Jugar el juego

–No importa el precio. Quiero ese videojuego.

La voz del señor Franco, antes quebradiza, se elevó en el aire de la habitación con énfasis. Una contundencia tal que hizo zozobrar a los otros dos presentes en la penumbra del cuarto: Romeo, el viejo ayudante, y Luisa, la hija predilecta, la única de las hijas del señor Franco que a su criterio era aún confiable.

Luisa y Romeo se vieron a los ojos.

El señor Franco nunca se moría: siete meses de agonía descomunal, un cáncer ubicuo y voraz, la muerte no llegaba. El señor Franco quería morirse:  simplemente no podía.

Por eso, cuando se le habló a Luisa acerca del videojuego, Luisa no dudó en hablar a su vez con él. Tanto lo quería.

La eutanasia es uno de los tópicos más delicados, más polémicos. Por supuesto hubiesen podido envenenarlo, asfixiarlo con una almohada. Pero ni Luisa ni Romeo estaban preparados para semejante acción; matarlo no; y él mismo no podía quitarse la vida: no tenía las fuerzas necesarias.

En un principio, Luisa consideró que todo el asunto era un artificio, una superstición nueva y de mal gusto. Y no obstante fue Claudio –el más oscuro, el más solemne, el más verídico de sus amigos– quien se lo dijo, lo dijo sin titubear: el videojuego servía para matar a la persona. Sólo era preciso llegar al nivel nueve y una vez en el nivel nueve, ocurría el extraño, el trascendental fenómeno: la persona, de la nada, expiraba.

Luisa no creyó nada al principio, pero no descartó nada tampoco, quizá porque lo único que podía en todo caso perder era dinero, cuando dinero había de sobra.

El paquete llegó por correo, quince días después.

Luisa se puso a llorar. Dejó el videojuego abandonado en el sofá, luego siguió llorando, en su propio cuarto.

Pasaron otras dos semanas, Luisa decidió encerrarse en un mutismo sepulcral, y apenas visitar a su padre; decidió no hacerse cargo de su hijo Samuel, comer nada, no contestar las llamadas de Claudio; estar acostada todo el tiempo, en fin: deprimirse. Sus hermanas no sabían qué hacer con ella; casi las odió; sí, las odió un poquito. Se apiñaban para hablar en el comedor de la crisis familiar, del pequeño Samuel, tan desatendido.

–Antes no tenía padre, y ahora no tiene madre –decía Gloria, hermana mayor, a Rebeca y a Patricia, otras hermanas.

Luisa se daba cuenta que estaban hablando de ella. Desmoralizada, es cierto, pero aún más enojada, irritada por el bisbiseo infecto; decidió levantarse de la cama: decidió darle una nueva oportunidad al videojuego.

El videojuego era como los otros, tan simple y complicado como los otros. Nadie hubiese podido distinguir éste de uno de los tantos que venden en las tiendas en los centros comerciales: sangre, ingenio, animaciones prodigiosas.  

Cuando Luisa lo tuvo en sus manos estremecidas, no cejó, no dudó en colocarlo lo más pronto que pudo en el aparato. La introducción era bastante larga, una historia de un alquimista, Lihn, en busca de la piedra filosofal. A grandes rasgos.

Pero Luisa no podía ella misma jugar el juego, pequeño inconveniente. Mucho menos podía jugarlo Romeo, el viejo ayudante de la familia, tan ajeno a estas cuestiones que simplemente se limitó a ver abatido la pantalla viva del televisor, sin entender nada, sabiéndose inútil, humilde y perfecto.

Los videojuegos escinden las generaciones. Luisa lo pensó así o casi así, lo pensó en el sillón negro, viejo, ancho, decoroso, de la sala de estar, junto a una chimenea que prodigaba llamas breves, malcriadas. En la mesa, unos objetos caros. No le correspondía a ella jugar el juego, de hecho lo había intentando y no había pasado del primer nivel.

Le correspondía a su hijo jugarlo. Cuántas veces había regañado a su hijo Samuel, cuántas veces por no encontrarlo afuera, en la naturaleza, como ella misma cuando niña –cuando tocaba el rocío con los dedos y se divertía con tantas cosas encontradas en el jardín tremendo– y cuántas veces había regañado a Samuel porque lo veía idiotizado delante del televisor, las figuras animadas moviéndose con presteza, fustigando la pantalla con choques visuales, prescindiendo sin complejos de toda realidad objetiva. Y ahora necesitaba de él, necesitaba de cada una de las horas que Samuel había pasado guerreando con monstruos, esquivando, brincando en vacíos, levantando espadas heroicas.

Lo mandó a llamar.

Le dijo que le había comprado un nuevo videojuego. El niño al principio pensó que todo era una trampa, la miró desconfiadamente. Pero una vez tuvo el objeto en sus manos, el objeto obediente, el juego, lo examinó con vivo interés. Estaba feliz.

Luisa mandó a poner el aparato y el televisor en el cuarto del señor Franco, cosa que por lo demás al pequeño Samuel no pareció importarle: estar junto a un hombre enfermo, que olía mal, a medicina y mal, un forastero, una cosa: lo importante era jugar el juego.

Lihn, el alquimista, era ahora una extensión pura de los impulsos de Samuel. Lihn se deslizaba, terciopelo luminoso, combatía demonios, echaba brasas. Luisa estaba embebida viendo a su hijo, descubrió allí mismo su belleza. Nunca lo había visto tan emocionado; casi se sintió feliz, casi se sintió madre. El llanto vacilante se había ido. El señor Franco, desde su pasmosa y vegetal horizontalidad, miraba asimismo a su nieto sobresaltarse, encogerse, liberarse, atendía con la mirada débil toda esa libertad. 

De vez en cuando, Samuel daba una ojeada fugaz a su madre, y decía: “Esto es increíble, esto es increíble…”

Fue en el nivel seis en donde las cosas se pusieron más difíciles para Samuel. Lihn se quedaba en impasse en las catacumbas de una iglesia: todas las puertas cerradas, ninguna llave, ninguna forma de pasar. Samuel tuvo que admitir que no sabía qué hacer. Y dijo, solemnemente:

–Quiero helado.

Así que Luisa fue a buscar helado. Luego volvió al cuarto del señor Franco. Romeo, atónito, miraba a Samuel; lo miraba atónito porque Samuel se encontraba en verdadero estado de trance, aferrando el destino de Lihn en sus manos encendidas, en estado puro de gracia, revestido con toda la locura, toda la inspiración, toda la arrogancia a la cual puede aspirar un niño cuando está exaltado. Los ojos bellos y vivos, casi malhumorados; los dedos le respondían con la más íntima lealtad; Samuel ya no decía nada; Lihn era guiado con soberbia a través de mundos y pruebas. El señor Franco, él, desde su casi muerte, inclusive sonreía…

Samuel se encontraba en el nivel ocho. Aquí, Lihn era ya un mago poderoso; y sus habilidades fastuosas causaban escándalos de luz en la pantalla. A la vez, tenía consigo todo lo que era preciso poseer: el mapa, el grimorio, el incensario, las gemas, la espada, el pentáculo… Lihn estaba finalmente delante de Mailer, el Gran Demonio Azul. La batalla fue larga. Y sin embargo, todas las derrotas efímeras –un zarpazo, una llamarada, cualquier golpe y humillación por parte de Mailer– no hacían sino estimular aún más al pequeño Samuel, que lejos de capitular emocionalmente, ceder a un hipotético fracaso, se congraciaba aún más con su nerviosismo y su atenta fiereza. El señor Franco tenía los ojos brillantes…

De pronto, el grito de Mailer, al momento de expirar, inundó el cuarto como una blasfemia. Samuel también gritó, emocionado, y corrió a su madre para abrazarla. Luisa lo apretó fuertemente; llorando. No es posible determinar cuánto tiempo lo apretó, pero al momento de soltarlo, el cuerpo de Samuel cayó al suelo como un saco. El señor Franco, Romeo también habían muerto. Ella misma ya no podía ver, entre tanta tiniebla, la pantalla del televisor. 
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