Podemos
imaginar esto.
Podemos
imaginar que estamos en la Sexta Avenida, no la de hoy: la de hace medio siglo.
Podemos
imaginarlo: que hay alguien allí caminando, que está fumando, si es que fuma, y
que se llama, por ejemplo, Mario.
Entendemos
que está buscando un regalo de navidad para su madre, no sabemos qué, ni él
mismo lo sabe.
Mario
entra y sale de una tienda y sale y entra de otra tienda. Es que está muy
indeciso, y no sabe qué comprar. Pero en esa indecisión encuentra él una excusa
para vagar un poco.
Se
siente bien, un poco de resaca. Ayer estuvo con otros amigos en un convivio
alegrísimo, terminaron llevándose de la casa de la parranda al Niño Dios. Ahora
deberán hacer otra celebración, para devolverlo. Pero hay un problema: que no
saben dónde quedó: en medio de la gran borrachera, de veras lo extraviaron.
En
la populosa, muy animada acera Mario deambula. Otros como él están gastando plata
en presentes, vienen desde el Portal, hay frío.
Los
carros ya llevan las luces prendidas. Mario circula en un túnel de fachadas art
deco y anuncios luminosos. La época navideña ha traído sus lujos, sus olores,
sus devociones.
Está
visto que sextear es la costumbre total y atávica de la raza urbana
guatemalteca. Mario sextea, pues. Así lo hicieron también sus papás. En aquella
época la zona 1 era el lugar para ir de
compras. ¿Qué compraban? Bueno, juguetes, en tiendas cuyos nombres muy pocos
recuerdan; botas, sombreros Stetson o Borsalino, los caballeros; ellas joyas
bien bonitas; o mandaban a hacer trajes y vestidos con pequeños sastres
exigentes; o adquirían pasteles, dulces navideños, en el almacén de
ultramarinos.
Mario
está pensando en sus padres, y especialmente en su pobre madre enferma (su
madre aún vive, su padre ya no), de pronto algo en una vitrina le llama la
atención.
Podemos
imaginar esto.
Podemos
imaginar que estamos en la Sexta Avenida, pero ya en la época presente. El
próximo año será de elecciones.
La
Sexta es lo que está en el Centro, y el Centro lo que está en la mitad
mitológica de esta capital nuestra llamada Guatemala, siempre tan chiquita,
pero siempre así creciendo.
En
el café está Diana tomando un café. Ha venido a la zona uno a fin de ver una
obra de teatro en el Lux, pero se confundió –vino una hora y media más
temprano. Primero fue la irritación de haberse equivocado, pero luego, viendo
la gente numeraria pasar, y seguir pasando, ingresa poco a poco a un estado
hipnótico de delectación. La masa fluida le suplementa imágenes graciosas,
intrigantes. Se divierte con la casaca de los artistas callejeros, y aquí siempre
los hay: estatuas humanas, músicos andinos, payasos.
Diana
ya está de buen humor otra vez.
La
noche se harta los últimos pedazos del día (atardece temprano, últimamente) y
de pronto se ven ya las iluminaciones navideñas, las luces ingenuosas y
dialectales, caldeando con su parpadeo rítmico el frío circundante.
Diana
está siendo invocada por el ambiente, tanto que paga la cuenta y sale a
caminar. Está tan contenta, no abrumada, sino protegida por esta muchedumbre tan
densa, los inacabables chapines aquí todos juntos como en una experiencia
místico–social, y Diana se da cuenta que no hay, en el mundo, otro lugar como
la Sexta, que la Sexta es, de hecho, intransferible.
Así
que Diana deambula, y su paso ha de ser entre apurado y ceremonioso, entre el
gentíal que insiste en mantener la coreografía navideña, tan colectiva.
Solo
se detiene para contemplar una pareja de chavitos besándose.
Diana
comienza a sentirse sola viéndolos, cuando de pronto algo en una vitrina cercana
le llama la atención.
Podemos
imaginar esto.
Podemos
imaginar que estamos en la Sexta Avenida, y que Mario y Diana están ambos (inexplicablemente,
prodigiosamente) en un mismo espacio, frente a una misma vitrina, y que están viendo
el mismo Artículo.
Ambos
como hipnotizados, pues nunca han visto un Producto igual.
¿Quién
ha hecho Esto tan bello, tan intraducible…?
Maravillados.
Temblando. Ya en lágrimas.
Hay
Cosas así: tan perfectas, que nos sacuden de pies a cabeza. Aparecen de pronto,
milagrosamente, ingresan a nuestro mundo de repente, lo ponen de cabeza,
alterando las leyes del tiempo y la distancia. A veces, como en este caso, se
muestran detrás de una vitrina; a veces surgen en la arena en un desierto lejanísimo;
a veces se asoman, inopinadamente, en una guía de compras.
Mario
y Diana ni muy siquiera se han dado cuenta que están solos en la Sexta Avenida
(¿a dónde han ido los carros, a dónde los artistas callejeros?).
Tan
absortos están, mirando el Objeto.
Y
uno podría pensar que jamás van a mirar Algo más hermoso en todo el universo.