Quitarse la vida demanda valor. Hay que
deshacerse de toda clase de condicionamientos idiotas, para poder matarse.
Mi ocupación es ayudar a otros a
suicidarse, cuando no tienen el valor de hacerlo ellos mismos. Hablo con ellos
y de allí surge un convencimiento. Tengo muchos defectos. Soy impotente sexual,
por ejemplo. Pero tengo un talento: no soy juzgador. Y soy un creyente. Creo en
el derecho a no seguir custodiando estas células. Mi nombre: no importa mi
nombre. Mi nombre es Coraje, si quieren. O podría ser Virgilio, si lo desean.
Llevo a las personas por un camino específico. Les doy una bendición muy especial.
Suicido a las personas. Las sostengo en el espacio de su muerte. Estamos solos
siempre en el sentido que nadie nos acompaña en nuestro deseo de no vivir.
Salvo yo. Les entrego mi flameante inspiración. Mi inspiración es lenta, justa
y poética. Siempre consigo hacer que se maten. (O casi siempre: es cierto que
hay casos que no funcionan, pero tomo consuelo en saber que al menos estas
personas fueron rozadas por el ala de la muerte). Soy un hombre con una misión.
Mi agenda de trabajo está tan llena como la de una estrella pop o un alto
funcionario de las Naciones Unidas. Me llaman porque me saben consciente,
confiable, porque tengo cualidades. Porque traigo el último amanecer. Porque soy
la roca en donde los envenenados descansan. Mi trabajo es limpio y no dejo
huellas. No es que yo los mate; simplemente les susurro palabras contundentes,
que ahuyentan las distracciones, las fuerzas residuales de la vida. Un guerrero
sensible. Un trovador del ahorcamiento. Un sacerdote de ese misterio que es
cortarse las venas. Doy dilucidación, claridad óptica... Un duque al servicio
del Escopetazo... Hay personas malas allá afuera: solidarizo con aquel que no
quiere cohabitar con ellas. La vida no es más que una catacumba en un
supermercado...
Suena el celular: parece que ya me
necesitan. Este vicio de contestar el teléfono, y decir: «Estoy para servirle». En el futuro seré tan famoso que me
llamarán Presidentes. Todos me aman. Una palabra, una pistola, todo junto.
Alguien se destapa la cabeza enfrente del televisor. A su derecha, un perro. A
la izquierda, el control remoto. Un trabajo bien hecho.
Ahora mismo me encuentro en mi carro,
delante de la casa de un nuevo Cliente. Fumaría un cigarro, pero no fumo. Los
príncipes auténticos no fuman, y confío en que soy uno de ellos... a mi manera.
Un príncipe impotente, es cierto, sin posibilidad erótica, pero un príncipe de
todas maneras. No entro a matar: entro a que se maten. Por el parabrisas veo
dragones extraños volando en el cielo. En la calle juegan los niños. Algún día
los ayudaré a que abdiquen, a ellos también. El Tiempo siempre me los trae, al
final. Nunca pierdo la compostura, la dignidad. Lo que digo lo digo sin
titubear. Es la única forma de penetrar todas esas membranas adocenadas, esas
capas de conceptos y etimologías y pequeñas justificaciones. Traigo la verdad
del exilio. Del espacio.
Yo nunca tuve una puta bicicleta, ni sé
cómo montarla. Les digo: mi infancia no fue fácil. Por tanto tengo una misión,
un enfoque de solidaridad, para este mundo descuartizado. ¿Cuándo empezó esto?
Tal vez ayudando a mi madre. Pobre ella: le pegaban y le pegaban. Desde
entonces han sido tantos ya: protagonistas que dejaron de serlo.
Suena en mi cabeza una canción: la
canción de un cantante ronco, triste, tristísima. Me toma un tiempo siempre
bajarme del carro. Es una espera necesaria: en esta espera se va amasando la
energía del mensaje. Después de todo, es una operación muy sutil: le quitaré a
alguien el apéndice, la carga hilarante.
Somos esclavos de la postergación.
Siempre posponiendo proyectos, siendo el más grandioso de ellos nuestra propia
muerte. Vienen a mí los rostros quintaesenciales de aquellos que siguieron mi
consejo. Rostros fríos y calientes. Los amaré siempre.
Tuve una Cliente en el pasado: estaba en
relación de adulterio con un hombre casado. Sexo, vidrio, promesas. Ya saben.
No hay forma más segura de ser infeliz. Hablé mucho con ella, hablé siglos.
Hice de ella una mujer honrada: conseguí que lo dejara, quitándose la vida.
Mátate, le dije. Mátate y sé libre. Ella me comunicó que no podía dejarlo solo.
Pero él no está solo, le dije: tiene una esposa, tiene hijos: le harás un
favor. La decoración en la casa de la mujer era especial: había sido
especialmente pensada para agradarlo a él. Y al fondo de esa casa, vivía ella,
miserable, en perfecto jamás. Una hembra succionada por el gran cero de los
juramentos rotos. Era bella; cuando la conocí tenía unos zapatos en verdad
rosados. Era dulce; sollozaba. Pero pensaba demasiado. Un disco estaba puesto,
en algún cuarto, a lo lejos. Líricamente, le dije que tomara las pastillas. No
estaba muy convencida. Le hablé con autoridad. Le describí su panorama, su
situación real. Tal fue el momento que eligió para pagarme. Ya habíamos tenido
varias sesiones, a esas alturas. Soy como un asesor, una especie de psicólogo.
Luego me dijo que me fuera. Le pregunté si se iba a matar. Me contestó que no
lo sabía. Repliqué que así no funcionaba la cosa. Que yo no era un charlatán.
Que yo venía a realizar un trabajo. Que ella sería una reina exquisita, en su
muerte. Una metáfora blanca. Que él jamás la olvidaría. Le hablé desde una
especie de electricidad primitiva, primordial. La noche entró por la ventana,
sedosamente. Ella me reveló que tenía miedo: temía un accidente, una apoplejía,
no sé. Repasamos el protocolo, una y otra vez. No había forma de fallar. Me
pidió que yo la matara. Dije: no. La regla es: nunca matarlos yo mismo. Esa es
la regla. Nunca la rompí (salvo una vez). Una piedad que no funciona. Si
insisten en que yo los mate, me levanto y me voy. En el caso de ella, no hizo
falta: al final optó por las pastillas, que le dieron un final inmaculado.
Me bajo por fin del carro, camino a la
casa del Cliente. Ya veremos qué clase de Cliente es. Últimamente he tenido
Clientes especialmente difíciles. Cuesta: deshacer el ácido de la
incredibilidad. Cuesta lo que no tienen idea. Es cierto que hay otra clase de
Clientes, a veces: personas honorables, solares. No se pierden en las visiones
de la duda, en las ideologías mínimas. Reconocen la belleza de esta canción.
¿Por qué algunos sí y otros menos? En última instancia: siempre estoy allí para
ellos. De eso se trata mi trabajo. Es una cosa noble y amarga, híbrida. Relevante
y morosa. La única forma de soportar estas contradicciones es recordando que
hay mucha carne que necesita ser redimida. Algunos requieren argumentos lógicos,
un volumen de silogismos, un catálogo de ecuaciones. Otros más bien demandan un
despertar emocional, una crónica sentida, tonalidades afectuosas y afectivas. Y
están esos que deben ser hipnotizados. Hay que saber unos cuántos trucos... Y
bueno, los que demandan hielo... Hielo rojo y preciso... Lo que mejor funciona,
más allá de cualquier tecnología esotérica, es la gracia...
Allí está, pues, la casa. Una casa quizá
decente, de ricos. Es normal que las personas con dinero quieran desaparecer.
Es muy normal que la aristocracia sienta que lo sincero es una bala. He
conocido millonarios –trágicas almas de suburbio– que nunca han tenido un día
feliz en su vida. Intuido que me necesitaban como una rata necesita la
alcantarilla. Estas personas me pagan bien, y yo les cobro siempre de más. De
todas maneras, ya no van a necesitar el dinero. Pues sí... Veremos... Es la
primera sesión con este Cliente. El trabajo surgió ayer, y lo tomé de
inmediato: necesitaba el dinero. Pero por supuesto el dinero nunca es el primer
criterio: el primero criterio es el dolor de ellos, los Clientes. Me conmueven
con sus historias, con sus destinos, con sus corazones perdidos, con sus
violetas venas tristes. Soy un romántico, dirán. Pues lo soy. Me siento a
pensar en los miserables del mundo. Toda clase de rostros desahuciados aparecen
en mi consciencia. Podría ser más fácil armar una bomba atómica, pero ya lo he
dicho: yo no mato a nadie, por lo general, ni siquiera a mí mismo. Y además el
trabajo es de persona a persona: una intersección, dos almas. La historia debe
ser recibida en intimidad. Soy un profesional de la vieja escuela, un preceptor
chapado a la antigua. No creo estar equivocado. El espíritu de la desesperanza
me ha dado su metodología.
Hace poco ayudé a un pobre, pobre
adolescente. Estaba rodeado de una familia sin corazón. Y todas esas presiones,
propias de la edad. Era débil y oscuro, mórbido, muy bello. Todos en su clase
decían que era peligroso; y lo era, pero no en la manera en que ellos pensaban.
Si había locura, era una locura ausente. No iba a irrumpir en el aula con una
ametralladora, como esos chicos sociópatas. No necesitaba dejar estelas de
sangre. Ni escupir sobre la raza humana. Otra era su dignidad, y otra su
jerarquía. Era peligroso porque era capaz de declarar, de un modo claro, su inconformidad.
Hablé con él horas; lo escuché, embelesado. Un bello espíritu, un arquetipo
elevado. Tuve que hacer un real esfuerzo para no llorar, mientras él me contaba
su relato, en la banca de aquel parque en donde nos juntábamos, día a día.
Sospecho que hay muchos adolescentes como él en el mundo. Yo acaso fui uno de
ellos. Y acaso lo sigo siendo, a mi modo. Se mató con la pistola ortodoxa de su
padre, dejando en su cuarto una escena decadente. En su rostro quedó la mueca
desagradable, desorientadora. O eso al menos imagino yo. El suceso ocurrió hace
cuatro meses. Le di el secreto de la libertad. Le dije cómo escapar del calor–frío,
de la llama–hielo. No puedo decir que no lo extraño. Rebelarse no tiene
sentido. Es preferible salir del cuarto. Nuestra verdadero pariente es expirar.
Caminemos, por un túnel de nervios, hacia el otro lado. Tal es la verdadera, la
profunda justicia. Todo en este mundo habla de humillación. Hay que mostrar de
un modo contundente que uno no aceptará más degradaciones, más fracturas. Es mi
filosofía. Mi rol es preparar los cerebros para la realidad del deceso. Hay una
variedad de finales a nuestra disposición. Unos muy simples; otros misteriosos.
Todos al servicio de una dignidad sin retorno. Soy la clase de amigos que te
dirán las cosas como son. Soy moralmente intachable. Es imposible encontrar una
debilidad en mi sistema de creencias. Y una cosa es cierta: aún hay muchos
adolescentes por ayudar, allá afuera.
Ya está: estoy tocando el timbre. Siempre
que voy a conocer un nuevo Cliente, me pongo ligeramente nervioso: ¿con qué
clase de lenta oscuridad me toparé esta vez?, ¿qué clase de barón o baronesa
sin esperanza me abrirá la puerta? Nervioso, pero toda vez muy emocionado. Para
esto vivo. Para dar palabras inescrutables a los indecisos. Lo hago porque
tengo alguna clase de decencia. Hablo con ellos hasta el cansancio, hasta que
los dos sentimos algo metálico en la boca. Es en medio de este cansancio que
generalmente surge la claridad liberadora. Las personas me miran con
desconfianza al principio. Como si yo fuera el demente. Pero mis palabras
terminan mojando su voluntad. Mi repertorio les da cordura y sano juicio. Les
hablo y les hablo, componiendo párrafos fundamentales, razones irreprochables.
Les doy la batalla de su vida: una batalla larga, de horas. Y muchas veces me
junto con los Clientes durante días, semanas. Soy muy serio en esto. La
destrucción tiene que ser perfecta. A todo aquel con un corazón azul profundo
molido a palos, yo traigo una solución ordenada. Casi matemática. Sí: una
solución solitaria, dorada, impecable. Los llevo al borde esencial, y luego
ellos deciden. No los empujo, eso nunca. Saltar a la sombra tiene que ser una
elección individual. Eventualmente, se establece la convicción por dentro. Y
salen así de este manicomio que algunos llaman vida. Algunos incluso lo hacen
rugiendo, dando una carcajada real. Otros con un temple frío y claro –un aura
de serenidad. El alma siempre quiere morir. La muerte es su canto auténtico, su
meditación genuina. Morir es restablecer el orden perdido. Es lo único sensato
que podemos hacer. Me pregunto por qué hay a quienes les cuesta tanto –suicidarse,
esto es. He tocado el timbre, porque vengo a dar un mensaje y una medicina.
Romperé las gárgolas de este sueño putrefacto.
Cierta vez, ocurrió que el Cliente, en
lugar de matarse él, quiso matarme a mí. Ello se convirtió en su obsesión, su
cosa. Quería demolerme a como diera lugar. Soy una persona pacífica, pero esta
vez tuve que recurrir a mi propia agresión. No es que estuviera preocupado.
Ningún homicida me pone nervioso. Estoy protegido por la muerte. Ella me ha
dado todas sus tácticas. Sabe que soy un aliado eterno. Quien quiera acabar
conmigo, recibirá un relámpago tremendo. Lo ahorqué con una cuerda de guitarra –a
las dos de la tarde. Me pareció conveniente hacerlo de día. Nunca mato a nadie,
pero en esta circunstancia, la opción era legítima. El Cliente cayó, en la
atmósfera de su cocina; el sol resplandecía en el piso. Tenía una expresión de
quietud, no de arrogancia.
Si quisiera, podría dedicarme a matar a
personas desagradables. Pero eso me parece muy por debajo de mi categoría. Mis
arquitecturas son superiores. Esperé que cayera la noche. Luego metí el cadáver
al carro. Lo fui a tirar a uno de los barrancos urbanos. Luego me fui a tomar
un ron, me metí a uno de esos lugares nocturnos, sin credibilidad, en el centro
de la ciudad. Otros clientes a mi alrededor: distantes, con un oscuro fuego en
los ojos. Tal vez ellos habían matado a alguien, también. Sentí de un modo que
estaba entre hermanos. Luego me dediqué a manejar, entre las calles
visionarias, que me regalaban fragmentos de su locura. Muy pronto dejé de
pensar en aquél que yo había matado.
Me abre la puerta un anciano. Tomamos
café. Resulta que tiene una enfermedad degenerativa, que promete dolores
espantosos. Oh es un viejo dulce. Pero tiene dudas religiosas. Dudas sobre la
piedad de Dios. Me sugiere que el suicidio es un potencial error. Algo en su
psique lucha por quedarse. Es la clase de ancianos que creen en los ángeles. Le
pregunto cómo le gustaría matarse, si Dios no existiera. Me dice que de un
disparo. Me dice que ha comprado una pistola. Le digo que su ángel de la
guardia vive en la punta de su pistola. Y que el paraíso es un tiro directo en
la noche. El señor está nervioso, pero escucha con atención. Luego me dice que
lo tiene que pensar. El pensamiento será su pérdida, manifiesto. El anciano
fuma un cigarro, cuyo humo asciende como una blanca revelación. La religión es un
espejismo, añado. Nadie vendrá con antorchas. No hay infiernos. Lo único real
es la enfermedad enterrada en su viejo cuerpo. Es hora de poner toda su energía
en un acto verdadero, le susurro. Antes de que la decadencia de su organismo lo
impida... Disparar es no pensar, continúo. Los mejores disparos nunca fueron
pensados. El señor me escribe un cheque, de súbito pragmático. ¿Tiene familia?,
pregunto. Mi esposa está muerta. Mis hijos me repudian. No tengo a nadie,
remata. Su historia ha llegado a un buen fin, expreso. Hoy mismo es el día. ¿No
ha sido su vida suficientemente tóxica? Hablo desde toda mi presencia, desde
toda mi brujería. La metafísica es para las hormigas. Pero usted no es una
hormiga. Usted es una canción que está llegando a su fin. Y debe terminarla con
dignidad, con corazón, y sin ironía. El anciano de pronto parece comprender lo
que le estoy diciendo. Una bala es todo lo que se necesita. Puede hacerlo en su
dormitorio. El anciano mira por la ventana, como si estuviera lloviendo. Pero
no está lloviendo. El día está soleado y abierto. Tal vez lo he convencido.
Está bien, dice. Lo haré. Mi campana ha funcionado: el señor ha despertado. Lo
sé por el brillo que hay en sus ojos. Es el mismo brillo que ya he visto antes.
No hubo necesidad de semanas y días y meses, ni de gimnasia alguna: el viejo
estaba listo. Algunos casos son así: regalos de la providencia. Toma muy poco
encender el fuego. No es un fuego mío, ni siquiera suyo: es el fuego de la
redención. Salgo de la casa satisfecho. Antes de salir por la puerta, veo las
fotos sobre una mesita: allí está la esposa, su rostro, su sonrisa. Una canción
suena en mi cabeza: la canción de un cantante talentosamente ronco.
Mientras manejo a mi casa, voy pensando
en todas esas personas que se suicidaron gracias a mí. Estoy orgulloso de haber
llevado a tantas personas al otro lado. Extraños individuos, rotos en la nada,
ahora libres. No solo los poetas merecen quitarse la vida. No solo los gigantes
deben abdicar. El suicidio es un camino abierto a todos. Yo soy el espíritu
mismo de lo deliberado. Soy un sí resplandeciente en la noche. Soy la claridad
de los confusos. Soy el chamán de la razón. Haré que te sientas claro y listo.
Haré que renuncies a tu vida vicaria y falsa. Haré que camines por ese pasillo
musical. Haré que le reces a tu muerte. Y lo real será en ti.
Vencerás los fantasmas terribles de la
autoperpetuación.
Vencerás las excusas mitológicas.
Vencerás el toro que te ata a tu
cuerpo.
Te daré mi inspiración, mi talento, mi
brujería.
Llego, por fin, a casa. De tanto pensar
en ellos –mis muertos– me he puesto como triste. Me re- cuesto en el sofá. He
puesto la canción de ese cantante ronco y tabacoso. Necesito escuchar su
canción, hundirme pronto en su frecuencia tan profunda. El principio de la
melancolías ha puesto sus enzimas en mí. Observo mi sala, de pronto
desordenada. Esta es la sección de la canción en donde el cantante se arrebata,
histéricamente. Él también está harto. También es impotente. Tal vez su madre
murió en sus brazos. Tal vez él la mató, a su madre, en un cuarto que olía a
luz vieja y decrépita. Nunca lo voy a saber. Porque los que tenemos los
corazones rotos rara vez nos encontramos. Vivimos en un intricado imperio
dividido. Rezo porque todos podamos encontrarnos y hablar un rato, en un
lenguaje vivo y cálido, y porque luego podamos proseguir nuestro camino más
allá de la orilla de las cosas. La consciencia es el abismo que nos separa del
abismo. El juego tonto que jugamos para no dejar de ser. No hay nada verídico
en una consciencia. Saltar de un edificio, desde un borde rugoso: eso es
belleza directa: eso es verdad pura. Nuestra única herencia es el vacío. Lo
demás, el dolor, es la mentira. Decido lavar unos platos. La música sigue, al
fondo. El agua fría envuelve estas manos vulnerables. Si para algo soy bueno es
para lavar platos. Se puede decir que soy un artista del lavado de platos.
Podría ganar medallas lavando platos. Y es algo que siempre me hace sentir
mejor. Pero claro, sentirse mejor no es vida alguna. Se precisa algo más
contundente. ¿Por qué los seres humanos no pueden dejar de una vez por todas de
comer la misma comida impermanente, dejar de caminar entre los mismos edificios
de hielo, de hablar por teléfono a otros espectros como ellos, vender sus
santuarios más preciados a desconocidos rapaces, hablar de la verdad y no
sentirla, ser despedidos de las fábricas traidoras, formular matrimonios vacíos,
procrear nuevos convencionales ancestros, llorar borrachos en bares nada
heroicos, por qué no sueltan, por fin y de una buena vez, la bomba gloriosa y
terminan esta comedia provincial, este otoño mediocre, esta república sin
esencia? No tengo respeto por tantos imbéciles sin nombre, caracteres de un
videojuego de mal gusto, criaturas sin profundidad, sin belleza, que no saben
apreciar a través de sus anteojos vulgares lo sagrado de la existencia. Me
parece que el error cósmico fue haberles dado la vida para empezar. Cuando los
humanos nacieron, dividieron el mundo, lo llenaron de palabras tontas, lo
hicieron en suma inhabitable.
Resulta que cierta vez me enamoré de una
Cliente. Ella tenía cáncer. Puede decirse que sufría mucho, que no tenía buen
aspecto. Pero aún sin verse bien, era la cosa más bella que yo había visto en
mi vida, y de hecho he visto hasta la fecha. Ella imploró que la ayudase. Los
dolores eran insoportables, y la abrazaban en la noche. ¡Nunca de visto un caso
tan desesperado! Quería cortarse las venas en la tina, ya saben, como en las
películas. Hablamos y hablamos. Y durante el proceso empecé a enamorarme de
ella. Así que empecé a postergar su suicidio, a decirle que no estaba lista, a
inventar, a mentirle. Ya estaba lista. Lo sabía de sobra. Ella empezó a notar
que yo tenía sentimientos por ella. Un día se desnudó. Y luego procedió a
desnudarme a mí. No pude conseguir la erección. Ella mostró una gran ternura.
No tiene importancia, dijo. No importa, dijo. Importa, dije yo. Importa mucho,
dije yo. Salí de allí destrozado. Ella insistía en que yo le diera permiso de
quitarse la vida. No puedo, confesé. No quiero que mueras, admití. Ocurrió
esto: esa noche misma se abrió las muñecas. Así la encontré al día siguiente:
fría, sin temperatura, grisácea casi. Me acordé de mi madre. El mes estaba
terminando. Mi vida no volvió a ser la misma. Me las arreglé para seguir
trabajando. Para lavar platos. Para seguir pidiendo comida a domicilio. Pero lo
que de veras quería era matarme, yo también. Y sin embargo no podía. Sigo sin
poder. Estoy de acuerdo: es una tierna ironía. Consiento: es una trágica
ironía. Confirmo: es una cómica ironía. Por lo cual no paro de
sonreír... y de llorar... y de conmoverme. ¿Qué más? A veces me siento tan
impotente, que vomito en el lavamanos. La tragedia aquí es que soy único en
mi especialidad: no tengo a nadie más a quien recurrir. No puedo suicidarme:
estoy solo. Nadie me puede suicidar: estoy completamente solo. ¿Cuándo vendrá
mi propio redentor, mi propio guía, mi Virgilio? No puedo dejar de considerar
que es una descortesía por parte de la vida el no enviarme a un ángel—brujo,
para convencerme por completo de mi propia inutilidad. Advierto que voy
envejeciendo, y que no soy más feliz. Me repito que no estoy tan mal. Pero
estoy mal. Será mejor que empiece a entenderlo. Lavo platos, tazas,
ceremoniosamente. Mantengo la disciplina. Y de vez en cuando, contesto el
teléfono.
A esta hora, es posible que el anciano
ya se haya pegado el tiro. Acaso lo hizo sin parpadear. Tengo presente su voz
trémula, pura, rodeada por los faisanes de la desesperanza. Sus grandes ojos
tristes.