Las ganas de vivir

El Señor J se levantó en la mañana con muchas ganas de vivir. Hace tiempo que no sentía ese pasmo, esa felicidad. Y en la oficina se la pasó todo el día tarareando y saludó a cada uno de los colegas, cosa más bien rara en él, pues era un tipo al fin con algo de huraño y desprendido. Observó de cerca a la Carla –secretaria– y pudo sentir más intenso el arrobamiento: estaba como transportado. Ciertamente, era una sensación que no percibía en un tiempo. Carla se dio cuenta de lo que estaba pasando, inclusivo le sonrió un cachito.

Fue en ese momento cuando el Señor J decidió que por la noche iría a visitar alguna casa de señoritas. No había fornicado en una década; la idea le favoreció una amable sonrisa.

El resto del día estuvo intranquilo, ansioso. No esperó siquiera que dieran las cinco para salir enfilado a su casa a prepararse.

Cuando entró la noche, salió a buscar taxi.

Al taxista le preguntó, con discreta torpeza, por un lugar a donde ir: no muy caro, no cualquiera. El taxista sonrió, experto. El carro avanzó quejoso por entre unas calles oscuras. Finalmente, se detuvo.

Afuera, un hombre corpulento fumaba un cigarro inerte. El Señor J pagó al chofer; se bajó del automóvil con una ligera angustia.

El gorila de la puerta no lo escudriñó por demasiado tiempo. El Señor J entró.

Adentro, el ambiente era inverso al de la calle sola. Una racha de humo y voces, una festividad perniciosa, y todas las putas en gran magnificencia, en gran alarde, en gran latinoamericano alboroto. El Señor J se puso un tanto alterado, y hasta se puso como a sudar. Pero a la vez empezó a sentirse bien. ¿Y porqué no lo había hecho antes?, se recriminó, codicioso. Las mujeres pasaban, insolentes, invitantes, taumatúrgicas. Todas con una belleza ultrajante, una sexualidad sucia y actual.

Se sentó y pidió una cerveza. A esa cerveza le siguió otra, ron. En poco tiempo brotó en el Señor J la emoción, la auténtica euforia. Se mezclaba con todas, sobándolas, les decía cosas al oído. Ellas se pegaban, pedían cerveza, se burlaban bastante de él. Pero el Señor J no se daba cuenta de nada, se sentía viril, casi escandaloso. Avizoraba a sus nuevas amigas, les miraba el culo, les besaba el cuello. Ellas reían.

El Señor J siguió bebiendo. En poco tiempo estaba todo desaliñado, presa de un entorpecimiento, con una sonrisa cretina en la cara. Participaba con indolencia en la verbosidad fugaz de las meretrices.

La noche se podía medir por ciclos de humo y risa.

Cuando ya estaba muy borracho, cuando ya no sabía muy bien nada, el Señor J empezó a deambular por el sitio, rebotando entre los clientes, y ellos lo empujaban, desdeñosos.

Ya las niñas lo trataban hasta con ternura, le acariciaban el pelo escaso. Y el Señor J no decía palabra. Muy callado estuvo así, por un buen rato, cuando de pronto, en medio del griterío general de la noche, tuvo un impulso claro, un afán directo: quería coger.

Tomó a una entre todas.

–Jaimito, ¿porqué no me llevás a mí?

–Jaimito, ¿qué tiene ella que no tenga yo?

–Jaimito, sentáte conmigo, Jaimito.

Pero Jaimito, es decir el Señor J, ya había decidido con quién quería ir al cuarto. La niña (Rosa, se llamaba) exigió:
–Dame el dinero, voy a pagar.

Jaime sacó un manojo inconsistente de billetes, y se los dio sin contarlos. Cuando Rosa volvió, subieron por las escaleras. Una luz roja, tenue y levemente hipnotizada bañaba las gradas sórdidas. Don Jaime, casi cayéndose. Y Rosa, que era menuda, probablemente menor, sostenía como podía el cuerpo de plomo del empleado.

Al final de las escaleras había un corredor, con varios cuartos. Algunas puertas estaban abiertas, y se miraban los cuerpos retozando, con inercia. Llegaron al cuarto correspondiente, y allí, sin mediar palabra, Rosa se desnudó. Después lo desnudó a él, y le lavó con cierta disciplina la pija. La pija, al principio indecisa, empezó a pasar a una fase de júbilo, hasta quedar del todo despierta.

–Esto te va a gustar, Jaime.

Y Rosa empezó a chupar.

Una idea salvaje le cruzó la mente. De pronto, en una determinación súbita, la tomó, a Rosa, la tiró a la cama, le abrió las piernas, la empezó a penetrar. Allí vimos todos esos años de escritorio, acumulados, salir en un efluvio de rabia. Allí vimos al Señor J forcejear con toda una vida de conmiseración. En algún lugar inexplicable de sí una fuerza lo incitaba a seguir, a magullar, a decidir su destino.

Rosa al principio le dijo no, Jaime, no. Después le gritó. Por último le rogó con lágrimas en los ojos, y fue entonces cuando le mostró con una firmeza imprevisible: la ligera protuberancia, la barriga levemente exagerada que ya sugería otra vida, un cuerpo nuevo, escondido debajo de la panza tierna y pubescente. Don Jaime, en su íntimo arrebato, en su ebriedad descontrolada, no supo ver que Rosa estaba embarazada.

Sintió culpa, sintió asco, sintió el fardo amargo de la edad. Se levantó, aturdido, se vistió con torpeza. Lloraba quedamente, casi de un modo imperceptible.

Salió murmurante y despeinado del cuarto.

Rosa también lloraba...
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