.
Creo que en ese momento fue cuando la vi por
primera vez: a la Señora. Me estaba viendo fijo.
–Marco –dijo por fin–. Soy yo: tu madre.
Le expliqué a la Señora que mi nombre no era
Marco. Y que ciertamente ella no era mi madre.
Me observó con alguna extrañeza, y yo mejor me escabullí
a otro nivel del edificio, en donde me senté en una banca.
Observé a un niño en una silla de ruedas, y eso
me dio como compasión. Luego me puse a pensar en cuánto podría costar alquilar
un local en este edificio.
Al cabo, veo a la Señora acercándose a mí
nuevamente, con pasitos histéricos.
Vieja loca, pienso. Mejor le sigo la corriente,
a ver si me deja en paz.
La Señora se pone a llorar, y luego procede a
hablarme de mi supuesta infancia, de lo mucho que me quiere, pidiéndome perdón
por todo... Yo la dejo que hable... Hasta le permito que me de un abrazo... Luego
me dice que me va a esperar afuera… Vaya, le digo yo…
Regreso a la Oficina Administrativa. El cheque
ya está listo. Compruebo si escribieron bien mi nombre. Y en efecto, está bien
escrito: Marco Tulio González.
Raúl
sigue esperando
Y SIGUE esperando.
De hecho, la sala de espera empieza a emanar
una especie de textura onírica, desproporcionada.
Para empezar, ese niño que lo mira con ojillos
un poco locos, desde hace media hora.
Luego está la pareja, que continúa peleándose.
Completamente ajenos los dos al hecho de que hay otros en el breve espacio que
los rodea.
Está claro que la recepcionista del consultorio
no piensa hacer nada con respecto a esta disputa, más bien da muestras de una
amarga ataraxia.
Cuando Raúl habló con ella, hace un rato, esta
ni se dignó a verlo: había casi desdén en su tono de voz.
Quizá lo más extraño de todo es el fotógrafo:
con esa enorme cámara digital, tomándole fotos a todos, y a todo. ¿Pero qué
diablos hace allí un fotógrafo?, se pregunta Raúl.
Ni el niño de la mirada diabólica, ni la pareja
peleándose, ni la recepcionista, ni tampoco la adolescente gordita que está tuiteando
o mensajeando con su celular, y que cada cierto tiempo ríe, nerviosa, impulsivamente,
parecen darle importancia.
Raúl decide hojear una de las revistas, toma
una del montón, la bota sin querer.
Mirada reprobatoria por parte de la
recepcionista: como si en lugar de una simple revista, hubiese botado una de esas
esculturas sofisticadas que hay en el pasillo.
El tiempo pasa, a nadie llaman. Raúl tiene la
desagradable sensación de que el Doctor ni siquiera está en su consultorio, de
que todo es una puesta en escena, una burla minuciosa.
La pelea de la pareja sube de tono. Raúl se
pregunta si debe intervenir. Groserías, acusaciones, van creando un intenso
campo de hostilidad cada vez más chabacano, imprevisible, entre ambos.
A lo mejor debería de ir a buscar a uno de los
seguridad. Pero luego recordó la manera en que lo escudriñaron, cuando entró al
edificio. El niño, él también, lo está mirando raro, y ahora inclusive parece
que lo estuviera retando. El fotógrafo toma interés en esta situación que hay
entre el niño y Raúl, y ahora los captura, con su artefacto digital.
–¿Podría dejar de tomarme fotos?, es muy
molesto –le solicita Raúl al fotógrafo.
Este se detiene. Pero luego de un rato empieza
nuevamente.
Raúl resuelve preguntarle a la recepcionista si
ya pronto estará listo el Doctor para verlo:
–El Doctor está sumamente ocupado. Hágame el
favor de sentarse –dice ella–.
Todos los demás –incluso el adolescente– lo
miran como si hubiese roto un protocolo sagrado, como si una terrible
transgresión hubiera tomado lugar.
Raúl vuelve a sentarse. La pareja ya está
discutiendo de nuevo.
El
médico
EN UN MEJOR UNIVERSO, yo no tendría cáncer de
próstata y estaría en mi propio consultorio, en lugar del consultorio de un
colega; yo estaría auscultando un cuerpo, y no él auscultando el mío. Pero si
algo he aprendido a lo largo de treinta años de carrera es que el universo es
bastante rústico. Se hace lo que se puede para sortear sus leyes groseras.
Nunca me cansé de atender a mis pacientes, mis “hermanos corporales”: los
recibí con granítica presencia. A muchos logré devolver la salud, y ellos, en
las navidades, enviaron agradecidas botellas de licor. Procuré hacer mi trabajo
con celo irreprochable. Conocí las grandes pasiones médicas. A veces, es
cierto, el azar vino a ayudarme. Treinta años en la profesión me han demostrado
que nadie cuenta con garantías, pero que tampoco nadie está exento de milagros.
Es disculpable tener esperanza. Con todo, yo seré siempre un hijo del método.
Así fui criado en esta profesión. Y nada deseo más en la vida que volver a mi
propio consultorio, y decirle a la persona: “Cuénteme, cómo se siente el día de
hoy…” De momento, soy yo quién se siente mal.
Suceso
fantástico en el piso cuatro
CUANDO ESTABA a punto de subir al carro,
Graciela comprende que ha olvidado su bolsa, seguramente en la banca del piso
cuatro, en donde estuvo sentada, antes de irse.
Así que toma nuevamente el ascensor, llega a
toda prisa a la banca.
Allí está, en efecto, la bolsa.
Pero a la par hay otra bolsa exactamente igual.
Revisa ambas, comprueba desconcertada que las dos bolsas contienen los mismos
objetos (el mismo blackberry con el mismo rayón en la pantalla, el mismo
monedero rojo, los mismos finos lentes).
Graciela se sienta, sin aliento.
Nada volverá a ser igual en su universo.
La loca
ELLA ES una reputada psicóloga que tiene su
clínica en el quinto nivel y que ha ayudado a innumerables personas,
devolviéndoles el sano juicio.
Por tanto sus pacientes están encantados con
ella, y adoran su figura menuda, y sus grandes anteojos.
Pero un día la psicóloga se da cuenta que
empieza a dar signos ella también de desequilibrio mental.
Así que resuelve hacer una cita consigo misma.
En su consultorio se le ve hablando solita…
Ángel
del apocalipsis
UN ÁNGEL DEL APOCALIPSIS llamado Fabrizio –uno
de tantos que andan destruyendo orbes a lo largo y ancho de la Creación– decide
por fin que el mejor lugar para que caiga el meteorito con el cual tiene
planeado pulverizar el planeta Tierra es justo en la sexta avenida 7–39 de la zona
10, esto es: sobre el edificio llamado Las Brisas, en la ciudad de Guatemala.
Fabrizio –ángel apocalíptico– ha barajado un
sinnúmero de locaciones para que ocurra el impacto, y la suya ha resultado ser
una semana bastante estresante debido al milimétrico trabajo de scouting. Por
tanto se posa encima del edificio ya mencionado, a descansar, y en el instante
reconoce que ése y no otro es el sitio exacto en donde deberá caer el aerolito exterminador.
Un par de semanas más tarde, el tremendo bólido
celeste cae ocasionando una colisión fantástico–antológica, y la tierra tal
cual la conocemos deja de existir en el acto, con todos sus humanos ignorantes,
sus animales tiernos, sus pequeñas/grandes plantas, y sus edificios inmutables.
Fabrizio recibe loores y aplausos por parte del
resto de ángeles del apocalipsis, que admiran su técnica y su destreza
destructiva.