Habían dicho: una cena. La cena consistía en balbuceos morales por parte de los involucrados, música demasiado recia para cualquier criterio equilibrado, largas, gordas rayas de cocaína, con esa ubicuidad que tiene la cocaína, esa facultad suya y farandulesca de aparecer por todas partes después de por lo menos cuatro décadas de prestigio masivo entre los drogadictos. Ya no uso ni busco la cocaína, pero tengo entendido que la cocaína seguirá buscándome a mí hasta después de muerto. Con lo cuál decidí mejor echarme en una hamaca neutra en alguna parte de la casa, y leer poemas de René Daumal. Talvez me quedé dormido un rato, con la música fuerte como banda sonora de cualquier pasaje onírico: esos sueños intensos que se logran colar en nuestras siestas más cortas, dejando un rastro de encanto y terror.
Me levanté; la atmósfera había empeorado notablemente en la fiesta. Se acercó un amigo a prevenirme sobre el estado actual de la música electrónica en el mundo: juro que no entendí nada. Fue el único que se me acercó, de hecho, pues los demás decidieron –dado mi estado de sobriedad– prescindir de mi presencia sin mayor liturgia. Entonces la reacción, mi reacción natural consistió en enojarme, sortear esquemáticamente a los presentes sin despedirme de los mismos, hasta llegar a la puerta de entrada, abrirla, sentir el aire frío, el húmedo aire frío como una liberación.
Pude llamar un taxi pero no lo hice; preferí caminar por las calles mojadas –antes una lluvia había caído, lo cuál era a todas luces raro, tomando en cuenta el mes del año, marzo, y tomando en cuenta mi estado de ánimo, hastío, estado de ánimo que lo hubiese esperado todo sin inmutarse menos un aguacero confuso. Qué reconfortante pensar en la considerable distancia que era preciso recorrer para llegar a casa, como si la caminata fuese el único protocolo viable para huir del mal sabor de la fiesta. Además el gabán me apretaba tibio y concreto y nada tenía que perder –salvo a lo lejos la vida, en caso me topase con un trasnochado aspirante a criminal, pero eso no podía suceder porque me sentía libre, y como lo saben los que lo saben, no existe mayor protección que la libertad para caminar en una noche plomiza. Por lo demás, y como caminaba bastante rápido, mi respiración me acompañó en todo el trayecto; parecía la respiración de alguien más, alguien a mi lado en la atmósfera fresca, decretada, algún compañero sutil y seguro.
El boulevard se curvó abruptamente hacia abajo, por un segmento mal iluminado, y pensé que convenía mejor caminar por la banqueta, pues cualquier carro podía en principio atropellarme y luego desertar ante la ausencia de testigos, dejándome atrás hecho un caldo de huesos y sangre en el asfalto frío. Y no se trataba de eso.
Mientras iba caminando por la banqueta, pensaba en algunas de las ideas raras de Carmen, pues siempre las tuvo, y los más preciso que puedo decir de las mismas es que eran suyas. Si bien en un principio parecían sacadas de un depósito común y exotérico, luego y fácil se daba uno cuenta que la historia era otra, más original. Las ideas espirituales de Carmen en realidad no tenían ninguna cosa que ver con las de la masa. Carmen fue la que me hizo creer en Dios. Lo que no pudieron hacer filas enteras de feligreses y asiduos propugnadores de la iglesia, lo hizo Carmen en un par de noches desconcertantes. Y lo hizo sobre todo por eso: porque tenía ideas propias, propias por complejas así como lo oculto es complejo.
También debo agradecerles a los drogadictos. Para dejar de usar sustancias, tuve que ir a un grupo de terapia común para personas con problemas de drogas. Muchos de ellos habían sido ateos, como yo, hasta que les dijeron: ustedes tienen que hacer lo que sea para dejar de usar drogas, incluso creer en Dios, si es necesario. O sea que mi creencia en Dios fue en un principio un recurso psicológico, una especie de trámite urgente de sobrevivencia, el extinguidor detrás del vidrio cuando las llamas se pusieron calientes. Nunca en mis peores momentos acudí a Dios, incluso cuando la adicción ya era básicamente un infierno, y sólo pensaba en matarme con una navaja. “No hay ateos en las trincheras”, me dijo alguna vez un mexicano. No es cierto. Yo fui un ateo en una trinchera, y no por orgullo, no por escogida soberbia; simplemente no pensaba nunca en Dios. Más bien empecé a necesitarlo cuando me retiré del frente, estando ya en el hospital, cerca de las amables enfermeras, viendo la luz del sol en la ventana, al hablar con los otros heridos –heridos es cierto, pero vivos al fin. De ello todavía me enorgullezco: cuando fui ateo lo fui en serio, sin premeditación, no importando el estado de las cosas. Cuando empecé a ponerme bien fue que creí en Dios, no antes. Pero no era lo suficientemente idiota para pensar que yo había dejado de ser un adicto, y Dios se convirtió en una especie de seguro de vida que fui comprando a plazos, primero de una manera vagamente aplicada y después con real convencimiento. Por lo demás, me identifiqué a cabalidad con el Dios de los drogadictos, el de los desahuciados: un Dios menos orlado, afectado y construido que el del resto de los mortales: más humano, sobre todo humano. Un Dios que no era, gracias a Dios, el de los afiliados, el de los evangélicos, escándalo de panderetas y consignas avant la lettre. Cuando la esperanza se pone a imaginar –y no a copiar solamente– es cuando es esperanza de verdad.
En el justo lugar en donde el boulevard empezada otra vez su ascenso, un carro negro, detenido y apeado a la banqueta. Se trataba de un carro deportivo, una verdadera joya del diseño automovilístico. El carro estaba chocado: un golpe discreto, pero visible.
Me acerqué. Adentro había un hombre: un hombre muerto, quiero decir. Pero lo que quiero decir en realidad es que lo habían asesinado. Un veredicto intencionado y transparente, a juzgar por la cantidad emborronada de sangre que manaba de la herida, todavía fresca. Sangriento, escandaloso y cinematográfico. Habían usado una navaja, que colgaba como un sexo después del coito. ¿Por qué la seguridad de que había sido más de uno? Porque nadie se atreve a matar a un rabino si no tiene la gente suficiente para respaldarlo.
Sí, se trataba de un rabino. Así lo dictaba el atuendo, la barba, la mirada dulce y teológica. Aunque, ¿qué hacía un rabino en un auto como ése? ¿Es normal que un rabino fume habanos como el Cohiba Robusta que sujetaban sus dedos ya un poco engarrotados? La navaja había sido usada con cierto énfasis, con la clara intención de revolver las vísceras, como un licuado de odio y exigencia criminal. Probablemente, lo obligaron a detenerse; talvez lo encañonaron, de tal manera que el encargado de matarlo pudo subirse sin trabas en el asiento del copiloto, y cumplir a gusto la tarea. No me demoré sino lo necesario para capturar la imagen, caminé lo más rápido y lo menos sospechoso que pude, salí del boulevard para adentrarme en calles discretas, nocturnas, temeroso de haber sido visto por alguno. No respiré hasta llegar al departamento.
Respiré a medias, a decir verdad. Sucede que yo vivo en un edificio ubicado cabalmente en frente de una sinagoga. ¿Había visto antes al rabino en cuestión, caminando por el barrio? No quería ni preguntármelo. Me detuve en la ventana, para observar el templo, más parecido en realidad a un bunker, que a un lugar para la oración y la práctica religiosa. Unos gringos, deseosos de diversión en esta ciudad trazada para el tedio, detuvieron en la calle un taxi, formando alboroto y gritando en inglés, el típico inglés demasiado inequívoco y demasiado norteamericano, y el típico grupo de gringos en un país más extranjero sin duda de lo que sospechan. Su seguridad me hubiese repugnado, pero en ese momento consideré más adecuado apartarme de la ventana.
Me senté en el sofá, mientras el hilo de los pensamientos se esfumaba en garabatos contradictorios y encontrados. El crimen seguramente causaría revuelo en la prensa, y mucha agitación en la comunidad judía. Uno no pensaría que un rabino pudiese ser asesinado. Cuántas veces había visto yo ingresar automóviles en el bunker–templo, pero antes de eso, a los policías de la entrada revisarlos celosamente, maniacamente, meticulosamente. Los judíos serán siempre los judíos, y sus sistemas de seguridad los mejores del mundo. Pues aparte de un sistema de creencias, un modo de actuar, muchos muertos, justificación histórica, y dinero, habían acumulado una manera de defenderse. Esta vez, no pudieron proteger a su rabino. Pero tenía yo toda la seguridad que, una vez supieran del suceso, lo defenderían sin escrúpulos.
Que nadie pueda decir que no fui un ateo puro, sin complejos, que nadie pueda revocar ese íntimo orgullo. Las cosas cambiaron, eso sí, y me fui del otro lado de la balanza, para volverme un gnóstico de tiempo completo. Se trataba –a toda costa– de no derrochar un gramo de radicalidad.
Después empecé a entender la ciudad, la ciudad/Sur, el Playground, como un complejo sistema nervioso de redes místicas, atareada de vectores espirituales, fuerzas del bien y del mal disputándose a variables habitantes. Si pudiésemos ver la ciudad desde arriba como una suerte de mapa religioso, entonces, y sólo entonces tendríamos claro por qué esta urbe es como es, y por qué pasa en ella lo que en ella pasa, y a los guatemaltecos, por cuál razón son tan torcidos y en suma dignos de alguna consideración. Prometo hacer una ciudad a escala para determinar los puntos religiosamente poderosos, y las enigmáticas y reveladoras formas que ha elegido Dios (también el Diablo) para hacerse presente en la ciudad de Guatemala. Una vez establecido todo ello, establecidas las batallas, las influencias, las estrategias, me volveré el indiscutible dueño del lugar. Si no lo he hecho aún es por aburrimiento, por pereza y por aburrimiento, dos estados de conciencia que a veces son lo mismo.
Le debo asimismo a una serie de circunstancias concatenadas la insobornable abnegación que profeso por Cabeza (la misma, sí, que el genial Philip K. Dick pudo ver en un día desesperado). Sentir de pronto la casualidad más bien como una causalidad inmaculada; el azar como un plan complejo; la suerte o la catástrofe como un designio retributivo: allí reside mi seguridad, mi confesa certidumbre. Primero fue una llamada, una llamada que no contesté, pero quedó grabada en el contestador como una especie de ley, más inquebrantable que la piedra. La voz –una voz femenina– confirmaba una cita que por lo demás yo no había hecho o solicitado. Según la voz yo tenía una cita con un padre en una iglesia (iglesia que yo conocía a lo lejos pues asistía a la misma con mis padres cuando era pequeño). No dejaban un número de teléfono, y de todos modos cuando lo averigüé nadie contestó. Entonces simplemente acudí a la cita.
El libro: yo estaba seguro que lo tenía conmigo al momento de entrar al cuarto. Un libro sobre la cábala que hablaba del tránsito iniciático al esoterismo judío, los sephiroths, el Árbol de la Vida, numerología mística, arcanos cabalistas, otras delicias. Estoy ahora mismo seguro que tenía el libro conmigo, pues recuerdo haber leído dos o tres capítulos antes de la conversación con el padre. Sí, la cita era con un padre, el padre de la parroquia, según me informó una señorita por lo demás muy afable, muy sonriente, muy católica. Le pregunté por cuál razón me habían citado, y por única respuesta me señaló con encanto una silla para que esperase. El padre tardó en llegar; la cita era a las seis, y pudo haber llegado hasta las siete. (No lo sé de cierto; nunca uso reloj.) Entonces en esa hora hipotética de espera, leídos dos o tres capítulos del libro, preguntándome si no hubiese sido más lógico llevar conmigo una obra relativa al catolicismo, la iglesia o la Virgen María, me sentí un tanto huérfano y perdido. Porque en realidad no tenía una remota idea de lo que íbamos a hablar. Si esto era una confesión o talvez una conversación de orden teológico, o talvez intelectual, no lo podía saber. Durante la espera, la señorita me dijo que tenía que partir y apurarse para llegar a tiempo a la universidad, pero me tranquilizó diciéndome que el padre no tardaría en llegar, que de hecho había llamado por teléfono para asegurar que estaba en camino.
Finalmente llegó. Un señor viejo, barbado, un padre. Hablamos sí –la conversación se fraguó con velocidad– de las utopías ateas. Aproveché para decirle que yo en una época había sido ateo, un ateo puro: sin orgullo y sin despecho hacia Dios, casi un indiferente. Él habló entonces de una serie de cosas, y entretanto no dejaba de observar mi libro sobre la cábala. En ningún momento dijo ninguna cosa de la razón por la cual me había citado, y yo acepté ese silencio como un acto surrealista. Le conté que luego de ser ateo, me había interesado de pronto y sin mayor razón por las distintas modalidades religiosas, desde el culto a Maximón hasta la taumaturgia, pasando por El libro de los muertos, el vudú, Santo Tomás de Aquino, y en fin, el resto, el muy grande resto. Me dijo, seguro de sí mismo:
–Yo no estoy tratando de robarle la feligresía a ninguna religión. Pero en cambio te puedo hablar de Jesucristo.
Y de Jesucristo me habló. Mucho. Me invitó a una ceremonia, para mí desconocida, en la cuál se mostraba a los devotos la Santa Hostia. Prometí acudir. Y luego, satisfecho, me habló de la eucaristía y el sacramento. Aseguró que Jesús se hacía presente de manera literal, no solamente simbólica, en la casa de Dios. En realidad, ya para este momento de nuestro encuentro, la conversación era más, creo, un monólogo, un monólogo interesante y aburrido. Nunca me dio tiempo de referirle mi punto de vista: que la iglesia era un insulto a la experiencia religiosa.
Después de un tiempo finalmente se excusó, aduciendo que tenía otra cita (“no menos importante”, dijo). Le pedí al padre el número telefónico de la parroquia, por si se me ocurría llamarlo. Me lo dio gustosamente, y lo anoté en mi agenda telefónica. El padre se llamaba Ariel, Ariel Rubio.
Guardé mi libro de la cábala, y salimos por la puerta trasera de la iglesia. Eso: salí por la puerta de atrás.
Llegué a casa, después de una larga caminata en calles solitarias, recogiendo flores por allí y por allá, las flores que el verano ya estaba colocando minuciosamente en una ciudad que todavía aceptaba sin complejos flores de verano, al menos en algunas partes. Una vez en mi departamento, cociné algo, lo cual es más que raro tratándose de mi persona, y después de cocinar y comer busqué el libro en mi mochila. Para mi sorpresa no estaba. ¿Pudo haberse caído en el trayecto? Imposible. Me habría dado cuenta, o al menos la mochila estaría abierta al momento de buscarlo. ¿Entonces? Pensé incluso en la posibilidad de que el padre… del padre robándome el libro. Después de todo, parecía mostrar un genuino interés por el mismo. Pero la idea de que hubiese abierto la mochila, sacado el volumen, para después volver a cerrar el zipper, todo sin que yo me diese cuenta, no podía ser sino una estupidez, una desaforada especulación. Acepté la desaparición del libro como otro acto surrealista.
En algunos, todavía, volverse adulto es una cosa de prestigio. Yo con volverme adulto más bien me pongo a vomitar. El aluvión definitivo de la estupidez, la estocada de la mediocridad vivencial. Todo lo que no quise ser cuando niño y exactamente como pensé que iba a serlo.
Con todo, a mí no me gustaba cuando un adulto se me acercaba, yo niño, y me sugería que la vida de adulto es una mierda. Eso en principio un niño lo sabe y no hace falta decirlo. Y luego cuando a uno de pequeño le dicen esas cosas uno ajusta fantasmas de lo que es la edad madura. Y luego uno es la metamorfosis puntual de esos fantasmas. Me he vuelto el adulto que nunca quise ser.
Porque los hay, esos que nunca se dan cuenta que han crecido: azar hacia lo oscuro, perduración hacia las formas instituidas del poder en el individuo, greguería de mal gusto en la retórica de la especie.
Me volví adulto cuando Carmen me dejó. Pensé que me había vuelto adulto al casarme, pero no; fue al divorciarnos. La soledad es otra cuando eso pasa: muda, mezquina. Cuando se tiene veinte años es cierto que uno cuenta con menos recursos para lidiar con la depresión, pero a la vez uno es potencialmente dueño de su vida y de su muerte, de sus decisiones, simplemente porque no han sido tomadas. Una decisión tomada no es un inicio, sino un desenlace.
Recuerdo cuando fuimos con mis propios padres a la casa de los padres de Carmen. En realidad no a la casa de los padres, sino a la casa de la madre, viuda luego de un accidente de carro en el cual ella tuvo la lenta, la cruel y sospechosa fortuna de ser la sobreviviente. Porque al parecer se quisieron mucho.
Llegamos con mis padres a pedirle a la mamá de Carmen la mano de su hija. (Lo cuál me causaba gracia; me imaginaba yo saliendo luego de la casa de la suegra con la mano de Carmen en el bolsillo del saco, todavía chorreando sangre y con el anillo puesto.) Una formalidad ingenua y decorosa. Hablé maravillas de Carmen, las maravillas que entonces y todavía pienso de ella. Lo único que no dije fue que era una hembra magnifica en la cama. En esa ocasión dije o pude decir que yo a su lado sentía con nitidez que estaba con una mujer, en el sentido más admirable del término. Carmen era una mezcla de aplomo vital y sensibilidad; una composición de elegancia y simpleza; de tolerancia e indocilidad; de oscuridad y deseo; de agotamiento y aire. En todas sus facetas (“yo soy camaleónica”, repetía con frecuencia) encontraba yo un espacio, una figura nueva para otra figura mía. Cuando pensaba que finalmente la tenía cercada, catalogada y concisa en un diagnostico, se me escapaba de nuevo. Tenía mil talentos a su disposición. Creo que contábamos con maneras muy parecidas de no ser mediocres.
La madre de Carmen era evangélica. Me caía bien; y me trató siempre con respeto y afabilidad. Digamos que a mí nunca me han caído bien los evangélicos, salvo ella y algunos drogadictos conversos. En general, desconfío de la religión organizada y exotérica. Mido la verdad de algo por su grado de poesíaEn general, la religión evangélica no crea inspirados, sólo embestidos. La diferencia es notable.
Nunca fui a la ceremonia de la Hostia. Y olvidé sin mas el encuentro con el padre, hasta un día en que acudí a una tienda en donde vendían inciensos, en un centro comercial, y al salir, noté otra tienda que nunca había visto antes. Era una librería católica. Y debo decir, aún si es a regañadientes, que la imagen se me presentó como si la hubiese visto en la pantalla de una descomunal cámara digital. Nada: no tenía nada de especial, en realidad: una vitrina, muchos libros, con títulos como: La hora milagrosa; o: Roma, dulce hogar; o: Mi Ángel marchará delante de ti; o: Para ser feliz. Entré por alguna razón al lugar, y entonces sucedió. En uno de los estantes, cuando buscaba a San Agustín, encontré el libro, mi libro, el libro de la cábala. Lo cuál es bastante raro, tratándose de una librería católica. Pero además, no era sólo el mismo libro de la cábala, era mi libro de la cábala, con mis anotaciones a pie de página y mis dibujitos y mis dobleces. Está de más decir que la conmoción casi me hace caer al suelo. ¿Por qué lo tenían allí, por qué en venta? Pensé al principio en aceptarlo como otro acto surrealista, pero hasta el iluminado más camp tiene sus límites. Me presentaron a la dueña de la librería, y entonces le pregunté.
–Nunca antes lo había visto– aseguró. Nunca venderíamos un libro usado, y difícilmente venderíamos así.
Le conté mi historia, la forma en que lo perdí, el encuentro con el padre Rubio, al cual por lo demás ella conocía.
–Creo que esto es un signo, un signo claro de la providencia– dijo gravemente.
Me lo dijo gravemente, lo cual tuvo su efecto dramático, porque en general su actitud durante el tiempo que hablamos fue candorosa y jovial.
Con lo cual me invitó a rezar a una esquina, en donde había ensamblado un altar improvisado, con la figura de la Virgen y del Hermano Pedro de Betancourt. En realidad, ella fue la que rezó, yo me limité a escuchar silencioso.
Me fui, no sin ella antes darme una serie de folletos y librillos cristianos, de esos libros breves que la masa consume, pues de tratarse de libros más gruesos seguramente cambiaría de religión. Y justo cuando yo iba a partir, me dio la dirección de una iglesia para que yo acudiera en cualquier momento:
–Es una iglesia discreta– dijo.
El caso es que fui, por pura curiosidad, y porque en realidad la antropología religiosa es metiche hasta la médula. Una iglesia pequeña, oscura, las velas sólo intensificaban la sensación de oscuridad. Me senté en alguna de las bancas; no había nadie, salvo un pobre diablo con el traje raído, talvez pidiendo a Dios que lo liberase de las garras del alcohol, o simplemente de su mujer. Se estaba bien dentro de la iglesia. No puedo decir que sentí al Espíritu Santo, pero se estaba bien. Al rato de estar allí, decidí echar un vistazo a las pinturas y los santos, costumbre vieja, viejo placer. Santos de madera, rígidos santos de madera, persignados santos, envueltos en hollín y plegaria. Y aquí les cuento el otro acto surrealista de esta historia.
Lo que más llama la atención de los santos y ángeles guatemaltecos, quiero decir de sus representaciones de madera, es su mirada. Digo mirada para decir todo lo contrario: no tienen mirada, de hecho; se han retirado del acto de ver, como si después de conocer a Dios, hubiesen optado sólo por recordarlo, sin inmiscuirse en las formas sensibles del mundo, en una suerte de locura catatónica. Ni siquiera serenidad, como las figuras budistas, sino introspección fría, enajenación mineral. Es igual a una mujer que, luego de veintiséis años de ser feliz con su pareja, es avisada sobre la muerte de su hombre, y que decide vivir con él radicalmente en la memoria, gozando de su presencia para siempre interior. La mamá de Carmen tenía un poco esa mirada.
Estaba yo viendo a todos estos santos, y uno de ellos me llamó la atención, justamente, porque su mirada no se parecía a la de los demás; era, por el contrario, una mirada humana hasta la médula, casi astuta y casi perversa, es decir una mirada sin borde claro, sin adjetivo factible. Me acerqué; el santo estaba puesto en alto, pero noté que tenía algo en la boca tallada en la madera. Intenté estirar la mano hasta allí, pero no tenía la suficiente altura (no tener la suficiente altura, y en casa de Dios: es preciso reconocer lo sugerente de la metáfora). Finalmente, y sin mayor complejo, acerqué una de las bancas pesadas de madera, la más cercana. Hice un gran escándalo. El hombre de traje de burócrata que estaba allí me vio con cierto horror, con el mismo horror de alguien que le hace falta comprarse un complejo de vitamina B. Ahora sí: pude alcanzar la boca del santo, y tocar un papel, un papel doblado, que metí sin más en el bolsillo de mi chaqueta. Puse de vuelta la banca en su lugar, y salí de la pequeña iglesia penitente a una calle cotidiana, con niños jugando al fútbol y hombres tomando cerveza tibia.
Ya en mi casa, ya en mi cuarto, desdoblé el papel: un número de teléfono. Y como no soy idiota, como entiendo que la vida es una narración, una hilaridad sucesiva y consciente, marqué el número en el teléfono inalámbrico. Esperé a que alguien contestase: nada. Me dirigí a la ventana, y afuera llovía, lo cual es más bien raro en marzo. Estuve viendo la lluvia un momento, sin verla en realidad, sin pensamientos o trazos racionales, como lo haría uno de los santos de la iglesia, o un idiota. Luego, oprimí redial en el teléfono, así nomás, sin esperar nada, un acto reflejo; llamó tres veces; nadie. Y entonces me surgió una duda. Corrí hacia mi agenda telefónica.
El teléfono era exactamente el mismo que me había dado el padre Ariel. Volví a marcarlo, y luego de sonar otras tres veces, alguien contestó.
No era Ariel Rubio.
–Buenas noches, ¿podría comunicarme con el padre Rubio? –pregunté.
La voz respondió:
–El padre Rubio no se encuentra. Y además, de encontrarse, dudo que quiera hablar con usted.
–¿Quién habla? –inquirí.
–Se molestó mucho con usted. Dijo: “¡La Santa Oblea es la carne de Dios!”. Y dijo también: “Ese pequeño miserable”. Y dijo: “Ese profano”. Y dijo: “Se quemará en las costillas del infierno”. Eso fue lo que dijo el padre Ariel: “Se quemará en las costillas del infierno”.
–¿Pero quién mierdas habla?–, pregunté ansiosamente.
Ya había colgado.
Todo este asunto me hizo creer, como ya dije, en Cabeza. Debo decir, en nombre de la sensatez, que siempre existió la posibilidad de explicarlo todo razonablemente, sin recurrir a ninguna intervención divina o sobrenatural, pero desde luego para una mente fantasiosa como la mía ése hubiese sido el camino menos interesante.
Si la obra surrealista en varios actos me hizo creer en Cabeza, el evento del judío muerto en el carro deportivo fue el disparador hacia nuevas profundidades. Ahora sé lo que Jesús vio en el desierto: un judío muerto fumando un robusto Cohiba. Pero para investigar en lo invisible hacía falta un método, y el método había sido dispuesto para mí: la Cábala.
¿Cuál bendición, o cuál maldición (en este caso, ambas modalidades son intercambiables), me llevó a estudiar la Cábala? ¿Cuál consigna corrió por mi familia, por sus raíces crudas y escocesas, hasta manifestarse de pronto en mi persona, interesándome bruscamente en la mística judía? Nadie lo sabe, pero la circunstancia del rabino muerto fue el evento angular.
El gran enemigo de aquel que ha decidido incurrir en los misterios de la cábala es la pereza, la pereza del alma, esa suerte de inanición moral y física que nos hunde en la parte más inoperante de nuestros propios huesos. La cábala es un sistema extenuante y complejo de correspondencias y ejercicios mentales, un maremagno irrazonable para el ajeno observador en el cual, por caso y visto de una manera explicativa y simple, un nombre nos puede llevar a un número, un número a un color, un color a un ángel, un ángel a un atributo espiritual, un atributo espiritual a una piedra, una piedra a un planeta, un planeta a un olor, y sucesivamente. Todo está interconectado. Tal complejidad es demandante, ya que requiere de una acuidad inflexible, requiere pureza (que es exactamente lo más inverso a la pereza) tanto física como moral, y disposición irreprochable hacia lo divino.
Lo divino no es mi fuerte. Y me parece que en lugar de avanzar hacia un mejor grado espiritual, avancé solamente hasta mi propia locura. Me dediqué a la estrepitosa y desde luego lenta tarea de considerar el Viejo Testamento como un soporte criptográfico; me dediqué puntualmente y sin tregua a la combinación, permutación y numeración de las letras. En poco tiempo –no transcurre ni siquiera un mes, me parece– empiezan los efectos de un desequilibrio profundo. Es cuando veo a una Carmen avanzar por mi departamento: todas las noches, todas las noches y a la misma hora.
Digo una Carmen, pues habían seis. Es decir: Carmen decía que en su cuerpo vivían seis Carmenes distintas. Una de ellas podía ser la mujer eficaz, creativa y eficaz; otra Carmen era iracunda; la tercera perversa; la cuarta profana; la quinta religiosa; y la sexta, pues la sexta era simplemente mi tierna Carmen, tierna como el ala de un ángel. Y es ésta última, la más dolorosa, esta Carmen la que aparece cada noche –todavía– en mi departamento.
Estaba entonces en el cuarto y de pronto el aire empezó a colarse con una insistencia a todas luces sobrenatural. De repente, envuelta en luz, aunque hablando en perfecto español, estaba Carmen, Carmen en su versión sexta, diciéndome:
–Poeta, te quiero tanto, poeta.
Carmen me decía siempre así: poeta.
Mezcla de susto y de tristeza, de asombro y de horror. Juro que salí corriendo del departamento, para no regresar hasta dos semanas después.
Mi esperanza de no encontrarme con el ente disfrazado de Carmen se desvaneció al nomás volver, pues allí estaba: vagando y como que si nada. Tuve que acostumbrarme a su presencia.
Aunque desconfiado al principio, decidí continuar mis estudios y mi viaje hacia el significado del Tetragrammaton. Al tiempo, algo empezó a crecer en mí. Devoción, necesidad o firmeza, creció en mí como una rabia de dicha. En realidad, éste fue el momento más feliz y afortunado de mi exploración de la Cábala, yo diría. Logré sublimar y elevar mi temor mezquino y cicatero hasta el punto de confundirlo gloriosamente con un genuino temor a Dios.
El temor reverente de los cabalistas.
Desterré con autoridad las agitaciones de mi mente. El ayuno, la meditación, la oración prolongada, la lectura fervorosa del Zohar y el Sefer Yetzirah, abrieron puertas impensables. En poco tiempo, desarrollé habilidades sobrenaturales, que impugné con desdén: el propósito de la cábala no se detiene en burdas manipulaciones mágicas.
Pero la caída fue estrepitosa, y la atribuyo al ente/Carmen, que como ya dije siguió vagando por mi departamento. En realidad, el que tuvo la culpa fui yo. Todas las tentaciones pude aniquilar, todas menos una: Carmen, la sensación a ratos de morirme extrañándola. Y un día, cuando creía que no me afectaba más su ausencia, cuando me pensé libre de su imagen mil veces dulce, entró en mí el demonio de la melancolía.
Toda la causa de mis males y complejos proviene de la melancolía. Nadie sabe el estrago que puede significar para un ser humano leer a Musset a la edad equivocada de diez y siete años. Según pienso, es una edad que no debería de existir. Lo mejor sería pasar directamente de los diez y seis a los diez y ocho. Lo que a los diez y siete es un sentimiento tibio de desprendimiento del mundo se transforma una década más tarde en hostilidad pura de un lado, en histérico sentimentalismo del otro. Aunque yo sabía desde el principio que el ente/Carmen no era Carmen, tras un titubeo insignificante de fe –insignificante pero suficiente– comencé a asumirlo así. Comencé a hablarle, y eso a responderme:
–Te espero, poeta. Ven a mí, poeta.
Pasaron nueve semanas, casi diez, y yo lo creí: que Carmen había vuelto y estaba viviendo conmigo. El demonio no sólo es tramposo, es encantador. Cuando ya estaba seguro que Carmen era mía, de repente su imagen cambió: y ya no era Carmen, era el judío muerto con el Cohiba en la mano.
El resto es insensatez. Semanas enteras encerrado, sin saber qué hacer, mordiendo la alfombra, paseando por las habitaciones de la mano de un rabino muerto. Pensé en apelar a la comunidad judía. A lo mejor, o seguramente, hice mal en estudiar sin ningún guía los misterios cabalísticos. Entonces ellos podrían ayudarme. Pero de inmediato asociarían mi desequilibrio mental al crimen del rabino. Estaba solo. O talvez no: talvez el ente/Carmen/rabino era Dios. Y yo su víctima predilecta.
Lo mejor era llamar al padre Ariel.