Problemas de oído

ME HA DESPERTADO de nuevo el asunto del Oído. 
           
¿Me estaré quedando sordo, es un asunto muscular, de presión acaso, qué bronca se ha armado en la delicada arquitectura interior de mi oreja?
           
¿Anuncia este achaque furioso, en este nuevo año que apenas empieza, un complejo de venideras decadencias?
           
¿Incluso algo serio, algo irreversible, muy mortal?
           
Es lo primero que me viene a la mente.
           
Comienzo a sentir que me falla el aire.
           
Esto ya se está convirtiendo en una pesadilla.
           
Lo mío, mi política furtiva ha consistido hasta la fecha en no tener ningún miedo: ningún miedo de volverme viejo, y marchitarme.
           
Pero mi política, presiento, acaba de cambiar.
           
Me siento, factualmente, como el títere–puta de lo contingente y de lo transitorio.
           
¿Cómo hacen algunos para envejecer sin que ello les afecte el estado anímico general?
           
¿Es que se quedan tranquilos con cualquier tratamiento de mascarilla japonesa, un zumo de zanahoria, consejos multimedia encontrados en Flipboard? 
           
¿No adivinamos en estas estrategias sospechosas, arteras, patrones, ecos evidentísimos de negación?
           
Lo cierto es que con la edad advienen Asuntos y Ansiedades demasiado graves, vidriosos, ministeriales.
           
En cuenta, el Oído, que lleva ya unas tres semanas de molestarme.
           
He leído lo que he podido de mi situación infausta; se dice en los threads toda clase de cosas, pero hay que decir que nada he sacado en claro, ni tengo una idea de la razón de mi dolencia.
           
Por tanto siento el efecto de una gran ansiedad, una ansiedad por decir supurante.

Una ansiedad que a los ojos de un tercero puede acaso matricularme como un cobarde.
           
No voy a ocultar que es un tanto aprensivo de mi parte este exceso de preocupación, de sentimentalismo fisiológico, que no arregla nada. Me doy cuenta que al final bien puedo estar sobredimensionando las cosas. Creo que he tenido problemas de salud similares en el pasado, y no han pasado a más.
           
Pero por otro lado me parece legítimo, absolutamente legítimo, validar la realidad de la ruina física, la realidad de la putrefacción. Esta campana que soy se rajará eventualmente, o ya se ha rajado. Esta furiosa plegaria que he sido entrará también al olvido.
           
Así lo manda Dios –o el Bosón de Higgs.
           
Y es entonces cuando me tomo uno o dos ansiolíticos rosaditos, incluso antes de salir de la cama, de la cual por demás no pienso salir pronto.
           
Como tantos otros días últimamente, me quedaré entre las sábanas tibias, decaídas, abortivas y asexuadas, en la barcaza inmóvil de mi lecho, lejos de la intimidante corriente de la vida.
           
No seré triturado en los yunques de esta jornada, eso no.
           
No importa que me acusen de pusilánime, porque es lo cierto.
           
De cualquier manera, no hay nadie allí para acusarme de nada.
           
En esta pequeña pero vasta ciudad, no existe ninguno que en este momento esté pensando en mí. He sido en vida demasiado seco, cortante, de ser posible odioso, y hoy pago las consecuencias.
           
Además, ¿por qué alguien habría de extrañar a este fantasma, por qué alguien habría de echar de menos este remedo de ser humano que aún se viste como un adolescente desgarbado y que no ha aportado nada significativo al universo?
           
Y entonces es el Oído otra vez, el misterioso, el lívido Oído, que me arroja a una penumbrosa y amarilla zona de incertidumbres, bajo un mástil de miedo...
           
Si no fuera por el Oído…



NO RECUERDO cuándo fue la última vez que tuve sexo real. Que tuve algo que ver con la coyuntura erótica. No me acuerdo lo que es divertirse con una mujer. Es obvio que a estas alturas tengo el falo verdoso, podrido. He visto cómo ha ido apagándose en la sed y en la niebla.
           
Intento, tristemente, una paja, pero solo consigo una erección a medias, vencida, nerviosa, decadente, catastrófica, sin sortilegio, de cuarentón sufriente y sin respuesta. No la de un negro hipersexuado y bestial, con una salchicha de acero.  
           
Deseo que mi libido por fin aparezca.
           
Y no aparece.
           
Pero a la vez es como si no quisiera participar en ninguna clase de excitación sexual. A esto último es lo que llaman en la jerga psicológica “anorexia sexual”. Puede que yo sea un anoréxico sexual, condición cultural terriblemente desacreditadora y humillante.
           
En el Juicio Final, nos juzgarán por nuestras erecciones.
           
Ahora intento, tristemente, ver porno, en el estudio. Frente a la pantalla, y rodeado de libros simbólicos, milenarios e inútiles, me incrusto en el hormiguero de los websites eróticos, con sus cogidas absolutas y publicidades para la disfunción eréctil. La pantalla de la compu brilla en la noche.
             
Clips sucediéndose unos a otros, taxonómicos. No consiguen despertar nada en mí. Solo consiguen darme un gran disgusto esencial, hacerme sentir como un crótalo.
             


LO DEL OÍDO me está preocupando mucho.
           
Por supuesto, no me gustan los doctores. En el fondo, creo que son todos unos roncos charlatanes. Y la experiencia casi siempre me lo ha confirmado así. Pero entonces, ¿por qué insisto en visitarlos a veces? Bueno, hay condicionamientos más fuertes que uno.
           
Otra razón por la cual no me agrada ir a donde los doctores es porque me da pereza, básicamente. ¿A quién le gusta ese callado aburrirse, ese cielo retirado que es una sala de espera?
           
En la salas de espera los juglares pierden los ojos y la vida. Seremos carne de ausencia, en las salas de espera. Qué tumba de silencios y revistas viejas, siempre esperando, en las salas de espera. 



Y QUÉ PEREZA salir a conectar. Cansancio de salir a un bar a buscar una mujer, y escucharla recitar sus interminables, nada voluptuosas, cosas. Terminará el acto del amor, y pensaré: ¿para esto tuve que soplarme cuatro horas de superficialidades con esta flor, de lo tonto a lo más tonto, de lo más tonto a lo cadavéricamente tonto? Prefiero el aire vencido, pero docto, pero digno, de este apartamento. Prefiero –calma y locura– vagar en este túnel esférico que ha resultado ser mi apartamento, tarántula muerta, autocontenida, que es mi apartamento, cuando el atardecer también va muriendo, oh cuando el atardecer.



NAVEGO en internet, a ver si encuentro alguna información relevante sobre el asunto del oído. En los portales, hay tantos mensajes relativos al tema que son prácticamente innumerables. Ocurre que, hoy en día, todos son uno malditos doctores: todos saben de todo respecto a cualquier maldita condición médica, habida y por haber. Pero –leídas todas las explicaciones, recibidas todas las señales, revisadas todas las posibilidades– aún no sé que tengo en el Oído. Yo pienso que lo mejor será, al fin, ir con un especialista, para llegar al fondo de esto.



VIENDO porno. Nada hay para nosotros, salvo una paja. Somos perros. Los jardineros mueren en la noche. Pedacitos de niños caen desde los altos edificios, que están cojos. Las semanas pasan. Uno podría quitarse la vida. Sería lo más humano. Pero en lugar de ello se echa una paja.



CONSULTO el directorio de otorrinolaringólogos locales. Hay tantos y no sé escoger. Finalmente me decido por uno de apellido González, que trabaja relativamente cerca de mi casa, y que, según los comentarios que he ido encontrando, tiene el don de curar a la gente.



SOY FAN de los almuerzos llamados ejecutivos, esos que sirven en localitos sin pretensiones a lo largo de la ciudad, y que al medio día pueden ponerse muy concurridos: palomares de burócratas, innumerables oficinistas, clasemedieros sin promesa, proletarios amarillentos, todos untados de buenas, de no demasiado malas intenciones.
           
En el comedor al que suelo ir hay una hembra muy sensual que atiende. Hay que verla recibir las órdenes: auténtico baile erótico. Ya he notado antes cómo me mira: ¿querrá algo conmigo?
           
Puedo invitarla a mi apartamento, pero ¿y si lo toma a mal?, ¿y si me dice un insulto terrible? ¡Pero insultos terribles me han dicho muchos en vida!



LLAMO al consultorio del Doctor González; cuadro la cita con su secretaria. Después salgo a la terraza, contemplo el cielo, que es como una cárcel azul.



ESTOY ACOSTADO en la cama, y no hay parte mía que no esté ensombrada y autoconmiserándose. De más está decir que, secuencial y consecuencialmente, se me antoja una paja. Me muevo pálidamente al estudio, para ver porno en la Imac. Los libros –iguales todos en la librera– me observan; decido ignorarlos. Abro el PornoTube, y son ya todas esas mujeres recibiendo vergas profundas en sus gargantas inocentes, congestionadas. Gllooop. Gllooop. Un clip en particular me llama la atención: es una benevolente lesbiana comiéndole lúbricamente el ano alquitranado a su amiga, entre risitas jocosas, espumeantes. Empiezo a masturbarme. La verga, que ya estaba semierguida, se pone dura dura. Es un primer paso; luego viene la excitación, el agolpamiento, la lividez casi, y entonces eyaculo, pero ocurre que, en el momento justo cuando emito el esperma, justo en ese preciso momento, se va la luz, y la pantalla –la hermana pantalla– desaparece, y quedo yo en la oscuridad, como sorprendido por la penumbra, como avergonzado, apocado de golpe, la mano eyaculada, viscoseante, y yo con un sentimiento glacial, de penitenciaría, una honda negra tristeza, que empieza a llenarme por dentro, y desde este sentimiento resuelvo que esto es indigno, que ya es hora de buscarme una mujer, que esto es indigno, y que me siento solo. Y la luz vuelve. 



FALTA un día para mi cita con el Doctor González. Tengo alguna esperanza de que me resuelva esto del Oído.



ESTOY SOLO. Estoy roto. Estoy liquidado. Por tanto he decidido conseguir una hembra. El único problema: ¿dónde conseguirla? Es cuando recuerdo a mi vieja aliada: la tecnología. La tecnología, es cierto, te puede recluir, pero también te da la posibilidad de ligar. Pronto estoy explorando redes sociales para conectar. Allí me tienen de safari panorámico en los portales de citas en donde tantas y tantos han conseguido al amor de su vida… o al menos una buena chimada. Industria descomunal, narrativa neurosocial de vastas consecuencias, con, de un lado, las redes sociales sentimentales, en donde la gente se pone a buscar relaciones serias (allí encontraremos a todos esos mutantes de la compatibilidad) y del otro las redes sociales más promiscuas y emulsionantes (en donde se agolpa el bestiario gay, los porosos infieles, las ninfómanas, y alguno que otros sociópata, con esvástica tatuada). Yo estoy en la mitad: de momento busco algo mild pero kinky, algo sexual pero que no dé miedo. Termino, como todos, en Vosyó, una plataforma geosocial suficientemente erótica y amigable. Mis primeras exploraciones son muy satisfactorias. Conectaré. Con Dios como mi testigo, conectaré.



LISTO para mi cita con el Doctor González. He decidido ir caminando a su consultorio. ¿Por qué? Porque estoy a verga de usar el carro. Y porque he sido demasiadas veces el imbécil que ha perdido incontables horas en el tráfico de esta ciudad. Desde la acera los veo: a esos conductores, como peces secos, enmuertados. En los semáforos, van poniendo pálidos likes a sus amigos de facebook. Me rehúso a ser uno de ellos.

Por fin llego. Me presento con la secretaria del Dr. González, una mujer ligeramente enlutada de ánimo, y que se parece un poco al viejo genocida que sale en las noticias. Esta mujer no me inspira ninguna lascivia.

En la sala de espera hay un gran reloj antiguo y despellejado haciendo tic tac tic tac. Un niño está corriendo por todos lados. La madre no le está poniendo mucha atención. Pienso en mi propia madre; qué lejos la siento; qué perdida en quién sabe cuál gasolinera.

Por fin, el Dr. González me recibe: un señor carnoso y respetable, con un cráneo vasto. Por la ventana de su consultorio entra la luz índigo del atardecer. El señor carnoso y respetable me indica que me siente.

Pidiéndome que lo espere un minuto en lo que termina de escribir un mail. Tiene una pequeña cicatriz en la frente. Finalmente termina de escribirlo, el mail, y entonces me habla con una voz estentórea, radioactiva, caudalosa, de ninguna manera muerta, que seguramente está haciendo vibrar su lengua.

Procedemos a la consulta como tal. Me hace preguntas precisas, geométricas. Yo procuro responderlas lo mejor que puedo. Luego me ausculta los oídos en una silla médica, en una sala contigua. Luego me da una prescripción, y las correspondientes indicaciones. También me da su número personal, y una nueva cita, para dentro de dos semanas. Mi cabeza se siente aérea. Nos estrechamos las manos. Me pone la mano grande,  firme y carnal sobre el hombro. Había una vez un tipo que se fue a revisar el oído y salió del consultorio de su otorrino con una sensación de fe. En la calle, el atardecer índigo no terminaba de apagarse.



MI TOTAL INTENCIÓN es tener un encuentro sexual bello, como se ve en los sitios porno. Preferiblemente con una mujer de vagina húmeda, referencial y compacta. Para eso, uso el portal Vosyó. Busco. Conecto. Conozco. Su nombre es Milpa. Ese no es su nombre, pero es el nombre que provisionalmente le doy, porque soy un caballero. Milpa es una mujer inteligente y rápida y sensible. Y su imagen es promisoria. Intercambiamos textos en el chat. Reímos. Decidimos salir. Hacemos un date. El ambiente del restaurante–pizzería es vívido y liviano. Un bestiario de hipsters me rodea. Finalmente Milpa ingresa; es morena latina. No sé qué, algo siento, no sé traducir. Pronto estamos conversando y comiendo. Los hipsters desaparecen: se ha hecho un efecto de túnel. Una cita muy correcta, y mi sangre pide sexo. Vamos a mi apartamento. La desvisto. La penetro. Se va. Me quedo feliz, tirado en la cama. Estoy tan satisfecho que ni siquiera me dan ganas de ver porno. 



PASAN dos semanas, durante las cuales me he aplicado bastante en el tratamiento que me ha dado el Dr. González. Siento el orgullo que acompaña el hacer las cosas bien.
           
Nunca pensé que me recuperaría tan pronto. Incluso me doy cuenta que ya no tengo un aspecto tan lánguido.
           
Con entusiasmo, acudo a mi segunda cita con el Dr. González. Otra vez la secretaria sin lascivia me atiende. Noto que el gran reloj ya no está en la sala de espera.
           
Con el Dr. González hablamos de la efectividad del tratamiento. Parece satisfecho. Advierto una foto en su escritorio de una mujer. Le pregunto si ella es su hija. Riendo, me dice que es su esposa. Me habla de ella. Me cuenta que se casaron hace cinco años, que la ama profundamente, que si alguien le pusiera las manos encima se enojaría mucho.



EMOCIONADO por el éxito de mi última cita sexual. Hay triunfos que buscan más triunfos; hay victorias que exigen más victorias. Por tanto pruebo otra vez el Vosyó. Al principio los resultados son híbridos, pero dejen que les diga que si uno es paciente, si uno no se derrumba, uno termina cazando algo. Me conecté esta vez a una pequeña mujer, apodada Chatía. Pequeña, pequeñita. Se sabe que las chiquitas compensan su cortedad con recursos creativos y sexuales. Con la Chatía quedamos en el cine. Como a la mitad de la película ya me estaba metiendo su mano menuda entre las piernas. Luego se puso a succionar mi pija de venas hiperrealistas, con su boquita heroica. Luego fui a dejarla a su casa, donde todavía me la cogí en el clóset. Me sentí afortunado y viril.



EL TRATAMIENTO definitivamente está funcionando. Siento que podría tirarme de bungee. El mundo en acuarela. Del Dr. González solo puedo decir buenas cosas. Hay que ver lo bien que está mi ánimo. Tanto que ordeno la casa. Tanto que voy al dentista, para revisarme una pieza cariada.



A LA PAR de mis encuentros sexuales vía Vosyó, estoy subiéndole el volumen a mi educación erótico–digital: me encuentro explorando los chat rooms sexuales. ¡Sí y sí! Cientos de miles de mujeres aventando el ojo del culo el ojo de la cámara digital. ¡Cuántas tácticas de seducción, cuántos labios rojos hiperrealizándose en la pantalla! Veo –y es al principio con cierto decoro y timidez, con cierta casta inocencia, incluso con miedito– la abrumadora y majestuosa oferta de hembras dispuestas, algunas por ocio y otras por oficio. En las noches me paso viéndolas, chateando con ellas, mis dedos son refinados instrumentos neurosexuales que teclean y teclean, hasta la última madrugada. A veces uso mi tarjeta de crédito. ¿El costo? No quiero hablar de ello. Quiero hablar más bien sobre cómo me siento tan cómodo en este mundo formidable, hoy es una punk, mañana una diosa tántrica, pasado es una prostituta neozelandesa, cuyo rollo es venirse entre sus propios meados. ¡Levantemos los brazos! ¡Cantemos juntos! ¡Aleluya!



TERCERA CITA con el Dr. González. Mientras espero en la sala de espera, pienso cochinadas sexuales. La secretaria me pasa al consultorio. Allí la foto de la esposa. Allí otra vez la luz del atardecer entrando por la ventana. Solo sé que me siento bien aquí adentro. El Dr. González me revisa. Hablamos un buen rato, agradablemente.
           
En un momento me hace una inesperada propuesta: me invita a cenar a su casa.
           
Me siento muy honrado y digo que sí.
           
Espléndido, espléndido, dice.
           
Espléndido, espléndido, respondo yo.
           
Qué bonito es hacer nuevos amigos.
           
Qué bonito es no sentirse tan solo.



HE LLEGADO por fin a la casa del Dr. González, un poco sudoroso por el nerviosismo de no llegar a tiempo.
           
La casa del Dr. González, ubicada en un cerro, se alza sobre la ciudad con cierta arrogancia maestra. Por dentro es una casa casi de millonario, silente y gigantesca. Un museo, por los objetos viejos que la habitan, pero simultáneamente inundada de amenidades high–tech. El Dr. González me muestra su cava, organizada por el mejor sommelier del país, explica.
           
La sala posee un ventanal que nos permite ver la ciudad, esa trinchera, con sus lucecitas a lo lejos. Allá abajo los pobres se mueren en sus grumos sangrientos. Y luego una larga araña se los come. El Dr. González es un señor afable, algo panzón, casi viejo, con un traje fino, pero no exactamente a la medida. Su fisionomía es grande y opaca pero refleja una claridad y una alegría evidentes. Es absolutamente necesario que diga que se está portando muy gentil conmigo, como el gran anfitrión que es.
           
La esposa del Dr. González se llama Kena. Viste una minifalda, luce cabellera deliberadamente desgreñada, misma que cae sobre unos exacerbados collares, que al parecer han captado la atención del gato. No hay hijos a la vista.
           
La cena consiste en un curry de sabores poliédricos, muy picante. La conversación se va llenando de gaviotas, de buenas vibraciones. Tengo ganas de decirles al Dr. González y su esposa: los quiero, gracias por recibirme en su casa. El señor ha puesto rock and roll antiquísimo de los ochenta. El vino fluye. Y Kena me lanza miradas libidinosas. Cuando él no nos está viendo, ella me lanza miradas indiscretas, agudas. No hablo de ligeras miradas casuales, no, hablo de algo muy intenso. Si es que puedo decirlo: es claro que esta mujer me quiere coger. Me guiña el ojo, me toca cuando él se levanta a buscar el vino: es una situación muy estridente. La evito como puedo. Es como una comedia de Broadway, pero de veras no puedo aquí reírme: temo desde luego que el Dr. González advierta lo que está pasando.
           
Cuando el Dr. González se retira a atender una llamada, el flirteo es directo: me lame un lóbulo. Con qué calor se me yergue el pito. Ella lo agarra, por encima del pantalón. Por un momento me pregunto si el Dr. González y su esposa no son swingers. A lo mejor les gusta incurrir en aquelarres sexuales, y todo esto no es más que una progresiva preparación para ello. Pero luego recuerdo eso que el Dr. González me dijo en su consultorio: “Si alguien le pusiera la mano encima a mi mujer yo me enojaría mucho”. Eso da miedo. Y ese miedo da miedo.
           
Por fin termina la velada. No fue fácil, pero lo hice. Guardé la compostura. Me despiden en la puerta. Kena me abraza. Es un abrazo largo, emocional. Al Dr. González no parece importarle. De hecho consiente, parece feliz. De hecho me regala algo: es el modelo de un pequeño carro a escala. ¿Qué hice para merecer este inmenso detalle? Me explica: cuando era pequeño mi padre me regaló uno igual a este. Y ahora te quiero regalar este a vos. Es tarde y me está diciendo estas cosas. Escucho a un señor hablarme con infinita ternura. Estoy muy conmovido. Estoy casi penando. Algo quiere salir de mi cráneo. Doy las gracias al Dr. González.
           
Ahora manejo de vuelta por la ciudad,  por sus 72,000 calles. Abro la ventana. Una canción muy bella está sonando (neofolk, infinita). El viento me da en la cara. Oigo la ciudad. Oigo la ciudad y sus mieles. Oigo la ciudad y sus mieles y sus árboles. Oigo la ciudad y sus mieles y sus árboles y sus adioses. Y sus gacelas. Y sus pobres.



HOY TUVE un encuentro sexual a la antigua. Fue con la chava del comedor de los almuerzos ejecutivos.
           
Terminando de comer, le pedí que se acercara a mí. Discretamente, le pregunté a qué hora salía. Se le prendieron los ojos. Me dijo que a las cuatro. Le propuse venir a buscarla. Se le prendieron los ojos, pero igual se hizo la difícil.
           
Pero yo sabía que santa no era, que nunca iban a escribir ninguna clase de hagiografía de su persona, así que durante el resto de la semana la fui trabajando, hasta que consintió. El viernes, fui por ella, a las cuatro en punto. Le propuse que fuéramos a mi departamento. Accedió. En el ascensor ya nos íbamos besando grueso. Y una vez adentro, nos metimos a la ducha. La penetré por detrás. Fue en conjunto una buena cogida.



AHORA MI ROLLO es meterme en las redes sociales hardcore, ya saben, como esas que te dicen que hay alguien a siete cuadras de tu casa deseoso de coger en este mismo instante. Tengo la razón cuando digo que estas redes sociales son grandes árboles eróticos, de donde cuelgan líquidos vaginales ligamentosos, terso esperma. 
           
En este preciso momento, hay una HEMBRA en mi barrio –hembra que no conozco, pero que estoy a punto de conocer– que quiere lo cierto fornicar conmigo. Así que ya estoy caminando en dirección a su casa, sintiéndome indestructible, al estilo de un narcotraficante o un político italiano. Nada me apartará de penetrar a esta mujer. La calle morena lo sabe.
           
Llego a su casa. No hay por qué preguntarse si la mujer semidesnuda que me acaba de abrir la puerta es mi cita sexual. Es ella. Forma parte de ese grupo de mujeres cincuentonas que todavía están muy preservadas. Lleva puesta una vieja t–shirt, que pronto le estoy quitando. Cogemos en varias locaciones de su casa, que está repleta de plantas. Me recuerda a la casa de mi difunta abuela. No hace falta decir que cogemos en la piscina. Es asombroso lo bien que se mueve–danza esta mujer. Luego pasamos a su alcoba, en donde la penetro analmente, en un sillón vintage. Sus gritos son puntos agudos en el espacio. También va sacando sus juguetes sexuales. Así hasta el amanecer.
           
Vuelvo a mi casa, sintiéndome como una máquina sexual. Otros pobres infelices fornican como ancianos magistrados. Pero yo cojo como un Dios.



HE EMPEZADO un affaire con Kena, la mujer del Dr. González. Kena me ha llamado hace unos días. ¿Cómo consiguió mi número? Se las arregló para sacárselo a la secretaria del señor Gonzo, me explica. ¿Y él no se va a enterar? Él está en otras cosas, dice Kena, ardiente Kena, Kena como revolver en la sien, rojísima Kena, panal sexual Kena, Kena huracán, Kena opiácea. Kena me va diciendo cosas sensuales por teléfono, me dice para empezar que está desnuda, que está metiéndose pedacitos de pan en la vagina, y que luego se los saca mojados. La suya es una voz suave, pero incandescente. Esta mujer me llevará al Sur, al profundo, al peligroso Sur.



LA MAYORÍA de veces nos juntamos en mi apartamento. Kena es galáctica y cachonda. Su cuerpo es un sol. Lleva adentro una larva calientísima e inmortal. Desenvaino y cogemos: un polvo sucio, ateo. Su vagina es como un girasol hecho de un millón de hormigas. Me duele la pija, que ya sangra. Los hocicos de las cosas nos buscan, en el cuarto.
           
Otro día nos juntamos en la casa de ella: el Dr. González está de viaje. Sobre la cama conyugal cogemos: ay, ay, dice Kena, que parece que pronto va a quebrarse del placer.
           
Al terminar, me doy cuenta que en la mesa de noche, hay una foto de su marido, el Dr. González.
           
Un escalofrío recorre mi columna vertebral.
           
Una voz en off me dice que he cometido un error.
           
O quizá siento tristeza de haber traicionado a un hombre bueno.



HAN PASADO las semanas. Kena ya no me llama: después del encuentro en su casa, Kena no me ha vuelto a llamar. ¿Es que ya se cansó de mí? ¿Es que está siendo acaso observada por su marido? ¿Ha sido traumatizada por la culpa?
           
Qué solo y qué lúgubre me siento. He buscado compañía en Vosyó pero sin éxito. Veo porno. También me he enfermado: una gripe feroz.
           
De mi lado, prefiero no llamarla. Es que no quiero que su marido, no quiero que el Dr. González se de cuenta de nada. Pero en las noches solo pienso en Kena, y por más que busque a otras mujeres en los chats sexuales, no consigo sacarla de mi mente.
           
La cosa del Oído ha vuelto. Y ha vuelto peor. ¿Tiene que ver con el hecho que me he enfermado de gripe? No sé, pero hay algo de ominoso en este recrudecimiento de mi condición.
           
Por supuesto, no deseo ir al consultorio del Dr. González. Para empezar me daría vergüenza, y a lo breve me daría un poco de miedo. Pero si hay alguien que puede ayudarme es él.
           
El dolor en el Oído es insoportable. ¿Es que tengo alguna clase de tumor allí?
           
Al final decido hacer la cita con el Dr. González, y eso por dos razones: porque él me quitará este dolor, a no dudarlo; y porque a lo mejor puedo hacerle unas preguntas (con escuela) sobre Kena, averiguar cómo está. Así que llamo.
           
Hablo nuevamente con su secretaria, que me atiende con una voz particularmente fría, y me da la cita para dentro de una semana.
           
La perspectiva de ver al Dr. González me provoca mucha ansiedad.
           
Pero por otro lado el dolor en el Oído aumenta.
           
Si a eso añadimos la insoportable soledad.
           
Y el miedo horrible a tener hepatitis b, sida.

Finalmente, una semana transcurre. Que sea lo que tenga que ser. Camino por la ciudad, en dirección al consultorio del Dr. González. La ciudad, que es como un cangrejo oscuro. Los conductores tienen caras de fetos en sus carros.

Ya estoy en la clínica del Dr. González. La secretaria me pide que tome asiento.

Noto que el viejo reloj ha vuelto a la sala de espera. Hay un anciano que no deja de verme. Me pongo a trolear en twitter.  

Por fin, la secretaria me indica que pase al consultorio. Intento saludar al Dr. González. Intento, incluso, darle un abrazo. Pero me topo con un muro de hielo. Por más que procuro tener una conversación cordial, sus palabras son frías y estentóreas. Ni siquiera me mira.

Le pregunto algo acerca de Kena. Un error. Levanta la vista y me clava una mirada venida desde quién sabe qué sector infernal de su alma.

Es obvio que sabe.

Luego me hace pregunta secas. Yo contesto lo mejor que puedo, pero la voz me tiembla un poco. Me pide que pasemos a su silla para pacientes. Me ausculta, como suele hacerlo, pero esta vez de un modo brusco, desprendido, coyuntural. Luego se da la vuelta: no alcanzo a ver lo que está haciendo. Una sensación desagradable me inunda. ¿Debería de levantarme y huir? Pero, ¿no sería peor? Es pánico lo que estoy sintiendo. 
           
Entonces el Dr. González empieza a hablarme de su esposa. Amo a Kena sobre todas las cosas, dice, y hay algo eternizado en su tono. La amo hasta el punto que mataría por ella. Yo nomás lo escucho, congelado. Aún no se ha dado la vuelta: solo veo su espalda, oigo su voz. Ni Kena ni vos lo sabían, pero yo tengo cámaras escondidas en la casa. Ah sí, no creás que no me lo sospechaba, añade. Ya me sospechaba que Kena me estaba engañando, y no con uno: con varios. Uno a uno los iré agarrando a todos.
           
En ese momento, el Dr. González se da la vuelta. Compruebo con horror que tiene una jeringa en la mano. Intento correr, pero es tarde ya, me está clavando la aguja en el cuello. Pronto pierdo el conocimiento.
           
Despierto. Sabor horrible y metálico en la boca. Una potente luz dirigida a mí: me lastima. Amarrado, amordazado: no puedo moverme ni gritar.  
           
Alcanzo a ver el lugar en donde estoy siendo retenido: una especie de galpón sucio. Tubos viejos y pedazos de lámina tirados en el suelo. No alcanzo a ver a nadie. Pretendo pedir ayuda. Aspiro a desamarrarme. Es inútil.
           
Al fin una sombra: el Dr. González. ¿De veras creías que te ibas a salir con la tuya, pedazo de mierda?, dice en un susurro que se me mete glacialmente por todos los poros. El Dr. González tiene un taladro en la mano. Lo echa a funcionar. Lo acerca a mi oído. Perfora.



EN EL HOSPITAL. Viendo porno en mi tablet, a escondidas de las enfermeras, que son gordas y pantanosas, como grandes saurios. Afuera es un mundo oscuro y baldío, regido por el Doctor Gonzo. Todo está cubierto de sangre de cerdo. Las amantes están colgadas de largos cordones umbilicales manchados de sida, y gritan, es que cómo gritan. Pero ya no las puedo oír. Nunca las volveré a oír de nuevo.
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