Coral negro

Es de madrugada. El despertador ha sonado ya. Debo tomar un taxi al aeropuerto. Esta ciudad sin alma, pero bifronte, esta ciudad de dos cabezas –una grande y otra pequeña– aún duerme.
           
¿Estoy cansado, feliz? Ni uno ni lo otro.

Me llamo M.

¿Michel, Mauricio, Marcelo?

Ponga el interesado el nombre que más le guste.

Nací el mismo año auspicioso en que murió Mao.

La maleta está lista.
           
Soy experto en hacer maletas.

Viajo mucho.

Me gusta leer.

Y estoy convencido que hay cosas serias que se entienden mejor de madrugada.
           
Un continente de orden, es lo que soy. Me gusta hacer maletas. Leer. Para entendernos: no me interesa elevar el juego moral de la especie. Dicho en corto: no soy un buen hombre. Simplemente un hombre organizado. Un hombre que frecuenta aeropuertos. Un hombre lector.  

El taxi lleva a M, criatura lectora y capaz, por las calles aún densas, aún nocturnas.

Pronto estoy en la fila enfrente del counter, con un hombre–papagayo enfrente de mí, visiblemente irritado. Yo en cambio no estoy irritado: no tengo sentimientos. Mi salud es inmejorable. Tengo mi pasaporte y el kindle en la valija de mano.

Y ahora estoy en una sala de espera. Una señora (palúdica) me mira insistentemente (palúdicamente).

Las salas de espera son lugares de muchos modos bellos: es como estar en el vientre aséptico de una caja indiferente. Las ventanas producen escenas de aviones, escenas típicas de aeropuerto, confortables y sobresalientes.

Estoy en el negocio de la telefonía celular. Y en mi negocio, soy un Cuadro Importante. Vivo del mundo superior de la tecnología y el mercado. Me muevo mucho. Viajo bastante. Actualmente, mi zona laboral es Centroamérica. No es que me fascine, Centroamérica. Pero es mi zona laboral, y la respeto.



Me llamo M, no tengo nacionalidad fija. Qué importa de dónde soy. Soy americano y soy europeo.
           
Me gusta la cultura. La lectura sublima mis impulsos.
           
Los teléfonos celulares a mi entender son bellos y eficientes, y por eso me dedico a venderlos.
           
Soy un vendedor de mercancías contemporáneas que al pasar por mis manos limpian mi alma. ¿Hay algo más bello, más nivelador que un contrato?



¿He dicho ya que trabajo en el negocio de la telefonía celular y que, de hecho, me gusta mi trabajo? No querría dejarlo nunca. Trabajo mucho y soy muy capaz. Es mi ventaja. Mis jefes tienen en mí a un empleado leal y confiable, a un auténtico graduado de una gran universidad al servicio de la Libertad, que los neosoviéticos siempre están atacando desde su cal maligna, su peligrosa sintaxis. ¡Terroristas! Pero hemos continuado la guerra por otros medios, y hemos, realmente, ganado.
           
Ahora me encuentro en un viaje de placer; me dirijo a Roatán, Honduras, una isla verde entre otras islas (leo en una guía que me han dado en la agencia de viajes que tiene 64 km de largo y 8 km en su parte más ancha). No es asunto mío juzgar el trabajo de la aeromoza aunque pronto veré que es maleducada, y que no es capaz. No es tampoco bonita; es casi bonita, pero su rostro es indefendible en última instancia. Va transitando con el carrito de las bebidas, y ofreciendo mecánicamente a los viajeros jugo de manzana o cocacola. No es capaz, pero hoy no quiero tomar represalias, ni subir la voz. Estoy, después de todo, de vacaciones.
           
En el avión los pasajeros van sobreexaltados o letárgicos. Un niño juega en su tablet. Muchos niños en el mundo juegan con su tablet, deslizan sus pequeños dedos por las superficies luminosas.
           
Roatán, una isla pequeña y caribeña, aislada de las violencias de Centroamérica, contracentroamericana. Una isla para el buceo litúrgico, a cincuenta kilómetros del mainland hondureño, sin demasiada farra, que también es bueno, porque la farra nos vuelve incapaces, nos lastima el rendimiento.
           
Desde el avión la veo verde, desde luego seductora.
           
Caemos sobre la pista, poéticamente. Salimos al cielo azul.
           


El bus nos lleva a lo largo de un camino que me exalta y marea, durante treinta minutos.
           
Pero aún mareado, no pierdo de vista el paisaje.
           
El sujeto del hotel –sentado en la parte frontal del bus– da una panoplia de instrucciones e indicaciones, en tono impostado y levemente parlamentario. No se calla, lo cual es catastrófico.
           
Llegamos al hotel –que se llama, pongamos, Coral Blanco– y procedo al check–in. El lobby está cundido de gente, muchos leyendo en las pantallas chamánicas de sus celulares y tablets sus correos y haciendo transacciones bancarias (más tarde seré uno de ellos). Aprendo que no hay internet en los cuartos (¡!), como si viviéramos en el siglo pasado, y el lobby es el único lugar en donde uno puede conectar.
           
La recepcionista es caribeña, abordable, ligeramente masiva, y me da la impresión que es un poco lenta. Pero se esfuerza. Mi cuarto no está listo, me explica, en su habla ambigua, en su léxico difícil. No estará listo sino hasta las dos, añade. Acepto con cierta indignación –pero sin sorpresa a la vez– esta información. ¿Vamos a creer que en un lugar de hospedaje centroamericano todo va a salir bien y sin problemas?
           
De modo que decido ir a conocer el hotel, para mientras. Dejo en la recepción mi equipaje.
           
Es un hotel conformado por un centenar de cabañas y suites, una playa milagrosa en una bahía perfecta, gimnasio y spa. Tiene dos piscinas aceptables, y en una de ellas hay un grupo jugando voleibol acuático. También hay un rancho o isla de bebidas en donde uno puede ir a beber todos los tragos que desee; y allí hay muchos norteamericanos, gringos, bebiendo de hecho inconsolablemente, y oliendo a protector solar. Respeto a los norteamericanos, gringos, toda vez estén en la oficina. Tengo para mí que una vez salen de ella se vuelven gordos, ineficaces, un poco cainitas, ¡y cómo! En ningún momento podemos olvidar que la Libertad a la cual servimos requiere de individuos sanos, y no podemos perder nunca la convicción, el instinto sacrificial, la lealtad, el sentido de obligación, al Mercado.
           
La bahía pertenece ya a la dimensión de lo incomunicable. Qué señora mercancía. No eran mentiras lo que decía el brochure: las aguas que veo son efectivamente turquesas, las arenas blancas, ígneas, y las vegetaciones sugerentes. Lo usual: hay personas, niños (tampoco muchos) jugando. Camino hasta uno de los muelles, desde donde se me concede una vista superior, agradablemente pedante. Supongo que debería sentirme indudablemente contento, ante esta riqueza fenoménica, pero en lugar de ello vuelvo al lobby, y reviso mis correos en internet, para avenir ciertas cuestiones de trabajo, y ponerme un poco al día. Y luego migro al comedor, en donde los guests se congregan, hambrientos, zombies, terríficos. Lo raro es que no se terminen matando en la fila. Son norteamericanos, gringos (muchos de ellos buceadores profesionales) y centroamericanos, mayormente, envueltos en una música de bachata que es un homicidio a las neuronas, que bien podría llamarse “caca”, y por la cual jamás sentiré ninguna afinidad, porque en mi departamento no hay lugar para estas mediocridades. Yo me gradué de una universidad fina y neoliberal, he viajado mucho y frecuentado museos, y conozco de cultura. Por eso estoy en posición para decir que Centroamérica es un lugar de sujetos represaliados por la historia social, y cuya única salvación posible es que sean emancipados por el Mercado.

Todas las comidas, no peculiares, pero no pésimas tampoco, están incluidas, y el alcohol lo mismo. Especialmente son los centroamericanos quienes están cebando. Los países centroamericanos son centros de corrupción y narcomiseria, y son muy pequeños, pero todos los países en general son demasiado pequeños, porque ya no existen los grandes países, las grandes comarcas y civilizaciones, y las grandes morales maniqueas, en blanco y negro, como en el pasado.

En el deck principal del hotel una familia de unos treinta miembros se toma una foto, conjuntamente. Todos van vestido de blanco, y ríen. Es muy bello, de hecho.



Voy caminando por el sendero hacia mi cuarto, que finalmente está listo (el sonido de las rueditas de la maleta, que ningún empleado del hotel se ha tomado la molestia de llevar, es narcotizante). El cuarto no está listo. Adentro está la mucama, aún terminando de hacer la cama. Es una de esas locales matéricamente bellas, y me provoca el inicio de una erección. Si no fuera porque estoy un poco cansado por el viaje, le pagaría para que tuviéramos sexo. Me limito a darle una propina amplia, y la veo salir por la puerta con cierta tristeza.

El cuarto no me ha espantado, no me espanta. La cama es grande. Los canales de televisión son decentes. Hay una caja de seguridad, cosa que siempre es reconfortante, nos simplifica la existencia. El cuarto tiene su propio deck con terraza, y una ligera vista discreta al océano. Me pongo de inmediato a leer en mi kindle, recostado. Me gusta la (buena) literatura. No soy un filisteo. Me diplomé en una buena universidad liberal. Pertenezco a una élite de profesionales. No he venido al mundo a salvar a los pequeños holgazanes.



La primera vez que sentí ganas de matar a alguien fue a un conocido mío, en un evento de publicidad. Estábamos ambos sentados muy cerca de la pantalla, que daba fogonazos inspiradores. Mi amigo decía incoherencias, palabrero.

A lo mejor podría quitarle la vida más tarde, en el parqueo, pensé. Me pregunté: ¿qué se sentirá estrangular a alguien con las propias manos?  



Al día siguiente me levanto relativamente temprano, desayuno, me pongo calzoneta,  anteojos oscuros, camino por el sendero entre los árboles–hechiceros, cruzo el lugar en donde alquilan el equipo de buceo y snorkeling, contemplo otro muelle del hotel, bajo a la playa, ahora desierta, leo, me asoleo, me baño en el mar, vuelvo a asolearme.

Es en tal momento que conozco a la Hondureña.

La Hondureña tiene un piercing sutil.

Ella trabaja en el hotel.

“Organizo las actividades grupales”, comenta.

Hablamos largamente.

Se ha sentado en la silla de playa contigua a la mía. Normalmente no me gusta mucho que las personas se aproximen tanto. Empero, el caso de ella es distinto. Me agrada su proximidad, acaso porque posee un cuerpo menudo y sexual, más caliente que el sol cenital sobre nosotros.

Pero a la vez hay algo de inocente y vestal en ella.

Es Hondureña, y trabaja desde hace dos años en el Coral Blanco. Se llama… Bueno, no importa cómo se llama. Llamémosle la Hondureña, nomás. Baste decir que tendrá unos veintitrés años, que es inteligente, que chorrea una sexualidad dulce.

Le propongo que vayamos a esnorquelear. Me dice que en realidad los empleados del hotel no pueden hacer eso: esnorquelear con los huéspedes. Pero al final, cómplice, consiente. Al parecer, le gusto. Ella me gusta a mí. Pero ella no puede ni hoy ni mañana. Tendrá que ser el día después. Fijamos la cita, el lugar, la hora.

Luego se despide.
           
Por la tarde duermo un poco, leo, salgo a ver el atardecer, bebo un cappuccino, veo telebasura.
           


Al día siguiente, un bus del hotel me lleva a ver un show de delfines.
           
Llego incluso a tocarle la nariz a uno de ellos.
           
Considero ir a jugar golf, por la tarde, pero en lugar de ello opto por rentar un carro, y conocer algo de la isla.
           
Me dirijo a West End, en donde termino en un hotel, bebiendo cervezas, inútilmente. En la playa hay una madre jugando con su nene. Y eso me termina irritando así que termino por largarme de ahí.
           
Compro ciertas cosas en la calle; intercambio palabras con un gringo que según relata solía dedicarse a restaurar van Goghs, lo cual me parece fascinante.
           
Luego ceno langosta en un restaurante famoso, mientras reflexiono sobre las ventajas de vivir en un mundo liberal, un mundo sin comisarios filocomunistas, con sus peligrosos, falsos catecismos fraudulentos, programas sociales productores de incomodidad, reductores de la inversión, retórica coercitiva oenegera, columnistas gacetilleros, siempre a trasmano de la realidad.
           
Vuelvo al hotel. Y resulta que en el hotel todo el mundo está disfrazado. Resulta que hoy es Halloween y lo había olvidado.
           
En la terraza principal del Coral Blanco hay un cuerpo o grupúsculo de americanos, norteamericanos, gringos, ya borrachos, pastoreando margaritas y tequilas, sobándose unos a otros. Por ejemplo hay una mujer vestida de femme fatale sadomaso. Y en particular hay un hombre vestido de Superman. Me parece extraordinario que estos norteamericanos, gringos, hayan traído en sus valijas sus disfraces, ¡tanto les gusta el Halloween!
           
Superman parece confirmadamente feliz, mientras pide más piñas coladas y baila con ridiculez. Es gordo, es fofo, está feliz, se ha puesto muy ebrio. Es muy sintomático que los norteamericanos, gringos, pierdan la cabeza con el alcohol, una vez salen de la oficina.
           
Hablamos un poco (mientras yo bebo una cerveza) y me cuenta de cómo perdió su casa en la crisis hipotecaria de 2008. Voy recibiendo con interés aparente las rapsodias farragosas de su vida. También me dice, me explica Superman que este viaje es un lujo que se está dando, en medio de sus tantas deudas. Superman está, sí, muy borracho, y continúa bebiendo, como endemoniado, y tiene una mirada despistada, perdida. Me despido de él y me dirijo a mi cuarto. En el camino me encuentro a la Hondureña. Me lleva a su cuarto. Cogemos intensamente, sin remilgos. No sé a qué horas vuelvo a mi propio cuarto. Arriba las estrellas son millones: son como pequeños anos luminosos.



Al día siguiente, aún desvelado, me despierto temprano, modélicamente. Hoy tengo una cita con la Hondureña, para ir a esnorquelear.

Desayuno; luego me dirijo a la playa.

Compruebo con tristeza que sobre la arena ha acabado –está dormido y vomitado– Superman.

Vaya aspecto, el suyo.
           
Un carcamal desguarnecido.
           
La farra lo terminó hundiendo.
           
Esto explica por qué está tan endeudado.
           
Cuando se levante, posiblemente, irá a su cuarto, y en secreto, y ya roto, llorará.
           
Llegará a odiar su traje de Superman, cubierto tristemente de arena.
           
Camino apresurándome hacia la cabina en donde se renta el equipo de snorkeling, y salgo de allí con careta y pataletas.
           
Abajo en el muelle está la Hondureña. Su hermosura merece mil comentarios. Ella también lleva ya consigo su mascara de buceo. Nos saludamos con un beso húmedo y quizá salado. Está demostrado que nos gustamos.
           
Pronto estamos en las aguas monótonas y excitantes, viendo esos peces, los arrecifes y corales, un trasfondo acuático y nutricio. Un coral en particular –negro– me llama la atención.
           
Aprecio el cuerpo broncíneo y centroamericano de la Hondureña debajo del agua, y siento felicidad, coágulos de felicidad y de indiferencia en mi alma. No puedo sentir simpatía por los delfines, y aún menos por los seres humanos y sus bagatelas. Y tampoco puedo sentir simpatía por la Hondureña. Hay un gran calor en Roatán, abrasándolo todo, pero por dentro yo (¿Mauricio, Marcelo, Michel?) llevo un frío hermoso, religioso, asesino y protector. Me veo las manos, los dedos más lentos debajo del agua. Más tarde iré a comprar algún recuerdo para mis jefes, y leeré un poco.
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