El Fariseo

Mi relación con el fútbol ha sido siempre estrictamente intelectual. Quiero decir que mi relación con el fútbol ha sido de amor y de odio, pero de amor y odio filosóficos. Me han mostrado el fiasco y gloria del fútbol los escritores, los columnistas. Cosa parecida me sucedió con las corridas de toros: si alguna vez mostré cualquier interés por estos rituales bárbaros y existencialistas fue por culpa de los hombres y semihombres de letras (Hemingway, Lorca).

Entre mis conocidos más preciados se encuentra un personaje nada frecuente al cuál los cuates llamamos el Fariseo, cariñosamente, por sus discursos, que incluyen siempre citas demasiado compuestas, demasiado inteligentes, sutiles, exageradas, solemnes, insoportables. El Fariseo es un escritor, aunque jamás ha publicado nada.

Lo menciono aquí porque el Fariseo es tremendo amante del fútbol, que para él, más que un deporte, es una especie de universo teórico que le permite formular grandes especulaciones sobre todo.

Lo veo poco, al Fariseo, pero siempre, cuando se acerca el Mundial, me acerco a él, en busca de su sapiencia interminable. El Fariseo es una lumbrera, un preceptor, una especie de dantesco Virgilio. Cada vez que se presenta un torneo futbolístico de magnitud, me guía por la infernal secuencia de las eliminatorias, me ayudar a traspasar las dimensiones alienígenas y combadas del balompié, al final me deposita del otro lado sano y salvo. Por supuesto, no todos tienen la suerte de contar con un aliado como el Fariseo, y se pierden en los Abismos y Callejones del Juego, y terminan locos o alcohólicos, sin mujer, sin hijos, vagando por las calles ignominiosas, balbuceando nombres de guardametas famosos. Cada cuatro años es la misma historia.


El Lugar Santísimo

Toco el timbre. El guardaespaldas me permite entrar en la casa formidable, me guía hasta el “Lugar Santísimo del Tabernáculo”, que no es otra cosa que el cuarto para ver la tele. El Fariseo ha mandado a diseñar especialmente este lugar para sus partidos de fut –o programas tipo American Idol, CSI, y cada cierto tiempo, Citizen Kane.

Cuenta con una obscena pantalla de plasma, alucinante sistema de home theater (“un prototipo”, me dice, “ni siquiera ha sido lanzado al mercado”), un bar monumental con por lo menos ciento setenta y cinco marcas distintas de licores, una silla Shiatsu de tres mil dólares para masajes (seis intensidades), y afiches originales de películas famosas (Alex, de La Naranja Mecánica, me mira fijamente a los ojos).

El Fariseo me ha invitado a ver American Idol.

–Fariseo, ¿cómo es qué te gusta tanto American Idol?

–Por la misma razón por la cuál tú lees a Baudrillard o un montón de tarados consideran importante visitar la Bienal del Whitney –contesta, cortante.

Ha sentido en mi pregunta un reproche. Con el Fariseo es mejor no meterse.

–Bueno, ¿y a quién le vas?

–Me gusta Elliot. El más noble de todos.

–¿Y qué hay del roquero?

–Sí, no está mal, mucha actitud…

La silla Shiatsu es una maravilla. Me hundo en su miel de vibraciones. Casi soy feliz. Pero entonces recuerdo a Ramiro, asesinado hace unos días por no pagar el impuesto a los mareros…

–La compré en Semana Santa –sigue el Fariseo–. El mismo día de la protesta de los inmigrantes en Nueva York. La vi en Madison Avenue. La compré allí mismo…

Luego hablamos de fútbol. Le comento que mi equipo preferido desde niño ha sido Alemania, por lo cuál este mundial tiene un significado especial para mí. En un momento, el Fariseo argumenta, muy serio:

–Deberían de construir un estadio encima de Dachau.

Y luego se sirve una cerveza Warsteiner.


Largo monólogo del Fariseo

Ya me había advertido el Fariseo que siempre, con la llegada del Mundial, es tradición de su cuerpo enfermarse violentamente: así de íntima y visceral es la experiencia en su caso. Así que procedo a visitarlo, y está metido en cama, ardiendo en fiebre, delirando en suma.

El Fariseo habla sin parar, sin orden, ni dirección. Es como si tuviera el esfínter discursivo completamente desajustado.

Primero me habla de cierta vez que salió a cazar pijijes con su padre; luego me habla de los seis reinos budistas (¡cuidado con los Fantasmas Hambrientos!, advierte en tono tenebroso); tararea una canción de Dylan; me comenta de una película de Matthew Barney titulada “Drawing Restraint 9” (“¡brillante!, ¡brillante!, enfatiza); confiesa que lo timaron en Cuba de la manera más imbécil ($25); confiesa haberse dormido en un concierto de Rostropovich; expresa tristeza al recordar a una niña a la cuál conoció en Francia –siendo niño él también– porque nunca se atrevió a darle un beso (en ese momento, el Fariseo tirita con dramatismo); me habla del prólogo del Tractatus Logico–Philosophicus (dice llorando, los ojos bien abiertos: “Es divino”); asegura que una de las experiencias más profundas de su vida es haber tenido en sus propias manos, estando en las mazmorras académicas de una universidad española, un incunable; afirma, no sin cierta mística, haber ingresado al caos, en un viaje de psilocibina; me habla de cierto Maximón que está hundido en las entrañas del mundo indígena y del cuál el mundo occidental no tiene noticia; cita a J.G. Ballard; se burla de Pepe Milla; incluso me habla de Maradona.

Lo dejo allí, hundido en un sueño de tylenol pm.


Thermomix

No sé si deba contar esto o no. El Fariseo me ha dicho que, en lo que a él respecta, no observa ningún inconveniente con las publicaciones que estoy haciendo en torno a su persona. Más que halagarlo, lo divierte que lo tome como objeto de mis columnas. La verdad es que el Fariseo me tiene medio fascinado. Y él lo sabe.

Cuando digo que me tiene medio fascinado, lo digo en dos sentidos. El primero es que he desarrollado por su persona una honda admiración, una suerte de embrujo beato, incluso he adquirido el hábito torpe de imitar su forma de hablar. Considero que el Fariseo es un espécimen sin parangón en la intelectualidad guatemalteca, una cabeza sobrenatural, un poderoso oráculo pensante. Y no puedo negar que ha sido muy bueno conmigo. Cuando mi abuela Julia murió, hace unas semanas, me regaló una edición extraordinaria del Libro tibetano de los muertos –gigantesco formato, formidables ilustraciones. Y ayer nomás me pasó dejando a la recepción del edificio una Thermomix –imaginen– con motivo de mi cumpleaños (aunque se confundió de fecha: mi cumpleaños no es hasta la próxima semana).

Pero también me tiene fascinado en otro sentido. Quiero decir que me da un poco de miedo. Y a veces mucho miedo. Cierto día, estábamos en un restaurante de tapas españolas, y había un partido en la tele. El Fariseo no estaba contento con los resultados. Estaba de hecho muy enojado. Uno de los comensales, ya bruto de alcohol, aprovechó para hacer burla... El Fariseo no dijo nada. Aguantó. Esperó a que el otro se levantara para ir al baño, y entonces lo siguió discretamente. Me hizo una señal para que lo acompañara. Ya en el baño, le pegó al tipo una paliza brutal, luego sacó una navaja (Lagnole) y le cortó toda la cara. El tipo quedó como si lo hubieran metido en la Thermomix.


El gol de Frings

El Fariseo me llevó a un burdel para ir a ver el partido de inauguración del Mundial.

Pero no cualquier burdel. Se trata de un burdel especial para fanáticos del fútbol. Y estará abierto solamente lo que dure el Mundial. Es decir que unos señores (no diré quiénes, me queda un cierto honor en cuanto el anonimato de mis fuentes periodísticas) alquilaron una casa en la zona 15 y montaron una casa de meretricio para gente pistuda, con replays de todos los partidos las veinticuatro horas… Ya lo habían hecho en el Mundial pasado. Cientos de miles de quetzales.

Los hombres pagan para acostarse con unas niñas de rostro tiernosucio mientras transcurre su partido favorito en un televisor obscenamente grande que está suspendido en la esquina del cuarto más que lujoso (devedé, jacuzzi, minibar). Cada polvo te cuesta cinco mil pesos.

Lo curioso del asunto es que si, por ejemplo, está jugando Argentina, entonces te preparan una chica argentina, vestida con uniforme argentino y todo. (No cuentan con todas las nacionalidades del mundo, como es lógico, pero sí cuentan por lo menos con las más significativas del mundo del balompié, según me explicaron.) Todas las que allí trabajan son expertas en el juego. Conocen los nombres de los jugadores, los goles míticos: son auténticas enciclopedias de la FIFA.

–Andá. Dále. Yo te la pago –el Fariseo me quería endilgar una canchona alemana de revista.

–Fariseo, vos bien sabés que soy un hombre casado.

–Todos los que vienen a este lugar son casados.

Justo allí, Frings metió el gol sublime contra los ticos. Los que estábamos en el lounge quedamos como suspendidos, acaso por la gracia y profundo misticismo de la jugada, o por el grito de placer histérico que surgió de uno de los cuartos. Salimos al terminar el partido. Era de día, a todas luces.


Quinielas

El Fariseo me ha llevado adonde el Cazador, amigo de los suyos, en cuya casa se organizan quinielas poderosas, apuestas nucleares, se mueven cantidades hercúleas de lana. De lana y de todo: carros, lanchas, fincas, y se sabe que incluso apuestan, los muy bestias, a seres humanos, recién nacidos, criadas...

Pero además, el Cazador está conectado con el mundo de los envites del mundo, y ya el suyo es un programa ramificado on–line de alcances universales, con serios conectes en Uruguay, en Los Angeles, en regiones patrimoniales de Italia.

Decir quinielas es decir el eufemismo. Aquí hay más caos, más salvajismo del aconsejable. Habla el Cazador:

–La cosa es ser humildes. No te metás a cosas de hombre, si no tenés los huevos… y el pisto. Somos todos amigos, vaa, y somos razonables. Pero en lo personal tengo una pequeña debilidad por coleccionar dedos de cerotes insolventes. Aquí se comulga con la palabra. Más vale que no venga sucia.

Justo en tal momento, dos enanos entacuchados, que responden al apelativo de “los gemelos”, ingresan a un señor que, en toda evidencia, ha estado bebiendo vulgarmente estos últimos días, y se le mira la desesperación, la trituración nerviosa. En la peor cantina lo encontraron, luego de talonearlo por tres días. Ya viene un poco dañado por la paliza. En la pantalla de cuarenta y dos pulgadas, camisolas blancas y camisolas rojas…

–¿Pensabas que te ibas a escapar, pendejo? 

Con un gesto, ordena a los orangutancitos a que se lo lleven al cuarto de atrás.

Como si nada ha pasado, se dirige a mí:

–¿Con que sos escritor? ¿Vos no fuiste el que salió en una película? ¿Sí? A mí lo que más me gustó de esa lica es ese monumento de culo, la que sale bailando en el tubo. ¿Cubana, decís? ¿Y te la tiraste de veras? ¿No? ¿Sos hueco, o qué?


Cuartos de final

Unos días después, el Fariseo me lleva a dónde el brujo. El Fariseo ha leído cerdamente, es perfectamente capaz de hablar del círculo de Viena, luego citar a Derrida, saltar al transhumanismo, y rematar con los últimos avances de la bioética, pero cuando de fútbol se trata, es igual a todos: un supersticioso… rapidito cambia el pensamiento y la civilización por el bling bling de lo sobrenatural. Contradicciones irreductibles del Fariseo.

La gente hace cola como la gente, para ir a ver al brujo, pero el Fariseo es VIP, así que lo pasan al cuarto sin demoras.

Resulta que el brujo es un indiazo que más parece cheroqui que maya, con carátula tosca, cortado a machete. El indio escucha sabiamente al Fariseo, mientras introduce un dedo solemne en su nariz. El Fariseo necesita ayuda del Tribunal de los Espíritus para determinar los resultados del Mundial en los cuartos de final. Comienza el ritual, el brujo se hunde en una letanía estrafalaria:

–Papaíto lindo, retira cuantas trampas, cuantas cosas. Con todo ánimo, con toda fe, con todo corazón. Papaíto lindo, bendícenos con el poder de los Santos Espíritus. San Simón de Cobán, San Simón del Oriente, San Simón de Panajachel, Espíritu Poderoso, San Simón Río Dulce, San Simón Morales Izabal, Hermano San Simón, Rey de la Muerte, Rey de la Tumba, Rey del Cementerio, Rey de los Huesos, te pedimos que haya fuerza, te pedimos que haya bendiciones, te pedimos que haya caridad, te pedimos, papaíto lindo…

El señor brujo nos cubre a ambos con babas de aguardiente. La verdad es que ya me estoy poniendo bravo. Decido salir de allí, mejor eso a correr el riesgo de ponerse… políticamente incorrecto. Veinte minutos después, sale el Fariseo, victorioso. Seguramente le ha dejado pistales al cheroqui.


Brasil–Francia

Llamada a las dos y doce de la noche. Es él. Que por favor vaya a su casa. Es una emergencia, implora.

Camino al baño, me tropiezo con la pequeña mesa maciza. Me echo abundante agua en la cara, con tanta fuerza como puedo.

Luego me visto, forzándome a creer que este cuento –esta llamada a deshoras de una persona que no me atrevería a llamar mi amigo– es como uno de esos cuentos de escritores que a veces, y a veces menos, leo y disfruto.

La calle. Los semáforos. El dar vueltas silencioso de las llantas.

Estaciono el carro muy cerca de su casa, una casa prominente pero, al menos por fuera, neutral. La puerta de entrada: abierta, sin pudores. Las luces: prendidas. Ni seña de los guardaespaldas. Páginas y páginas, y frases y frases, me han preparado para este momento, para tanta atmósfera de crimen, para este bien concebido lugar común, para esta luz parcial descendiendo hasta los oscuros vehículos y las plantas encintas de sombra.

La segunda puerta, también ella, está abierta. Negrean los cuadros en la sala multimillonaria. Bajo por las escaleras, que se doblan llevándome a otra sala, no menos opulenta, pero sí más familiar. Es otra casa de ricos en Guatemala.

Las luces, lo he dicho, están todas prendidas, pero no hay nadie a la vista, y el efecto patrocina una cierta incomodidad en mí. Me acerco al cuarto del Fariseo. Lo imagino muerto, gráficamente muerto, y frío.

Pero no. Está vivo. Frente al televisor. Es el partido Brasil–Francia. Una grabación. “¿Fariseo?”, pregunto, pero no contesta. Está vivo, pero como catatónico. A su lado, un bote de pastillas abierto, de naturaleza incierta. Lo observo un par de minutos, en silencio. Luego me levanto, salgo del cuarto, de la casa, salgo a la noche nupcial. Ya estoy harto del Fariseo, y de este podrido Mundial. 
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